El desorden social de la blasfemia
Hizkuntza Gaztelera
2004. urtea
124 or.
La blasfemia, esa supuesta ofensa a una víctima que nadie ha visto ni ha tenido el gusto de saludar, se ha convertido a lo largo de la historia en un mecanismo de integración política y social más importante, si cabe, que el establecimiento del sufragio universal.
Fue la Iglesia, y no otra entidad, quien hizo de la blasfemia un delito sin víctima, mediante el cual ejerció una violenta cruzada contra toda persona, institución o ideología que supusiera una crítica frontal contra el poder eclesial y, con el tiempo, político. Gracias a la Iglesia, el blasfemo, y con éste todos los sujetos elevados a la misma condición de seres inmundos –herejes, homosexuales, impíos, ateos-, se convirtió en un chivo expiatorio sobre el que cayeron una y otra vez aquellas calamidades que los poderes eran incapaces de curar, porque eran ellos mismos quienes las causaban.
En este recorrido histórico, el Estado fue el gran aliado cabrón de esta Iglesia violenta e inquisitorial.
Tanto es así que, cabe apuntar como axioma, si la Iglesia alcanzó los poderes que alcanzó, lo hizo gracias a la connivencia de un Estado completamente enajenado ante las veleidades fundamentalistas de una Iglesia incapaz de saber el significado mismo de la palabra piedad. Y cabe añadir que, si hoy no se persigue la blasfemia religiosa, tal y como se hizo mientras vivió el Innombrable, sí se castiga la blasfemia política, que, en esencia, copia y reproduce los mismos mecanismos represivos que la primera. ¿Alguien ha oído alguna vez quejarse al Estado de Derecho, a la Democracia o a la Constitución? Y, sin embargo, los supuestos delitos contra tales entidades abstractas se pagan tanto o más caras que las infundadas ofensas contra el Altísimo.