Barcina y Hitler, o viceversa

Las declaraciones de Barcina comparando la sociedad navarra con la Alemania previa a la ascensión de Hitler al poder, me han pillado por sorpresa. Primero, porque ignoraba que la experta en alimentos lo fuera también en Hitler, sus circunstancias y afinidades ideológicas posteriores.

Segundo, porque desconocía que Hitler fuera un personaje que no formara parte de su agenda mental positiva, poblada por ilustres prendas como Franco, en fin, por tipos privilegiados que, mientras tuvieron el poder, el resto los consideraba manos providenciales para la marcha de la Historia, en general, y de la Filosofía propia, en particular.

Tercero, porque no tenía ni idea que Barcina conociera con tanta profundidad manifiesta la ideología del nazismo, los principios de Goebbels y su puesta en práctica por parte de Hitler y sus secuaces.

Por tanto, y en conclusión, bienvenida sea al club la señora Barcina. Porque, ya perdonarán el exabrupto, consideraba que Hitler era un personaje de su devoción ideológica más íntima. Entiéndaseme bien, solo para pensar en él privadamente, como hacen otros con el catalán cuando se encuentran solos en el baño y con una revista de Patufet.

Barcina está de enhorabuena. Por fin se ha reinsertado en las márgenes ideológicas de la democracia aunque considere que solo es democracia aquella titularidad política que otorga una asentamiento sólido al propio trasero, pero que cuando soporta el de los demás es una pésima representación democrática de aquella organización que inventara el griego Clístenes, y que en la actualidad parece haber tenido el gusto de conocer otros culos que le den vida y movimiento.

No debe asustarse por ello.

Barcina parece haber emprendido el buen camino de Damasco que le conducirá, también, seguro que sí, a renunciar de aquellos referentes que de algún modo u otro siguen alimentando el navarrismo del que hace gala y que no es sino una manera artera de un franquismo camuflado, por no decir fascismo.

Nunca es tarde para renunciar a Hitler. El siguiente en el escalafón del despecho tendrá que ser Franco. Si no es así, la desconfianza en su sinceridad será absoluta. Le queda por denunciar a Franco y a quienes en su navarrísima Navarra elevaron a Hitler como categoría universal de la representación política. Recuerde, sin ir más lejos, que Franco, en la mesa de su escritorio donde despachaba sus órdenes y penas de muerte, presumía de una fotografía dedicada de Adolfo Hitler.

Así pues, si Barcina desea que el mundo entero crea que su odio a Hitler es de buena calidad –la misma que el odio que tiene a la gente de Bildu-, tendrá que esforzarse un poquito más. Tendrá que denunciar aquellos componentes históricos que mantuvieron alguna connivencia con el nazismo, no abertzale precisamente, sino navarrista y de las jons. Esta desafección podrá hacerlo sin problema, porque bien sabe que está de moda el carácter retrospectivo y diferido.

Como quiera que su memoria sufrirá perenne amnesia –ya demostró en el affaire de las dietas de la CAN que su memoria es muy selectiva-, y su sensibilidad actual no se lo permitirá, un servidor le ayudará a recordarle hitos de esa connivencia del navarrismo con Hitler y la madre que lo trajo al mundo.

Diario de Navarra ha sido la quintaesencia de ese navarrismo de la que Barcina hasta la fecha se ha sentido la reina mora. Pues bien, recuerde el alma dormida de doña Yolanda esa parte de la historia de dicho papel, este papel que tanto ha hecho por su carrerón político, y en cuyas páginas se vitoreaba constantemente a Hitler, y a quien los prebostes de dicho papel, léase Consejo de Administración, y su director Raimundo García, alias Garcilaso, invocaba como el gran Guía Espiritual de Europa.

Desde el primer momento en que el Führer se hizo con el poder, excitó en el periódico muestras de aplauso y de pleitesía de sacristán. Tanto es así que no mostrará inconveniente alguno en reproducir las crónicas que desde Berlín enviaba un tal Hans von Stuner, y donde no perdía ocasión para elogiar la política de Hitler. El propio Garcilaso no se ahorraba el incensario para destacar el progreso de la economía alemana y el modo en que la dictadura de Hitler “vuelve a convertir al Reich en aquella colmena laboriosa y avasalladora” (DN. 23-VI-1933).

El 28 de septiembre de 1937, el Diario, alborozado, escribirá en grandes titulares: “Entrada triunfal de Hitler y Mussolini en Berlín. El eje Berlín-Roma es indestructible. Ambos Caudillos ponen de relieve el espíritu creador del Fascismo y Nacionalsocialismo y afirman su voluntad de colaborar con los demás pueblos y de luchar por la cultura y civilización europea contra el comunismo”. El 2 de octubre del mismo año sentenciará el visionario Garcilaso: “Empieza una nueva época en la historia europea” (Diario, 2-X-1937).

El 2 de mayo de 1945, conocida la muerte de Hitler, le dedicará la siguiente necrológica: “No creo que pueda sorprender el que se diga que aquí nos entristece profundamente esa noticia como nos entristeció la del fusilamiento de Mussolini en circunstancias atroces que llevaban el sello del comunismo asiático. Muere Hitler entre los escombros hacinados de Berlín, cuando la siniestra bandera de la hoz y el martillo, nobles instrumentos de trabajo transformados en odio por el Comunismo soviético, ondean sobre las ruinas humeantes del Reichstag donde Hitler anunció un día que el pueblo alemán se opondría a los bárbaros designios del Kremlin de dominar Europa. Estos dos hombres (se refiere a Mussolini y Hitler) titanes que lucharon –para nosotros es lo esencial- contra el comunismo soviético y que en la tremenda lucha han caído, pronunciaron muchas veces el nombre de nuestra Patria con acentos de admiración y de amor. Muertos ambos, no puede sorprender a nadie que en tal momento pronunciemos nosotros sus nombres con amor también y pidamos por sus almas a Dios. ¡En nuestra caso lo que sorprendería sería no hacerlo! Detrás de esos estandartes y de los nombres que sean, seguiremos nosotros con la misma firme voluntad, ¡así Dios nos permita mantenernos con que venimos combatiendo el comunismo soviético, intrínsecamente perverso, desde hace veinticinco años!”.

En fin. Alegrémonos de que a Barcina le haya llegado la hora de la reinserción democrática. Ha empezado bien. Solo le falta continuar en la misma senda condenando públicamente a quienes fueron nazis aunque se llamasen navarristas. Empezado por los de casa y siguiendo por Franco, esa figura tan nefasta y tan cruel como Hitler.

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Víctor Moreno Bayona . El concordato no es solo el culpable

1. Una forma habitual de descalificar los Acuerdoscon la santa Sede (1979), derivados del Concordato (1953) es caracterizarlos como acuerdos preconstitucionales o paraconstitucionales. Incluso, se los ha considerado como anticonstitucionales.

Digamos que los Acuerdos, tanto los redactados en 1976 como en 1979, son hijos putativos del Concordato. En realidad, son el Concordato. Presentados con otro nombre han intentado borrar de ellos la semántica franquista que los delata.

Pero, los acuerdos, se llamen como se llamen, sangran. Fueron, lo siguen siendo, un botín de guerra suculento con el que los franquistas pagaron a la Iglesia –“sociedad perfecta”, se le denominaba en el primer texto del Concordato-, por su gran servicio prestado antes, durante y después de la Guerra Civil al gobierno de los militares facciosos.

Por esta razón, llama la atención que la Ley de Memoria Histórica -aprobada por el congreso de los diputados el 31.10 de 2007-, y que en el capítulo dedicado a la simbología franquista, establece que los «escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación personal o colectiva del levantamiento militar, de la Guerra Civil y de la represión de la dictadura» deben ser retiradas, no incluyera en esta higiénica limpieza el texto de los Acuerdos con la Santa Sede, toda vez que estos representan, no solo simbólica sino realmente, el mayor enaltecimiento que se haya hecho del franquismo y del nacionalcatolicismo de una Iglesia totalitaria, sin la cual difícilmente la dictadura del Innombrable se hubiera mantenido en el poder a lo largo de tantísimos años.

2. En la actualidad, ya no se discute si estos Acuerdos son constitucionales o anticonstitucionales. Y aunque se hiciera no tendrían ninguna consecuencia práctica. Ya es sintomático señalar que ninguna instancia política o jurídica de este país ha presentado un recurso contra dichos acuerdos en el Tribunal Constitucional durante estos casi cuarenta años de su existencia.

Lamentablemente, dichos acuerdos funcionan por encima de la misma constitución. De hecho, sus contenidos concordatarios determinan de forma práctica cómo serán las relaciones de cooperación entre la Iglesia y el Estado, aunque la propia constitución no las sugiera ni establezca de ningún modo específico. Por poner un ejemplo. El artículo 27. 3 de la constitución establece que “los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”, pero no dice que el gobierno tenga que pagar salarios a obispos y sacerdotes, ni a los profesores que imparten religión en las escuelas públicas.

El espectáculo actual, como resultado de dichos acuerdos, es deplorable, digno de una España negra, donde se da una invasión tan abrasiva de lo público por lo confesional católico, que convierte la declaración constitucional de la aconfesionalidad del Estado (16.3) y el derecho a la libertad de conciencia del individuo (16.1), en papel de fumar.

De hecho, la aconfesionalidad del Estado constitucional sigue sin estrenarse, no habiendo recibido hasta el momento ningún desarrollo orgánico legal, sea por vía de orden, decreto o circular firmados por el Gobierno de turno. Por el contrario, el derecho a establecer los currículos de la enseñanza religiosa en escuelas e institutos derivan, según sus propias palabras, de los acuerdos entre la santa Sede y el Estado. Una decisión que choca frontalmente contra la declaración de aconfesionalidad y de libertad de conciencia que la propia Constitución establece. Es curioso indicar que para desarrollar dicha cooperación entre Iglesia y Estado, el Gobierno de la Nación no ha mostrado escrúpulo alguno en hacerlo de ese modo confesional católico, pero no ha invertido un minuto en cómo aplicar en la vida pública e institucional el alcance de tal aconfesionalidad.

Recordemos que en España seguimos con una Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980, esa ley que en el 2010 el gobierno de R. Zapatero quiso modificar, apelando a lo que entonces se llamó “desarrollo de la laicidad del Estado». Entre otras tímidas medidas, se pretendía prohibir la presencia de símbolos religiosos -como el crucifijo cristiano- en edificios públicos y proponer la búsqueda de fórmulas para hacer funerales de Estado civiles, sin ceremonias religiosas. Así mismo, se quería extender a otras religiones de «notorio arraigo», algunos de los privilegios que disfruta(ba) la mayoritaria confesión católica, a la que el Estado financia con unos 6.000 millones de euros anuales.

3. En la práctica, la aconfesionalidad es un fantasma. No se practica en los ámbitos de la esfera pública institucional que le deberían ser propios. Ninguna institución pública –empezando por el propio Gobierno y su jefatura monárquica-, debería dar muestra de confesionalidad religiosa. Sin embargo, las transgresiones de dicha aconfesionalidad han sido permanentes desde que se aprobó la constitución en 1978. En mi libro Santa Aconfesionalidad, virgen y mártir (Pamiela), se ofrecen multitud de ejemplos de estas conculcaciones en todos los ámbitos públicos.

El pluralismo religioso y confesional que consagra la constitución no se ha respetado jamás. Los primeros y máximos transgresores han sido, precisamente, los políticos; es decir, quienes firmaron su carácter aconfesional en la constitución.

El incumplimiento de la aconfesionalidad por parte de la clase política es absoluto. Y no parece que dicha transgresión y delito quite sueño a quienes se pavonean de representar la ciudadanía de este país. No solamente asisten a celebraciones religiosas en nombre propio y de la ciudadanía, sino que, antes de hacerlo, jurararán sus cargos ante símbolos religiosos confesionales. Pero no nos desanimemos. Hospitales, universidades, cementerios, escuelas, institutos, ejército y ayuntamientos rezuman prácticas confesionales católicas a todas horas. En estas instituciones se incumple constantemente el respeto al pluralismo confesional y no confesional de la ciudadanía.

Ya es un tópico indicar que la mayoría de los pueblos y ciudades de este país en cuanto llegan sus fiestas patronales se colocan fuera de la constitución, faltando al respeto que se debe a la pluralidad confesional y no confesional de la ciudadanía.

4. ¿Por qué sucede todo esto siendo tan clara la declaración de aconfesionalidad por parte del Estado? ¿Cómo se puede ser tan permisivo con el incumplimiento de unos artículos de la Constitución, siendo esta tan exigente en otras esferas de la realidad política y social del país?

Convendría no ser ingenuos y no limitarse únicamente a acusar de forma exclusiva y excluyente los acuerdos con la santa Sede como causa explicativa de esta grave anomalía e incongruencia entre legislación y conductas públicas.

Aunque desaparecieran los acuerdos –lo que estaría muy bien, aunque solo fuera por cuestión estética-, el problema de fondo seguiría subsistiendo y la mayoría de las prácticas confesionales de este país seguirían sucediéndose tal y como las conocemos en la actualidad.

5. En la vida hay cuatro cosas fundamentales: comer, dormir, actividades fisiológicas mayores y menores y joder, o dicho al modo clásico, hacer la picardía. Cuando falla alguna de ellas, la gente echa mano de la papiroflexia, el macramé, el parchís, la literatura, el arte, la filosofía, la metafísica y, para decirlo de forma resuelta, la religión.

La religión forma parte de ese conjunto de soluciones con las que el ser humano se ha dotado para explicar, justificar y mitigar algunos de los efectos negativos de sus anomalías y carencias como sujeto de la especie. La religión es una de las peores soluciones, si no la peor, que el ser humano ha encontrado para explicarse su radical insuficiencia existencial. Lo es, porque las soluciones que busca a sus problemas las encuentra fuera de sí mismo, refugiándose en explicaciones ajenas a su propio ser. Convierte la religión en superstición, y la superstición en religión. Huye de la inmanencia y autonomía moral, para refugiarse en la transcendencia y heteronomía religiosa.

España ha sido uno de los países que más ha valorado la religión a lo largo de su historia, tanto que hemos sido capaces de matar y morir por ella durante siglos. Iglesia mediante, claro. La religión ha sido el humus nutricio de la tradición, de las costumbres, de los usos, de los ritos y de la mentalidad que todavía sigue usándose como justificación existencial de lo que al ser humano le pasa y, sobre todo, lo que no le pasa. Es bien sintomático que los fundamentos en que se basan los obispos actuales para enseñar religión en las escuelas y en los institutos partan de la idea de que el ser humano no puede ser feliz ni humano sin creer en Dios… Los ateos son una anomalía de la especie. Para la iglesia es mejor votar a un corrupto que a un ateo. Porque la mayor corrupción existente es ser ateo.

A esta gente, que se considera además de representante oficial de las tradiciones y de la tradición religiosa nacionalcatólica, hacerles ver que la defensa de la aconfesionalidad y del laicismo no es incompatible con creer en Dios es como pretender explicar a una babosa del campo la teoría de la gravedad. No han comprendido siquiera que creer en Dios o no creer no nos libra de ser unos asesinos, unos crápulas y unos degenerados. De hecho, la población reclusa de cualquier país del mundo está llena de gente que alardea de creer en Dios y en su santa madre. Y no hace falta apelar a la existencia de tanto pederasta ensotanado, porque acabamos de hacerlo.

¿Por qué resulta tan imposible que esta gente entienda que el respeto al pluralismo confesional y no confesional forma parte del Derecho, y que una sociedad no tiene arreglo si su conducta se fundamenta en tradiciones, costumbres y usos cuyo fundamento empírico está fuera de la propia sociedad? ¿Por qué resulta tan difícil de entender que solo aquellos valores, verificados empíricamente sobre la base de verdades discutidas, constituyen el único lazo posible con el que las personas, sean del credo que sean, pueden establecer vínculos reales de unión?

La creencia en Dios no es compartida por todos los seres humanos; luego no puede ser un buen fundamento y un buen vínculo civil para establecer leyes y reglas de comportamiento que afecten a todos.

Pero desengañémonos. Si la sociedad española asumiera de forma consciente el carácter aconfesional de la propia constitución, y, pongo por caso, no llevase sus hijos a clases de religión impartida en escuelas públicas, seguro que, entonces, el Gobierno comenzaría a mirar de reojo los dichosos acuerdos.

Si los alcaldes de pueblos y ciudades de España asumieran de forma práctica el carácter aconfesional de los ayuntamientos que representan, y no asistieran, por ejemplo, a ninguna celebración religiosa en nombre de la ciudadanía a la que usurpan confesionalmente, seguro que entonces la Iglesia empezaría a rebajar sus humos totalitarios nacionalcatólicos.

Pero mientras dure la actual actitud de la sociedad y de los ayuntamientos, tanto el gobierno como la iglesia tendrán motivos más que sobrados para seguir actuando de un modo arbitrariamente confesional.

Los Acuerdos derivados del Concordato tienen su parte de responsabilidad en la degradación confesional en que está sumida la sociedad española, pero el resto responsable pertenece a la propia sociedad que aún no ha rechazado el soborno y el chantaje al que la somete una religión orquestada por quienes han hecho de ella una forma organizada de capitalismo salvaje, con el consentimiento de unos partidos políticos y Gobiernos resultantes –sean socialistas o de la derecha ultramontana-, a quienes la aconfesionalidad les importa un rábano; especialmente, porque saben que defenderla no suma votos. Al contrario, los resta.

Hay quienes piensan que, solo derogando los Acuerdos con la santa Sede y organizando la vida pública institucional según criterios no confesionales, se podría avanzar en el respeto al pluralismo y a la libertad individual de los seres humanos. Ojalá fuese así, pero me temo que el ser humano ha sido siempre muy reacio a cambiar su forma de ser y de estar en el mundo mediante leyes, sobre todo cuando estas tratan de tocarle el magro de sus creencias y de sus tradiciones de toda la vida… y, si son religiosas, ni para qué contar.

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Víctor Moreno Bayona. Derechos del menor

All united in the worldSi ya nos cuesta una enormidad respetar la pluralidad y la libertad de pensamiento de los adultos, ¿qué de esfuerzos tendremos que realizar para hacer lo propio con la libertad y el pensamiento de los niños?

Por mucho que lo hayamos intentado, lo cierto es que la sociedad actual sigue ignorando el estatus sociológico del niño. Tanto es así que en lo que se refiere al respeto de sus derechos como personas, el estamento de los adultos sigue percibiéndolos y tratándolos como un cero solemne a la izquierda.

Son tantas y tan variadas las contradicciones en las que caemos los adultos cuando pretendemos modelar sus vidas a nuestra imagen y semejanza –todavía mantenemos la ingenuidad de considera que así serán tan felices como nosotros-, que no merece la pena ni constatarlas. Cualquier perspectiva que adoptemos para analizar este cúmulo de contradicciones –sean de naturaleza sociológica, psicológica, mental, educativa y ética-, nos revelará la ingrata imagen de un adulto incapaz de otorgar al niño la dignidad y el respeto que se merece.

Ni siquiera existe una definición de niño que cumpla bien las más elementales señas de una identidad autosuficiente. Parece mentira, pero la noción de niño sigue sin perfilarse de un modo esencial y pragmático. Si se preguntara por separado a una persona, da lo mismo que sea doctor por Harvard o haya cursado estudios en la Complutense, qué entienden por niño, nos llevaríamos una ingrata sorpresa ante sus respuestas, nada conciliadoras entre sí.

Así que, no sabiendo con qué realidad conceptual nos enfrentamos, será muy difícil que reciba un tratamiento respetuoso por parte de quienes conviven con ellos. Por ejemplo, los padres consideran que pueden hablar y decir de sus hijos lo que quieran, donde y cuando quieran. Lo hacen habitualmente en sus conversaciones con otros padres y, a veces, con quienes apenas mantienen una relación habitual. Cuentan cosas de sus hijos sin consideración alguna, invadiendo abrasivamente la intimidad de sus propios retoños. Coloquémonos en su lugar. Consideremos la gracia que nos haría que nuestros hijos fueran contando por ahí todo lo que ven en casa. En este sentido, cabría indicar que los hijos son mucho más discretos que sus propios padres.

La mayoría de los padres consideramos que los hijos son de nuestra propiedad y, por lo tanto, gozamos de total o relativa libertad para hacer con ellos, no solamente lo que buenamente podemos, sino, también, lo que queremos. Las relaciones de los adultos con sus hijos bailotean casi siempre entre los límites de lo necesario, lo posible y lo real. De ahí que no sea fácil encontrar y manejar un metro que conjugue armoniosamente lo que el adulto quiere y desea y lo que el niño desea y quiere.

Y cuando digo “lo que queremos” no pretendo referirme a actividades de una enormidad manifiesta que, analizadas, ofenderían cualquier tipo de pudor o de ética más o menos fundada en el derecho y en el código civil, y, cómo no, en los derechos universales de cualquier persona.

Me refiero a cosas mucho más menudas, más sencillas, más cotidianas, de las que forman parte sustancial de la rutina diaria. Me refiero a esas actividades que conforman el temperamento y el carácter del niño. Unas actividades que nacen en las bondadosas intenciones del adulto y que terminan por ordenar de un modo nada respetuoso el pensamiento y la conducta de los niños. Una pena casi inevitable.

Hace unos meses, la prensa contó la historia de una niña llamada Pimenova, convertida en modelo. Muchos padres expresaron su cólera al conocer el hecho. Hablaron, incluso, de explotación infantil y de unos padres degenerados que permitían que su hija fuera objeto de semejante vejación. Una vejación que proporcionaba a la familia cuarenta mil euros al año por soportar tal sevicia y con la que, para mayor escándalo de ingenuos y pusilánimes, la niña Pimenova se sentía la mar de feliz y contenta, nada más y nada menos por ser explotada haciendo lo que siempre le había gustado hacer y ser: modelo.

Algunos progenitores argumentaron que una niña a esa edad lo que tendría que hacer es lo que hace una niña. ¿Y qué es lo que debería hacer una niña a esa edad? ¿Lo que dictaminen los papás llevándose por delante lo que opine y sienta el propio niño?

No me gustaría caer en la demagogia embarullando al lector con preguntas más o menos capciosas, y, menos todavía, que cayera en la falsa y artera conclusión de que lo que pretendo es tener razón y asunto concluido. Para nada. La vida es mucho más confusa y las relaciones con los pequeños nos la hace todavía más contradictoria. Cada situación requiere un tacto y una estrategia diferenciada. Lo que vale para un caso, no sirve para otro. La casuística es, felizmente, muy amplia y diversa. Es ella la que nos ayuda, como adultos, a matizar nuestras posturas y a ser más equitativos en nuestros juicios y decisiones que afectan a la vida de nuestros hijos.

Y, si no, comprobémoslo con otro ejemplo, protagonizado por un niño sevillano de ocho años. Muchos padres consideran que un niño a los ocho años es incapaz de tomar decisiones y, menos todavía, de tener una idea buena. A esa edad lo único que existe es el cultivo del pensamiento concreto que dijera el ilustre Piaget, y, por tanto, poseedores de una incapacidad manifiesta para un razonamiento formalmente elaborado, capaz de abstraer y de introducirse con soltura mental en ciertos teoremas. Todo lo cual no impide que la Iglesia católica meta con fórceps evangélico en los cerebros de estos niños el misterio de la santísima trinidad y el despelote teológico más apabullante.

A lo que voy. A este niño sevillano de ocho años no le han dejado hacer lo que le dictaba su conciencia, que era no hacer la primera comunión y, por lo tanto, no sufrir en carne propia las emocionantes clases de una catequesis abracadabrante. La madre de la criatura apoyó su deseo; no así el padre.

Ante la disparidad de criterios por parte de los progenitores, el caso se llevó al Juzgado de Primera Instancia de Sevilla, quien dictó sentencia a favor del padre y, por tanto, en contra de la voluntad del niño.

Al parecer, este Juzgado sevillano no cree en ciertos derechos del niño, entre ellos el de libertad de conciencia. Lo que resulta ingratamente curioso, porque el artículo 6.3 de la Ley Orgánica 1/1996 de Protección Jurídica del Menor, sostiene que el adulto debe facilitar al niño el desarrollo de su autonomía, también en materia de creencias. Y, si este adulto es un juez, la conclusión resulta más que obvia: su esfuerzo jurídico tendría que ser mucho más esmerado para que el niño accediera al cultivo de su personal autonomía.

Sin embargo, parece que para este juez existen creencias intocables y transcendentales, ante las cuales las leyes civiles deben doblar el espinazo ante otras supuestas leyes, que no lo son, caiga quien caiga y, si quien cae es un menor, más todavía. Porque, a fin de cuentas, ¿qué importancia puede tener el pensamiento y la libertad de un menor? Importancia cero.

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Víctor Moreno Bayona. Necrológica o amnesia

esquelaDedicar páginas enteras del periódico a recordar la vida de ciertas personas y evocar así su paso más o menos glorioso por esta tierra es costumbre arraigada en la prensa en general. Hay quienes consideran que insertar necrológicas, obituarios y esquelas en la prensa es signo de mal gusto, además de pasado de moda. Pero, pensándolo bien, tal vez, estos desengañados lectores comprueben que hay pocas cosas que guarden tanta relación con el capitalismo moderno como la explotación económica de la muerte. De hecho, cuando algunos ven una esquela en el periódico lo primero que se preguntan es cuántos euros habrá costado a la familia del muerto y si no hubiera sido mejor ahorrarse esos dineros para cuestiones más perentorias.

Otros, en cambio, no pueden vivir sin su ración diaria de esquelas. Piensan que esa sección es la más divertida, la que menos miente del periódico y la que más satisfacción les produce. De este modo tan directo, logran enterarse de que este o aquel malasombra ha estirado el peroné. Existen personas, tú las conoces bien, que lo primero que hacen cuando cogen un periódico es dirigirse a la página de las esquelas. Les importa más esa página escatológica que cualquier información relativa al estado de la tibia de un futbolista. Y, desde luego, basta con mirarles la cara para darse cuenta de si la información esquelética les es satisfactoria o no. A más de uno he visto yo recibir el impacto de una esquela con un “¡Ya era hora, cacho cabrón! ¡Antes tenías que haberte ido!”. En otra ocasión, al hombre que certificaba la muerte de alguien conocido se le oyó decir: “Pero, ¿todavía vivía este hijoputa?”.

El modelo estructural del género mortuorio, necrológica u obituario, es bastante rígido como corresponde al palabrerío dedicado a un muerto. Y su finalidad es más que evidente: se trata de hacer una hagiografía del finado. En esto demuestra su origen textual antiguo, que es clerical y funerario. El discurso del laico en poco se diferencia al del sacerdote, que de forma invariable hablará bien del fallecido, haya sido un degenerado o un virtuoso. Todos son buenos a los ojos misericordiosos del Señor. Y este, no tengan cuidado, guardará muy bien el secreto.

Parece lógica esta perspectiva. El vivo ya está muerto. Sería una grosería recordar sus sevicias pasadas. No tiene sentido bramar contra los difuntos cuando no se van a enterar. Más aún, cuando pudimos cantarles a la cara las cuarenta, no lo hicimos. Así que no caigamos, ahora, en la cobardía de pasarles por sus inertes bigotes lo bichos que fueron. Nuestro discurso les importará un bledo, lo mismo que cuando vivían.

Lo ideal sería que todos dejáramos por escrito el conjunto de hechos y de pensamientos por los nos gustaría que no nos recordaran. De este modo, evitaríamos que nuestros enemigos se regodearan sacando a la luz pública los trapos sucios ocultos de nuestra existencia. Con el sistema actual, todo son suspicacias. Nadie recuerda al muerto en su totalidad. Por lo general, se trocea y se evoca de él lo políticamente correcto. La necrológica se dedica al cultivo consciente de la amnesia selectiva. Y la verdad, no se entiende bien por qué se ocultan algunos datos de ciertos muertos famosos si resulta que cuando los protagonizaron se sintieron la mar de satisfechos. El necrólogo, o necrófago, al comportarse de este modo, no actúa bien, pues ignora si al muerto le hará mucha gracia que se oculten estas facetas que, cuando las cultivó en vida, le dieron fama y dinero. ¿Cuál es la intención del necrólogo cuando oculta datos de ciertos muertos ignorando si a estos les importa o no tal silencio? ¿Qué interés pudieron tener, gentes como Manuel Vicent o Juan Cruz, de la cuadra de Prisa, que, al evocar quién fue el dibujante Máximo, muerto el 28 de diciembre de 2014, sustrajeron un datos de su vida, los que, para colmo, no parece que influyeran ni mucho ni poco en la manera de hacer chistes gráficos del finado, sino en su dibujo como persona?

En efecto, en esa fecha señalada se murió Máximo, humorista gráfico, que empezó a serlo en los periódicos franquistas Arriba, Pueblo, la revista La Estafeta literaria, y luego, en La Codorniz y Por favor, pasando por El País, y aterrizando, finalmente, en Abc. Un viaje realmente estratosférico, pero muy habitual en muchos intelectuales de este país.

Algunos periodistas glosaron elogiosamente al “gran dibujante, al escritor y al intelectual”. Leyendo estas alabanzas, me preguntaba si esa gavilla de recuerdos hubiera sido la invocada por el muerto estando vivo. Me preguntaba si a Máximo no le hubiese gustado recordar otras aventuras menos artísticas, pero tan merecedoras de un recordatorio como cualquiera de sus chistes metafísicos, a parte de sus libros.

Quizás, no sé, tal vez, le hubiese gustado que se recordara qué es lo que hizo en el año 1962 cuando las huelgas mineras en Asturias. Recordar, por ejemplo, cómo un grupo de intelectuales, exactamente 102, se dirigió al ministro Fraga para protestar contra la durísima represión ejercida contra los mineros. Recordar cómo a esa valiente proclama se opondría el manifiesto de otros intelectuales posicionándose a favor de Fraga. Y que, tal vez, lo que más le hubiese gustado recordar a Máximo es que El fue uno de aquellos intelectuales firmantes contra los mineros asturianos. Pues un gesto así no se puede olvidar. Forma parte, si no del currículum como dibujante, sí como gesto ideológico del pensamiento que uno tenía entonces. Y, de vez en cuando, no está de más recordarlo para no olvidar de qué mazmorras de miseria procede uno.

O, no sé, quizás, le habría gustado al muerto Máximo que alguien describiera su voluntariosa y entusiasta colaboración en el panfleto titulado España para UD, del que el gobierno franquista editaría un millón de ejemplares para celebrar los “25 años de paz. Año 1964”; amén de los carteles que dibujó para tal fin repartidos por pueblos y ciudades de España. Habría que ser muy desagradecido para olvidar un hecho de esta naturaleza tan decisiva para los destinos de España. Robles Piquer, cuñado de Fraga y factótum de aquellas celebraciones, lo cuenta en sus memorias, tituladas Memoria de las cuatro España. Al hablar de España para Vd dirá que fue el folleto más impreso en la historia de España, editado en español, inglés, francés y alemán. Y que fue Máximo, su alma y su cerebro, y al que se sumaría Robles Piquer, pues, “siempre con su acuerdo (el de Máximo) sumé en algún punto aislado mi pluma a la suya para contribuir a la mejor explicación de nuestra realidad histórica y humana”.

¿Hay algún problema por recordar que el dibujante Máximo fue un estrecho colaborador del franquismo? Si no lo hay, ¿por qué se empeñan ciertos necrólogos en olvidar dicha información? ¿Acaso se trata de una información irrelevante de esas que no forman carácter?

La verdad es que estos mercachifles relatando la vida ajena no hacen ningún bien. Pues datos de esta naturaleza confirman la tesis de que, si salir del franquismo fue difícil, se debió, en parte, a que la mayoría de los intelectuales apesebrados durante la transición, y apoltronados en la democracia, colaboraron gustosamente con el régimen del Infame. ¿Que luego se convirtieron en demócratas de toda la vida? Sin duda. Y esa sería una de las razones por las que le salieron tan mal las cuentas a la democracia.

La pregunta es de máster: ¿cómo una clase política e intelectual, sostenedora del régimen franquista, pudo llegar a ser garante de la democracia? Porque eso es ni más ni menos lo que ha sucedido en España. Y Máximo podría ser un buen ejemplo de ello.

Dedicar páginas enteras del periódico a recordar la vida de ciertas personas y evocar así su paso más o menos glorioso por esta tierra es costumbre arraigada en la prensa en general. Hay quienes consideran que insertar necrológicas, obituarios y esquelas en la prensa es signo de mal gusto, además de pasado de moda. Pero, pensándolo bien, tal vez, estos desengañados lectores comprueben que hay pocas cosas que guarden tanta relación con el capitalismo moderno como la explotación económica de la muerte. De hecho, cuando algunos ven una esquela en el periódico lo primero que se preguntan es cuántos euros habrá costado a la familia del muerto y si no hubiera sido mejor ahorrarse esos dineros para cuestiones más perentorias.

Otros, en cambio, no pueden vivir sin su ración diaria de esquelas. Piensan que esa sección es la más divertida, la que menos miente del periódico y la que más satisfacción les produce. De este modo tan directo, logran enterarse de que este o aquel malasombra ha estirado el peroné. Existen personas, tú las conoces bien, que lo primero que hacen cuando cogen un periódico es dirigirse a la página de las esquelas. Les importa más esa página escatológica que cualquier información relativa al estado de la tibia de un futbolista. Y, desde luego, basta con mirarles la cara para darse cuenta de si la información esquelética les es satisfactoria o no. A más de uno he visto yo recibir el impacto de una esquela con un “¡Ya era hora, cacho cabrón! ¡Antes tenías que haberte ido!”. En otra ocasión, al hombre que certificaba la muerte de alguien conocido se le oyó decir: “Pero, ¿todavía vivía este hijoputa?”.

El modelo estructural del género mortuorio, necrológica u obituario, es bastante rígido como corresponde al palabrerío dedicado a un muerto. Y su finalidad es más que evidente: se trata de hacer una hagiografía del finado. En esto demuestra su origen textual antiguo, que es clerical y funerario. El discurso del laico en poco se diferencia al del sacerdote, que de forma invariable hablará bien del fallecido, haya sido un degenerado o un virtuoso. Todos son buenos a los ojos misericordiosos del Señor. Y este, no tengan cuidado, guardará muy bien el secreto.

Parece lógica esta perspectiva. El vivo ya está muerto. Sería una grosería recordar sus sevicias pasadas. No tiene sentido bramar contra los difuntos cuando no se van a enterar. Más aún, cuando pudimos cantarles a la cara las cuarenta, no lo hicimos. Así que no caigamos, ahora, en la cobardía de pasarles por sus inertes bigotes lo bichos que fueron. Nuestro discurso les importará un bledo, lo mismo que cuando vivían.

Lo ideal sería que todos dejáramos por escrito el conjunto de hechos y de pensamientos por los nos gustaría que no nos recordaran. De este modo, evitaríamos que nuestros enemigos se regodearan sacando a la luz pública los trapos sucios ocultos de nuestra existencia. Con el sistema actual, todo son suspicacias. Nadie recuerda al muerto en su totalidad. Por lo general, se trocea y se evoca de él lo políticamente correcto. La necrológica se dedica al cultivo consciente de la amnesia selectiva. Y la verdad, no se entiende bien por qué se ocultan algunos datos de ciertos muertos famosos si resulta que cuando los protagonizaron se sintieron la mar de satisfechos. El necrólogo, o necrófago, al comportarse de este modo, no actúa bien, pues ignora si al muerto le hará mucha gracia que se oculten estas facetas que, cuando las cultivó en vida, le dieron fama y dinero. ¿Cuál es la intención del necrólogo cuando oculta datos de ciertos muertos ignorando si a estos les importa o no tal silencio? ¿Qué interés pudieron tener, gentes como Manuel Vicent o Juan Cruz, de la cuadra de Prisa, que, al evocar quién fue el dibujante Máximo, muerto el 28 de diciembre de 2014, sustrajeron un datos de su vida, los que, para colmo, no parece que influyeran ni mucho ni poco en la manera de hacer chistes gráficos del finado, sino en su dibujo como persona?

En efecto, en esa fecha señalada se murió Máximo, humorista gráfico, que empezó a serlo en los periódicos franquistas Arriba, Pueblo, la revista La Estafeta literaria, y luego, en La Codorniz y Por favor, pasando por El País, y aterrizando, finalmente, en Abc. Un viaje realmente estratosférico, pero muy habitual en muchos intelectuales de este país.

Algunos periodistas glosaron elogiosamente al “gran dibujante, al escritor y al intelectual”. Leyendo estas alabanzas, me preguntaba si esa gavilla de recuerdos hubiera sido la invocada por el muerto estando vivo. Me preguntaba si a Máximo no le hubiese gustado recordar otras aventuras menos artísticas, pero tan merecedoras de un recordatorio como cualquiera de sus chistes metafísicos, a parte de sus libros.

Quizás, no sé, tal vez, le hubiese gustado que se recordara qué es lo que hizo en el año 1962 cuando las huelgas mineras en Asturias. Recordar, por ejemplo, cómo un grupo de intelectuales, exactamente 102, se dirigió al ministro Fraga para protestar contra la durísima represión ejercida contra los mineros. Recordar cómo a esa valiente proclama se opondría el manifiesto de otros intelectuales posicionándose a favor de Fraga. Y que, tal vez, lo que más le hubiese gustado recordar a Máximo es que El fue uno de aquellos intelectuales firmantes contra los mineros asturianos. Pues un gesto así no se puede olvidar. Forma parte, si no del currículum como dibujante, sí como gesto ideológico del pensamiento que uno tenía entonces. Y, de vez en cuando, no está de más recordarlo para no olvidar de qué mazmorras de miseria procede uno.

O, no sé, quizás, le habría gustado al muerto Máximo que alguien describiera su voluntariosa y entusiasta colaboración en el panfleto titulado España para UD, del que el gobierno franquista editaría un millón de ejemplares para celebrar los “25 años de paz. Año 1964”; amén de los carteles que dibujó para tal fin repartidos por pueblos y ciudades de España. Habría que ser muy desagradecido para olvidar un hecho de esta naturaleza tan decisiva para los destinos de España. Robles Piquer, cuñado de Fraga y factótum de aquellas celebraciones, lo cuenta en sus memorias, tituladas Memoria de las cuatro España. Al hablar de España para Vd dirá que fue el folleto más impreso en la historia de España, editado en español, inglés, francés y alemán. Y que fue Máximo, su alma y su cerebro, y al que se sumaría Robles Piquer, pues, “siempre con su acuerdo (el de Máximo) sumé en algún punto aislado mi pluma a la suya para contribuir a la mejor explicación de nuestra realidad histórica y humana”.

¿Hay algún problema por recordar que el dibujante Máximo fue un estrecho colaborador del franquismo? Si no lo hay, ¿por qué se empeñan ciertos necrólogos en olvidar dicha información? ¿Acaso se trata de una información irrelevante de esas que no forman carácter?

La verdad es que estos mercachifles relatando la vida ajena no hacen ningún bien. Pues datos de esta naturaleza confirman la tesis de que, si salir del franquismo fue difícil, se debió, en parte, a que la mayoría de los intelectuales apesebrados durante la transición, y apoltronados en la democracia, colaboraron gustosamente con el régimen del Infame. ¿Que luego se convirtieron en demócratas de toda la vida? Sin duda. Y esa sería una de las razones por las que le salieron tan mal las cuentas a la democracia.

La pregunta es de máster: ¿cómo una clase política e intelectual, sostenedora del régimen franquista, pudo llegar a ser garante de la democracia? Porque eso es ni más ni menos lo que ha sucedido en España. Y Máximo podría ser un buen ejemplo de ello.

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Víctor Moreno Bayona . Todo se puede decir

Portada-Charlie-Hebdo-cristianosTiene maldita gracia que haya sido la Iglesia católica y la derecha política europea quienes hayan pretendido sobresalir más que nadie en la defensa de la denominada libertad de expresión. Quizás, el origen de esta actitud rufianesca, propia de tartufos, radique en el significado del refrán: “Dime de qué presumes, y te diré de qué careces”. Mientras el infumable Rajoy asistía a París, alardeando de lo que nunca ha tenido, su ministro meapilas e inquisidor, alias Fernández, seguía por Madrid dando los últimos toques a su Ley Mordaza contra la libertad de expresión. ¡Qué formidable contraste cabrón!

Hay que decirlo con toda claridad. La Iglesia Católica y la Derecha política de todos los tiempos, si por algo se han caracterizado, ha sido por la obsesión de perseguir y anular la libertad de expresión en cualquier tipo de modalidad, individual y colectiva. Y, si hablamos de la libertad religiosa y de conciencia, entonces, habrá que echarse a temblar, porque asociar tales conceptos con la Iglesia es concitar la memoria de la barbarie y la crueldad, el dogma frente a la heterodoxia, la Inquisición y la Hoguera frente al libre pensamiento, la religión católica contra todas las religiones del orbe, el Crucifijo y el Único Libro contra cualquier asomo de investigación científica, el Evangelio contra el Código Civil, el Catecismo contra los derechos universales.

¿Quién dice que no hay libertad religiosa en España?”, se preguntaba el escritor Larra a mitad del siglo XIX, y de forma sarcástica contestaba: “¡Claro que la hay! Usted puede ir a misa de nueve, a misa diez, a misa doce, y así durante todas las horas del día”. Esa es la libertad religiosa a la que ha estado dispuesta la Iglesia a tolerar graciosamente. Y digo tolerar, y no respetar, porque este verbo tardaría unos lustros en inventarse. Y porque tolerar solo lo han hecho quienes tenían, y siguen teniendo, poder para hacerlo. La tolerancia, tal y como la ha entendido y practicado la Iglesia y el Poder político, ha sido una engañifa. Se reducía a un permiso concedido por su graciosa majestad, pero nunca un derecho. Como hoy. La tolerancia, bien o mal entendida, como dicen algunos, sigue siendo una trampa conceptual y pragmática.

El derecho inalienable a la libertad de expresión no debe nada a la Iglesia católica y, tampoco, a la derecha política.

En algún tiempo, la derecha se pintó de liberal, pero lo cierto es que su liberalismo dejó mucho que desear en esa materia de la libertad de expresión, así como en tantísimos campos de la conducta humana. Se llamaban liberales, pero no lo eran. No lo eran, ni lo fueron nunca en el sentido en que uno de los padres del liberalismo entendió dicho concepto y que tanta vigencia actual tiene: «Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión y esta persona fuera de opinión contraria la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad … Pero la peculiaridad del mal que consiste en impedir la expresión de una opinión es que se comete un robo a la raza humana; a la posteridad tanto como a la generación actual; a aquellos que disienten de esa opinión más todavía que a aquellos que participan en ella. Si la opinión es verdadera se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si es errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error» (J. S. Mill, Sobre la libertad).

De acuerdo con esta reflexión, el corolario es muy fácil de establecer: todo se puede decir. Nada está libre de recibir críticas, ironías, sarcasmos, mordacidades y ofensas, sea contra la religión, Dios, la patria, la monarquía, los sentimientos, Jesusito de mi vida, la Virgen María, las ideas, las creencias, los pensamientos… Todo. Si no hubiera sido por esta libertad de expresión que se ceba precisamente en las grandes abstracciones de la existencia –Dios, Patria y Eternidad-, y conseguida gracias al sacrificio de tantos heterodoxos llevados a la cárcel y a la hoguera, sufriendo persecuciones crueles y bárbaras del poder civil y religioso, nos encontraríamos todavía en el Paleolítico inferior de la dignidad. Si el poder político y la Iglesia misma se han modernizado, no ha sido por causa de su voluntad, sino por haberse visto obligados a doblar el espinazo ante las luchas y movimientos ilustrados contra su hegemonía. La Iglesia jamás habría renunciado a su absoluto dominio teocrático si la sociedad civil no se hubiese enfrentado a ella, cuestionando su presencia en este mundo con los medios a su alcance, entre ellos la crítica más desaforada a su absolutismo, fuera con la ironía, el sarcasmo, el libelo y el insulto.

La mayoría de edad civil de la ciudadanía se debe precisamente a ese continuo y permanente modo de poner en cuestión cualquier verdad que no pudiera verificarse empíricamente. Por eso, a quienes postulan límites a la libertad de expresión, habría que decirles que a quienes hay que ponérselo, con bozal incluido, es a quienes siguen cultivando el fundamentalismo religioso y el fundamentalismo político, que no son pocos.

No hay límites a la libertad de expresión, y no puede haberlos aunque lo diga el papa inspirado por el Santo Pichón. Porque, desde el momento en que se le ponen límites deja de ser libertad y expresión. No existe una libertad de expresión a la carta. La libertad de expresión es la única posibilidad que está al alcance de cualquier ser humano para realizarse como tal. Sin dicha libertad es menos humano.

Al proceder de una sociedad esencialmente teocrática, nos cuesta aceptar que las ofensas a la religión sean aceptadas como una crítica más, tanto a su existencia como a los excesos que se perpetran en su nombre, que no son pocos. Lo mismo sucede con las mismas creencias y el denominado sentimiento religioso. Ni las primeras, ni el segundo, tienen una categoría existencial superior a la de cualquier otra creencia o sentimiento. El hecho de que tengan en la práctica un tratamiento excepcional, como ocurre con el Código Penal y su artículo 525 que persigue la antigua blasfemia aunque con otras palabras, no es más que la triste constatación de que el sentimiento religioso sigue estando por encima del resto de los demás sentimientos que tienen acogida en el conjunto de creencias del ser humano. Y eso, en una sociedad aconfesional, es discriminación y un atentado contra la libertad de conciencia individual.

Lo más escandaloso es que, en la mayoría de los casos en que se acusa a alguien por haber atentado contra la religión o contra el sentimiento religioso, nunca hay delito probado, porque no existe una víctima real. ¿Dónde está la víctima cuando se dice que alguien ha atentado contra las creencias religiosas o contra el sentimiento religioso de una colectividad? En estos casos, la víctima verdadera no concurre como testigo para inculpar a nadie. Y quien pretenda representar a esa entidad metafísica y transcendente, o es tonto o hipócrita, o ambas cosas a la vez. …Por eso es ofensiva la existencia del artículo 525 del Código Penal que todavía sigue castigando con duras penas a quienes ofendan el sentimiento religioso de quienes dicen que tienen dicho sentimiento.

Normalmente, el llamémoslo así, sacrilegio religioso, se limitaría a algo exterior, que no tiene existencia probada. Los ojos de los demás no ven más que el gesto de alguien que dice o hace una enormidad y el otro que se espanta, sintiéndose agredido, porque este en su foro interno cree representar a esa supuesta víctima que nadie ha visto delegar sus poderes en ningún animal semoviente.

Pero si “de lo que se trata es de joder a Dios”, como dice el patafísico Julien Torma, es evidente que nadie ha conseguido llegar a ese extremo. Aunque existan ilusos y fundamentalistas sujetos que se arrogan su representación y sufren por los agravios que recibe este supuesto Dios, lo único que podemos deducir es lo que el propio Torma concluye: “Los creyentes son tontos porque si fueran inteligentes tendrían ya la tontería de la hipocresía”.

Así que lo mejor para todos sería que las religiones se fueran todas a tomar por saco. Porque las creencias religiosas, siempre personales y particulares, cuando pretenden imponerse a las creencias civiles, siempre colectivas y consensuadas, constituyen un peligro y una amenaza para la vida inteligente del planeta y para todas las personas, sean o no humoristas gráficos o cocineros de crucifijos en salsa verde.

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