Aunque a los muy fieles les cueste reconocerlo, lo cierto es que la historia de la Iglesia no es ajena al cultivo de la estupidez humana, tómese esta como estampa individual o colectiva. Probablemente, las gestas más sublimes y peligrosas de estolidez perpetradas por el género humano hayan sido protagonizadas por gente que vestía traje talar o eclesiástico. No en vano ha sido la Iglesia la que mediante la zanahoria de la religión ha embaucado y sometido conciencias y bolsas durante miles de años. Y lo seguirá haciendo mientras la dejen.
Demasiados años para no atesorar en sus anales cantidad de estupideces cometidas en nombre de Dios mismo. Lo que es un atrevimiento mayúsculo. Poner a Dios como justificación de la propia estupidez es una de las causas por las que ese mismo Dios se la tendrá guardada a un montón de papas y de obispos. Hacer algo hermoso y poner a Dios como fundamento de tal acto, pase; pero hacerlo para colar ante el mundo auténticas perrerías estúpidas le tiene que sentar al Todopoderoso como un pisotón de elefante en la misma vesícula biliar, muy desarrollada en El a juzgar por cómo las gasta en el Antiguo Testamento.
A veces, tenemos de la Iglesia una opinión tan poco terrenal que no somos capaces de atribuirle aquellas virtudes y vicios que harían de ella una institución más humana. Solo le atribuimos esa faceta cuando la pillamos cometiendo los mismos actos de pillaje o de robo que perpetra el resto de los mortales. Entonces se dice: “¡Es que es humana, oiga!” Y la carne, débil, naturalmente.
La verdad es que nunca la Iglesia se muestra tan humana como cuando la pillamos in fraganti en esos actos de bandidaje y de rapiña que realiza legalmente, haciendo pasar por suyos unos inmuebles y garajes que a la luz documental de la historia y de los pergaminos más antiguos no le pertenecen. Ante esta muestra de voracidad inagotable por acumular propiedades muchos de nosotros somos incapaces de ver en ese gesto el rostro humano de la Iglesia, y solo contemplamos la jeta de un caradura impenitente. Lagarta como es, cuando le interesa aparecer como destilación purísima de las amígdalas del Altísimo, aparece, y cuando prolongación de la naturaleza humana de su fundador, pues ídem.
Es verdad que su gesto capitalista de acumular ladrillo sea como sea, es rasgo de una humanidad poco decorosa, pero muchísimo peor sería visualizarlo apelando a los actos de pederastia de algunos de sus sacerdotes. Además de esa faceta humanísima por acumular bienes y propiedades de variada naturaleza y función, la Iglesia participa también de esa inclinación que abotarga el cerebro humano y que llamamos estupidez. Y así pasa lo que pasa.
Y pasa que esta estolidez eclesial la practican, no solo sus miembros menos cualificados en el escalafón, sino que también la ejerce la propia curia romana, es decir, la alta jerarquía eclesiástica, incluido su representante más honorable: el Papa.
Este Papa actual ha tenido el valor de ponerse delante del burro, como se dice coloquialmente, y dar ejemplo para que el resto de sus acólitos no se avergüence de sus vergüenzas tontitiesas.
Claro que, tratándose de todo un Papa, el campo de la práctica de la estupidez que le corresponde por ser un hombre, nada tiene que ver con las servidumbres voluntarias estúpidas a las que estamos sometidos el resto de los mortales. Como Papa que es, a Bergoglio le va otra marcha estúpida. En el mes de junio, les periódicos contaban que viajó a Turín “a venerar la Sábana Santa, «icono» que, según sus palabras, “representa a Jesús de Nazaret martirizado pero también el «rostro de cada persona que sufre». Más todavía, ante dicho lienzo, que según cierta tradición envolvió el cadáver de Cristo tras la crucifixión, “Bergoglio permaneció en silencio, absorto en un profundo recogimiento y, tras rezar durante una decena de minutos, se levantó para tocarla” (Heraldo de Aragón, 22.6.2015).
Ignoro si hay más cantidad de estupidina oyendo a ciertos cerebros gelatinosos en televisión que permanecer durante decena de minutos extasiado, completamente ido, delante de una sábana, aunque se trate de una sábana de la hostia. Lo que parece claro es que las sábanas de antes se confeccionaban con un tejido muchísimo mejor que el utilizado en la lencería actual destinada al camastro.
Algunos protestarán diciendo que, tratándose de una sábana santa, cualquier milagro de conservación sería posible. ¿Santa? Caso de que así se la catalogara, la perspectiva analítica del asunto se tornaría, entonces, mucho más chungo. Porque el acto del Papa se englobaría dentro del ámbito de la jerga eclesial que denominan adoración/veneración de un objeto, en este caso muy común, doméstico, y convertido en fetiche sagrado por la gracia de Dios, que, como es sabido, tiene mucha gracia. ¿Que envolvió el cuerpo de Cristo crucificado? Daría lo mismo. Seguirá teniendo la categoría de fetiche y quien se postrara ante él obtendría el carné de fetichista cum laude. El gesto mismo de tocar con unción dicho lienzo lo pondría de manifiesto.
Aun así, reconozco que la imagen del Papa es soberbia. Reconcilia con la condición humana estúpida. Un hombre, capaz de sumergirse en los más profundos hoyos de la racionalidad y de escribir tratados teológicos sobre el medio ambiente mundial, aparece sin ningún complejo practicando una de las más oscurantistas costumbres del ser humano, la superstición, práctica habitual consumada por todos los hechiceros del mundo, desde las tribus del Cámbrico. Todo un alivio existencial. La praxis de la estupidez es universalmente democrática y su estigma salta donde menos te lo esperas. Que todo un Papa muestre sin tapujos una de las dimensiones más profundas de ser estúpido a la luz del mundo, aminora hasta el nivel de la propia estupidez. El Papa, aunque tenga hilo directo con el Espíritu Santo, es tan humano como cualquiera de nosotros y, por tanto, capaz de cometer estupideces. Porque adorar o venerar una sábana es una superstición y todas las supersticiones son prácticas estúpidas, ¿no?