IDENTIDAD LINGÜÍSTICA (2)

 


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Hablar y escribir una lengua determinada no conlleva ningún plus de identidad ética, estética, social y política. Quienes defienden esa correspondencia sin fisuras, quizás, lo hagan porque toleran algunas deformaciones metodológicas con las que abordan la relación piscolingüística entre lengua y “desarrollo integral
de la personalidad”. Me refiero al conductismo, al mentalismo y al fundamentalismo. Los análisis, hechos bajo la lupa de estas tres líneas interpretativas, arrojan la imagen de una lengua sometida y ordeñada para beneficio de causas espurias.

Conductismo

No es fácil librarse del conductismo. No lo es, porque es muy atractivo para explicar de forma sencilla y ocurrente la complejidad de los fenómenos. Dicho de un modo grosero, el conductismo jibariza la lengua reduciéndola al producto de un estímulo y de una respuesta mecánicos, sin reparar en los procesos volitivos, afectivos y cognitivos que implica nombrar, describir y ordenar la realidad.

En la práctica, no somos más buenos, ni mejores, ni más guapos por hablar una lengua determinada. Ni más inteligentes. Tampoco peores. Al ser la lengua un producto humano, habrá que atenerse a sus consecuencias, pues el hombre por naturaleza es depredador. Lo que nos impulsa a ser de una manera equilibrada, justa y prudente no tiene que ver con el modelo de construcciones gramaticales de la lengua que hablamos, ni tampoco con su conjugación verbal, como pensaron Benjamin Lee Whorf y Sapir.

SAPIR

Quizás, existan personas que consideran que no se puede sostener lo que digo. Dirán que de la experiencia particular de hablar una lengua específica no se puede deducir el conocimiento de lo que otras lenguas hacen al individuo que las habla. Tengo, sin embargo, la grata sensación de que basta con hablar una sola lengua para percatarse de lo ilusorio que es cifrar en ella los rasgos definitorios de una identidad particular. No comparto, en consecuencia, aquella idea conductista del pasado, que sostenía que hablar euskera libraba al país de caer en la idolatría, en el laicismo, en el ateísmo y en la blasfemia. Y, por supuesto, en el españolismo. Al parecer, el conde de Lerín debía hablar un euskera muy raro para echarse en brazos de los invasores castellanos. En cambio, el euskera de la familia Jaso del castillo de Javier era anticastellano per se.

Mentalismo. Teoría que considera que la lengua crea la realidad. Por eso, se dirá que tenemos la realidad que merece nuestra lengua. Se trata de una afirmación acorde con la lengua, toda vez que esta hace a los sujetos de un modo o de otro. La realidad, si no se nombra, no existe. Al nombrarla con una lengua determinada, la realidad cobra caracteres que solo esa lengua es capaz de crear y de entender. Al euskara le correspondería un realidad acorde con su estructura lingüística, lo mismo que al castellano la suya. Un disparate de este tamaño lo patentaba la crítica literaria hace unos años, donde sus más reputados críticos defendían que solo la literatura era capaz de dotar de existencia la realidad. Un idealismo insostenible.

UNAMUNOCuando uno lee que “no es lo mismo nombrar la realidad en inglés que en una lengua minoritaria”, no puede sino recobrar aquella tontería mentalista que soltó Unamuno a principios del XX en los juegos florales de Bilbao respecto al euskera. Lo triste del asunto es que todavía existen mentes pluricelulares que aceptan la superioridad de una lengua sobre otra para explicar la física cuántica. ¿Cómo va a comparar usted una lengua que ha dado al mundo la Divina Comedia, Hamlet, Don Quijote La Biblia, el Corán, el Libro de los Muertos y el código de Hamurabi? No hay color mentalista.

Fanatismo. También podríamos denominarlo fundamentalismo, pues eleva la lengua al mismo rango y categoría que tiene la religión en ciertos movimientos radicales y fanáticos. El fundamentalismo lingüístico otorga a la lengua la categoría de esencia cuando no lo es. Cuando se convierte en esencia, el fanatismo no anda lejos.

La palabra fanático procede de fanum, en latín templo o lugar destinado para hacer oráculos. El término fanaticus se refirió primero al portero o vigilante nocturno que cuidaba del edificio. Con el tiempo, su significado se extendió refiriéndose exclusivamente al adepto, al seguidor de un santuario particular, algo que, dado el sincretismo de los romanos, no sentó nada bien en aquella sociedad politeísta. Los etimologistas advierten de la existencia de un verbo, fanari, con el significado de estar poseído por un fervor religioso divino, dando así un nuevo sentido a fanaticus, que es el moderno: “sujeto lleno de furor religioso” y que por extensión deriva en furor político, lingüístico y gastronómico. Se trataría del mismo furor teológico-lingüístico que acompañó a los colonizadores españoles -algunos de ellos hablaban euskera-, y que exterminaron lenguas autóctonas. Como diría un discípulo de Nebrija, “les hicieron un favor. A fin de cuentas, ¿qué mejor lengua que la española para hablar con Dios?”.

Situar en la lengua el fundamento de nuestra singularidad personal es peligroso para la convivencia, caso de que no contemos con otros resortes psicológicos y sociales que mitiguen esa influencia fanática en el comportamiento. La lengua que hablamos no posee propiedades vitamínicas éticas o estéticas. Tampoco políticas o sociales. Somos lo que decidamos ser, podamos y nos dejen. En clave individual o colectiva. Pero la lengua no concita de forma uniforme los intereses diferenciados de las personas. Existen otras valencias que nos llevan a potenciar o a alejar nuestra relación con los otros y convertir esta en plataforma colectiva, no de identidad, pero sí de defensa de unos intereses apetecibles que el Estado, sea democrático o totalitario, se encargará de anular, levantando barricadas contra el desarrollo autónomo y libre de los individuos para ser lo que les pida el cuerpo y el corazón.

La lengua que hablamos es inocente y neutra. No lo somos quienes la hablamos; tampoco, lo es el contexto social y político en que la usamos. Sin olvidar que los procesos de aprendizaje lingüístico no deparan idénticas experiencias psicológicas, afectivas y cognitivas. De hecho, existen personas que sienten el euskera como esencia o fundamento de su identidad individual y, también, colectiva.

Otras, por el contrario, sostienen que dicho aprendizaje lingüístico -lleno de impregnaciones cognitivas y afectivas diferenciadas-, los ha dejado indiferentes con relación a esa identidad, que es lo que nos ocurre a quienes, aun hablando y escribiendo solo castellano, no sentimos ningún entusiasmo por esa abstracción llamada España.


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IDENTIDAD LINGÜÍSTICA (1)

IDENTIDAD LINGUISTICA


 
Todavía se sigue diciendo que “somos la lengua que hablamos” y que  “el día que la perdamos dejaremos de ser”. También se afirma que “somos lo que leemos” y “lo que comemos”. Y así podríamos concitar frases más o menos ocurrentes con la pretensión de solucionar la metafísica del big bang, es decir, del ser y sus circunstancias.

 Siendo la lengua un evento que tiene mucho de darwinista, un proceso y producto tan azaroso como accidental, parece extraño que se la considere como nota imprescindible de la identidad individual y colectiva. Al otorgarle esta importancia, nos colocamos a la misma altura que esos dictadores que para aniquilar a un pueblo les prohibían hablar su lengua autóctona. Nadie como los dictadores han dado tanta importancia a la lengua de los demás para destruirla. Pensaban que mataban un pueblo destruyendo su lengua. Olvidaban que el pueblo es mucho más que la lengua que habla.

Las palabras, además de significantes, tienen memoria, un ingrediente fundamental, aunque quebradizo, en la configuración de la identidad del yo. La lengua, más que instrumento de comunicación, es dispositivo organizador de lo que vivimos. Con la lengua estructuramos la realidad, pero no la creamos. Y no existen lenguas que organicen y estructuren la realidad mejor que otras. Todas son imperfectas en este cometido. Porque la lengua nunca refleja exactamente el pensamiento; tampoco, el sentimiento. Y la memoria, no solo es manipulable, también, selectiva.

Cada individuo dispone de un relé lingüístico que moviliza de modo diferente. De ahí que los resultados de tal proceso sean distintos, a pesar de utilizar los mismos significantes. La lengua no unifica conductas; tampoco, pensamientos. Al contrario, los diversifica y diferencia, porque cada persona hace funcionar la lengua según su inteligencia y por sus intereses, que rara vez son fonéticos y sintácticos. Esa es una de sus cualidades. Que cada persona es única licuando lo que vive mediante la lengua. Oiremos a alguien hablar de su soledad y pensaremos que lo entendemos. Pero nada más lejos de la verdad. Nadie entiende por soledad lo mismo, porque no la vive de igual modo.

Hay quienes piensan que la lengua es el quid que hace posible amar diferente lo que se denomina patria. Dicen que la lengua que hablas nos hace querer de un modo específico lo que nos rodea. Desde esta perspectiva analítica, concluyen que la lengua determina el pensamiento  y el sentimiento de las personas, tanto individual como colectivamente. Una coloración que afectaría al humus psicológico del individuo. Lo que seas se lo debes tanto a la configuración gramatical de la lengua como al modo que de ponerla en funcionamiento mental cuando piensas, sientes y ordenas lo que vives.

¿Qué decir?

Primero. Hay en esta descripción un tufo determinista, cuando no fatalista. Nadie está predeterminado para ser un tarugo mental, un imperialista de cuidado, un filósofo hegeliano o un diplomático de carrera, hable la lengua que sea. Ninguna lengua lleva inserto en su ADN gramatical un compuesto vitamínico de la identidad.

Segundo. Cuando se habla de las relaciones entre lenguaje  y pensamiento, se soslaya el concepto de cultura. La cultura es ese líquido amniótico en el que tanto el lenguaje como el pensamiento, y sus relaciones interactivas, se bañan y adquieren su sentido primero y último. Sin esa cultura, el lenguaje y el pensamiento establecerán las relaciones que quieran, pero su sentido lo sancionará la urdimbre cultural en el que uno vive.

Hay quienes sostienen que al hablar castellano adquirimos la “identidad” española, no solo en términos administrativos y burocráticos, sino en un nivel más profundo y raigal. Y ello porque la lengua sigue juzgándose como clave definitiva en la adquisición de la identidad. La lengua de cada país o de cada Nación sin Estado posibilita una identidad específica y una forma de ser. La lengua, mucho más que cualquier condumio espiritual o gastronómico, es un factor determinante en la configuración del yo.

Y, ¿qué sucede cuando en un territorio se hablan dos lenguas diferentes? Según lo dicho, tal situación generará dos tipos de sujetos, toda vez que la realidad se centrifuga mediante un artefacto gramatical distinto.

Premisa que significaría que los conflictos que viven las personas en una situación diglósica se derivan del hecho de hablar distinta lengua, pues tales sujetos decodifican la realidad de un modo, ya no distinto, sino enfrentado.

STEINER

Una majadería deductiva que en su día defendió el ensayista Steiner, haciéndole decir que “sin duda” el terrorismo tenía un componente lingüístico. Tratándose de una lengua pleistocénica, por tanto, bárbara y cruel, su aprendizaje llevaba inserto el cultivo de la larva de la identidad del futuro terrorista. Una tesis perversa que ya venía siendo ordeñada por la derecha aunque no fuera lingüista, y que le llevaría a exigir la supresión de las ikastolas, consideradas como viveros del terrorismo. Inaudito planteamiento, porque por esa regla de tres, se podría deducir que aprender latín te convertiría, no en un futuro Calígula, sino en obispo.

 El mexicano habla mi lengua, pero no es español.  Y yo tampoco soy mexicano. Hablar idéntica lengua no otorga el mismo carnet de identidad. ¿Por qué? El mexicano utiliza los mismos significantes que yo, pero el sentido que da a las palabras están ligadas a una cultura particular, mamada desde el útero materno y en un contexto físico, histórico, social y afectivo distinto.

No somos distintos, porque hablemos una lengua diferente. La lengua no nos hace ni más guapos, ni mejores. Es la relación dialéctica con los otros la que afina y define quiénes queramos ser y con quiénes IDENTIDAD 2queremos estar en este mundo, hablemos polaco, árabe o ruso. La lengua tiene poco que ver con que uno sea un imbécil o de un determinado color político. Hablar una lengua no nos impide convertirnos en crápulas. Felizmente, la lengua no tiene ese poder de transformación. Que las lenguas que hablamos y escribimos se hayan convertido en motivos de fricción, de conflicto, de persecución y de marginación, se debe de forma indiscutible al totalitarismo político que las ha utilizado como obsceno proxeneta, pero, también, al fundamentalismo lingüístico con el que la reflexión mentalista aborda su influencia en la identidad individual y colectiva de una sociedad.

Somos lo que somos independientemente de la lengua que hablamos. O, si se prefiere, a pesar de ella. El crimen y la santidad no tiene color lingüístico, sino ético. Y ser bueno o malo como persona no depende de hablar una lengua determinada, pero sí, tal vez, con el decoro de respetarla y mantenerla viva contra todo tipo de dictaduras lingüísticas.




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De tópicos electoralistas   

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Suele decirse que los tópicos son incompatibles con la inteligencia. Y que echar mano de ellos es signo de gandulería y pereza cognitiva. Tanto que, cuanta menos formación tenga un político, mayor será su capacidad para refugiarse en el calcetín sudado de los tópicos. De ahí que huelan tan mal. Si esta premisa fuera concluyente, podríamos sugerir que la clase política, sea casta, virgen o promiscua, vive en permanente siesta lingüística. La utilización que hacen de tópicos y lugares comunes parece consustancial a su cargo. Así que, antes de acceder a él, deberían recibir un tratamiento específico contra el uso de esta plaga. Los tópicos son genéricos; de ahí su ineficacia.

¿Y qué decir de la nueva hornada de políticos? ¿Ha modificado su verborrea respecto a sus mayores o sigue naufragando en el Escila deltópico y el Caribdis de la frase hecha?

Vayamos por partidos,

Los del PP siguen obsesionados con el término comunista como lo estuviera Franco. No hay político del PP que no lo utilice para amenazar a la sociedad con una apocalipsis. Estaría bien que alguno de sus dirigentes se saliese del armario de su comité central y avisara que el comunismo es una alternativa política tan válida como otra cualquiera. Si no fuese así, a sus dirigentes, tanto del PC como de IU, habría que meterlos en la cárcel. A no ser que los populares confundan el Parlamento con una prisión y estén a la espera de cargárselo una vez más cuando sean mayoría absoluta.

  Cuanto menos civilizada es la derecha, más inclinada está a tirar de tópicos anticonstitucionales, esencialmente franquistas, y que ya no asustan ni a las monjas de clausura. Si fueran realmente demócratas, inventarían otras amenazas lexicales, dejando atrás términos tan rancios como leninista y comunista. Porque la dictadura franquista ya pasó, ¿no? Al utilizarlos ponen en evidencia lo poco que han evolucionado en términos de pensamiento político.

A la izquierda le va, obviamente, otra marcha terminológica. Pero conviene no hacerse ilusiones. Al buscar el mismo fin de ningunear al que tienen como oponente electoral aunque este sea de izquierda, caen, también, en la misma desfachatez lingüística. Y ya se sabe que, cuando no hay talento, hay talante. Y así pasa.

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Hace unos días, Patxi López mandaba a Pablo Iglesias al inframundo. Lo acusaba de estar poseído por “la ambición de querer el poder, sea como sea”. Alucinante. ¿Acaso ha olvidado López jauna que eso fue lo que él perpetró, no una, sino dos veces consecutivas? Una para ser lehendakari y otra para sentarse en el sillón principal del Parlamento. A ver si nos aclaramos. Un político, si algo tiene que tener es ambición política y no, pongo por caso, ambición torera o filatélica. Máxime, cuando tiene el período electoral. Si un político no aspira a hacerse con el poder, ¿en qué debe empeñarse? ¿En pintar aguamarinas? Y hacerlo, ¿cómo? ¿Sea como sea?

  Sé que López iba para ingeniero, así que no tiene por qué saber la etimología de la palabra ambición y que, curiosamente, tiene mucho que ver con el modus operandi del sea-como-sea. Ambición está formada por el prefijo amb y el verbo ire. Significa eso que señala Patxi López sin saberlo: “ir de un lado para otro, hacia la derecha o hacia a la izquierda, arriba o abajo, merodear por aquí, asomarse por allá, acechar por un lado y por otro”. ¿Para qué? ¡Para qué va a ser! Para conseguir la presidencia del Gobierno o la del Parlamento. O las dos cosas a la vez si hay mucha ambición de por medio.

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Si la ambición política personal no molesta, ¿por qué ha de crearte  dolores de tripas la del vecino?  Sea como sea, si la capacidad de distinguir un ambicioso de un tonto es virtud y Patxi López la posee en grado superlativo,  sería del género bobo, de comedia bufa, no explotarla en beneficio del partido. Siempre y cuando se considere que los ambiciosos del PSOE padecen de la misma ambición de Pablo Iglesias. ¿O quiere darnos a entender que la ambición política de Susana Díaz o de Fernández Vara es de distinta naturaleza a la que padece Iglesias? Ya nos explicará Patxi López cómo lo sabe.

No lo sabe. Lo que sí percibimos es la obsesión terminal en que han caído los socialistas con el dirigente de Podemos. Se pasan las horas haciendo  vudú con su coleta. Va a ser su perdición. Máxime si quienes se encargan de manejar las agujas del “pinchamiento” son gente tan torpe como López o Antonio Hernando, el portavoz de los socialistas en el Congreso.

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Si acusar a Iglesias de ambicioso fue una torpeza mayúscula, mucho peor sería incriminarlo por haber manifestado que Podemos había decidido ser un partido socialdemócrata con todas las consecuencias, (lo que ya son ganas conceptuales de complicar más la confusa orientación política de la llamada izquierda).

Hernando como Sánchez pusieron el grito en el cielo enladrillado de la dialéctica. El primero en los medios; el segundo en el debate ya pasado o diferido. Y no me explico por qué tanta escandalera. Todo por una palabra que nadie entiende lo que quiere decir. Si viviera Cinoc, aquel personaje de la novela de Perec, La vida instrucciones de uso, la enterraría y cantaría los gorigori del rigor mortis.  ¿Por qué molesta a Hernando y a Sánchez que Iglesias desee para su partido como seña de identidad la palabra socialdemocracia? Según los socialistas, porque el podemita, al hacerlo, humillaba a quienes lucharon por su nombre. Pero, más bien, se trata de lo contrario. Podría entenderse como un homenaje a aquellos luchadores que sí sabían lo que significaba socialdemocracia. Además, ¿quién les ha dicho a los dirigentes socialistas que son dueños de las palabras del común?

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¿A qué tiene miedo el PSOE? Probablemente, a que esos ambiciosos de Podemos recobren para la palabra socialdemocracia el vigor semántico y político que la mala praxis de su partido hizo añicos. Pero tampoco seamos ingenuos. La socialdemocracia es un término que hasta Lagarde, jefa del FMI, lo pronuncia muy bien en francés, en alemán y en inglés. No le molesta lo más mínimo. Tampoco, al IBEX 35. ¿Y al capitalismo europeo e internacional? En modo alguno. Tanto que el Estado del Bienestar, signo elocuente de la socialdemocracia de la que habla el PSOE, se dice que es obra del buen funcionamiento del sistema capitalista. Más aún. La propia democracia es fruto de él. Al fin y al cabo, si el capitalismo actual no se sintiera a gusto con esta democracia, ¿la dejaría seguir funcionando?

La conclusión de esta premisa es desoladora. La intuía, no Heráclito, sino su primo Parménides: “Métanse cuantas veces quieran en el río; saldrán siempre mojados”. Que traducido significa: es muy probable que en estas elecciones los podemitas se coman crudos a los socialistas. Entre otras causas, por haber destrozado un caudal de palabras que despertaban en el imaginario social utopías ilusionantes, y que hoy no son más que contaminación acústica, frases hechas, tópicos y lugares comunes. ¿Como socialdemocracia? Seguro.

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La religión como valor turístico universal

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Hasta la fecha, los defensores de la presencia de la enseñanza de la religión, sea en escuelas, institutos y universidades lo hacían los jerarcas eclesiásticos basándose en una axiología tan deleitosa como variopinta.

Tratándose de un término tan interdisciplinar como la religión que, desde tiempos del paleolítico inferior, ha atormentado la argamasa interior del hombre, era lógico considerar que su aprendizaje y su praxis conllevaran cotas sublimes de realización, no solo humana, sino de ese id divino que lleva incrustado el individuo en las costillas de su osamenta. Los obispos de este país se han hartado de decir que la religión da un plus vitamínico al ser en cualquiera de las  apariencias con que se enjuicie su desarrollo: antropológico, ético, moral, democrático, social, político, metafísico, etc. El ser humano sin este cultivo transcendente de su composición molecular está incompleto. No puede ser feliz. Al hombre solo le redime de su barbarie y de su supuesta angustia existencial, que lleva en el ADN, el consumo bien administrado del opiáceo de la religión. Y lo dicen autoridades episcopales que pertenecen a una institución que han hecho históricamente de la guerra un instrumento fundamental para su asentamiento terrenal y materialista. Lo que tiene una retranca cínica sobresaliente cum laude.

 Pero  los tiempos cambian y  los antiguos y beneméritos conceptos van dejando paso a los nuevos. Y así, los defensores de la religión están de enhorabuena, porque, además de basarse en esa purrusalda axiológica maravillosa para defender la presencia de la religión en todas y cada una de las esferas públicas y privadas de la sociedad, ahora pueden echar mano de dos argumentos que casan bien con estos tiempos: la economía y el sistema laboral. Y ello por mor de la religión tomada como valor turístico. iglesia-estupidez6

 El hecho es digno de reseñarse. Las posesiones de la Iglesia producen tanto dinero, tantos intereses,  que ya solo por este detalle sería necesario mantenerla, mimarla y darle lo que pida. Es tal el volumen económico, que produce a lo largo de un año turístico, que no existe empresa del mundo comparable. Es chocante que sea una institución que, abominando del préstamos, de la usura y del capitalismo desde santo Tomás de Aquino pasando por la piedra de las encíclicas de León XIII, sea la que más divisas genere mediante el negocio del turismo religioso. Porque se trata de un negocio de los que dan dinero, mucho dinero. Eso sí, no parece que sea el suficiente para que la Iglesia se plante ante el Estado y le diga: “Basta ya de tratarme como una inválida. Ya sé valerme por mí misma, así que métete tus ayudas y subvenciones por donde diga el ministro de Hacienda correspondiente, que con mis ingresos me basto y me sobro”.

No solamente este patrimonio material –porque de inmaterial nada, no seamos ciegos-, ayuda a la Iglesia a mantenerse viva como una de las Sociedades más ricas del mundo, una sociedad lucrativa sin ánimo de lucro (sic), sino que, mucho más importante, gracias a este turismo religioso crea y mantiene una red de puestos de trabajo que ni la General Motors o el Corte Inglés en sus mejores tiempos.

Si la religión hasta la fecha ayudaba a enjugar las lágrimas del sujeto existencial por este valle de mierda y de perdición que es el mundo del FMI y del IBEX 35, ahora, también, alivia sus bolsillos. Al menos los de una porción de trabajadores que ayudan a que esas posesiones materiales religiosas mantengan su brillo y produzcan esa beatífica admiración en quienes las contemplan.

El turismo que genera la religión está por encima de cualquier empresa que se precie a la hora de generar empleo y sueldo. Que se sepa, aún no se han hecho auditorías externas al respecto, pero, tratándose de la Iglesia, ninguna sombra de sospecha debería recaer en sus compromisos con Hacienda y con la Seguridad Social. Si está a bien con Dios, ¿cómo no lo estará con Montoro? Y quienes critican su desmedido afán por inmatricular a destajo ermitas y edificios solariegos, lo hacen por ignorancia. Gracias a estas inmatriculaciones, ella, madre y maestra, genera puestos de trabajo gracias  a este turismo beatífico y celestial que crea alrededor de aquellas. Sería sectario e intransigente oponerse a esta dimensión nueva que recobra la religión y que tanto bienestar material produce en quienes viven de este cuento gótico maravilloso. Y no seré yo quien distraiga la atención del turista sugiriéndole que visite otras instancias menos metafísicas en sus viajes de ocio. Para nada. Cada persona es muy libre de llenarse los orificios estéticos y metafísicos de su cuerpo como le plazca, sea con obeliscos, con agujas o vidrieras de vetustas catedrales.

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Lo que no cuadra es que mentes tan espiritosas defiendan con tanto afán la presencia de la religión en la sociedad actual basándose en un argumento de naturaleza económico-laboral. Decir que este turismo de la religión ha creado montones de puestos de trabajo y que la seguridad social, gracias a ellos, ha aumentado considerablemente el número de afiliados suena un tanto materialista en alguien que valora más la funda de su cuerpo que la piel de este.


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Sorprende que el fundamento de la religión se base en una argumentación economicista, tratándose de una empresa intrínsecamente espiritual. Porque, por esa regla de tres o de Ruffini,  no se entiende bien por qué no se recupera la santa Inquisición con los puestos de trabajo que proporcionaba.  De ella, comían muchas familias. Hagamos cuenta. Se llevaban buenos estipendios el Inquisidor General, el inquisidor jurista, el inquisidor teólogo. A continuación, comían de ella el fiscal, el receptor, el calificador, el alguacil, el notario de secuestros, el escribano general, comisarios, alcaldes, nuncios, porteros y chivatos. Y, ya no digamos, el sector gremial de carpinteros, hojalateros, alcuceros, hacheros, fundidores, fijadores, herreros, forjadores… Sin olvidarnos del lado creativo de esta criminal institución que espoleaba el ingenio de  los fabricantes y diseñadores de instrumentos de tortura.

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Sin olvidarnos del lado creativo de esta criminal institución que espoleaba el ingenio de  los fabricantes y diseñadores de instrumentos de tortura.

Quizás, esto sea consecuencia de los nuevos tiempos que estamos viviendo. Lo que no impide que sostengamos que este turismo religioso, además de crear interesados puestos de trabajo y avivar la fe de tanta buena gente, lo que consigue es consolidar el poder absoluto de una institución intrínsecamente jerárquica y antidemocrática, incapaz de aceptar las reglas del juego de la sociedad y siempre inclinada a rechazar unos principios autónomos con que esta se ha dotado para convivir con plenas garantías constitucionales. En definitiva, principios éticos del Derecho Civil, y no derivados de la interesada interpretación de los designios sobrenaturales de Dios y de su variopinta familia numerosa.

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El paraíso fiscal del Ministro de Justicia


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Sorprendente la declaración del ministro de Justicia en funciones acerca de los paraísos fiscales de Panamá. Aseguraba el ministro Catalá que tales paraísos fiscales no eran ni paraísos, ni fiscales. Porque, según su opinión, en Panamá no puede haberlos “ya que en esta parte del mundo tienen una cultura fiscal distinta a la de los españoles”.

Así cualquiera. ¡Ah, la cultura fiscal! La verdad es que uno no llega a imaginarse en qué, coño, estará pensando este ministro cuando habla de la cultura que tienen los panameños y los españoles de lo fiscal. Me da que, tanto allí como acá, dicha cultura empieza y termina en cómo escaquearse de pagar los impuestos que nos corresponde apoquinar al fisco en función de los ingresos obtenidos. Y que, tanto en Panamá como en Bermeo, a quienes realizan tales prácticas ilegales reciben un punterazo donde más les duele. Y que en ambas latitudes quienes se mueven en estas ilegalidades hacen todos los posibles para que las autoridades correspondientes no los pillen in fraganti. ¿O, acaso, quiere decirnos el ministro que allá en Panamá defraudar a Hacienda no es delito por aquello de que tienen una cultura fiscal diferente?

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El hecho de que Panamá fuera excluida de la lista negra de paraísos fiscales elaborada por el el GAFI –por poco sale Gafe-, es decir, Grupo de Acción Financiera contra el Lavado de Dinero, no significa que en ese país no existan organizaciones legales que legitimen capitales y patrimonios de un modo tramposo y criminal. Y que al hacerlo se estén forrando de un modo fraudulento, tanto o más como quienes depositan en sus despachos un patrimonio no declarado en su país de origen.

Supongamos por un momento que el ministro tiene razón y que esa cultura fiscal diferenciada existe entre Panamá y España, y que la mayoría de los mortales la ignorábamos por más que tener o no tener cultura alguna, ni fiscal, ni idiota. He conocido en mi vida a algunos panameños y jamás los he visto que aplaudan el fraude y la evasión fiscal como cualidades del inversor inteligente y pragmático. Más bien, todo lo contrario. Aquí, que se sepa, la mayoría de los ciudadanos ven con muy mala baba que los ricos engañen a Hacienda y no puedan hacerlo, también, los pobres o menos pudientes. Lo mismo que en Panamá. Es una de las cualidades que falta desarrollar al sistema democrático en donde vivimos. Cuando se consiga, entonces seremos iguales ante Hacienda y la ley nos juzgará como a los grandes corruptos que a los cuatro días de meterlos en la cárcel les dan el tercer grado.

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En algún caso, si el juicio del ministro fuese cierto, no se entendería el apresuramiento del ministro Soria, de Blesa, de los hermanos Almodóvar, Messi, la Borbón, Jackie Chan, Putin, Macri,  Platini, Cameron y su padre, y de los que irán emergiendo en los papeles panameños, en desmentir la información que afirmaba su connivencia con dichos paraísos fiscales. ¿A qué viene tanta prisa en negar un hecho si no connota ningún delito? Dada la caracterización cultural del paraíso fiscal de Panamá hecha por Catalá, lo lógico hubiera sido que tanto Soria como el resto de esta cofradía dieran un paso al frente y dijeran con total desparpajo y parsimonia: “Sí, es verdad, tengo cuentas offshore en Panamá por valor de no sé cuantos millones de euros, ¿pasa algo?”. Pero no. Todos y cada uno de los que se han ido nombrando en esa lista han reaccionado del mismo modo que quien es cogido in fraganti cometiendo una fechoría: “No es lo que parece”.

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Lo que sí parece evidente es el relativismo económico y fiscal del ministro en funciones. Lo que no se explica es por qué este tipo de relativismo fiscal que sirve tan bien para eximir de toda culpa a su compañero de gabinete, no lo aplica a otras parcelas de la realidad.

Si una cultura fiscal distinta justifica una ilegalidad económica, también, se podría argumentar que quienes practican la ablación del clítoris lo hacen porque tienen una cultura sexual distinta. Así que no sé por qué aquí en Occidente nos escandalizamos por ello y no lo consideramos como una consecuencia directa de una aberración cultural y antropológica. Es cuando menos sorprendente que un líder del PP, y además ministro de Justicia, pueda mantener un pensamiento basado en el relativismo cultural, cuando pertenece a un partido en el que solamente existen absolutos de toda índole. El ministro Montoro debería darle a este Catalá un tirón de orejas, además de una lección gratuita, libre de impuestos, acerca de lo que significa evadir capitales y escaquearse de pagar los impuestos que le corresponden a uno. Hacerle ver que cuando no se tributa a Hacienda en función de lo que uno gana y tiene, no vale cultura fiscal alguna como eximente, sea esta una cultura panameña o congoleña. soriaycatalá

Una declaración como la de Catalá debería analizarla algún juez para ver si en dichos significantes no se está incitando al ciudadano a llevarse sus dineros a Panamá o a las islas Cocodrilo. Si en otras parcelas de la vida política y social existen jueces que se dedican a escanear una frase con la minuciosidad de un tomólogo, para ver si en ella se ha colado cualquier incitación al odio, al desprecio de los discapacitados y de las víctimas del propio campo dialéctico; en fin, obsesionados por descubrir en esta o aquella performance un delito por falta de respeto al sentimiento religioso de los de siempre, ¿por qué la frase de Catalá, que es una clara incitación a pasar de pagar impuestos amparándose en el peregrino argumento de que todo es cuestión de una cultura fiscal relativa, no es motivo de enjuiciamiento criminal? ¿Por qué el poder judicial se inhibe de tomar medidas cautelares contra este tipo de declaraciones? ¿Porque las dice un ministro, y, además, de Justicia? Nadie, aunque sea ministro, está libre de decir melonadas.

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La impunidad verbal que gozan ciertos prebostes políticos no va pareja con la de la ciudadanía. A esta, sobre todo si está caracterizada políticamente en las antípodas del poder, se la repasa de arriba abajo. Se analizan hasta sus estornudos.

Panamá es un paraíso fiscal como la copa de un pino, a pesar de lo que diga el Gafe de turno o el Gafi de rigor. Y, probablemente, uno de los países más democráticos del mundo. Pero no porque su régimen político sea una delicia, sino por otra razón menos sublime. Quién nos iba a decir a nosotros que Panamá fuera a dar cobijo a tanto cabrón y sinvergüenza y que, además, fueran personajes de todo pelaje y camisón, monárquicos, liberales, socialistas, de izquierdas y de derechas, del centro y del exterior, banqueros, artistas, futbolistas, cineastas… Nunca hubiéramos pensado que el delito fuese capaz de establecer tantos lazos de unión y de afinidad. Sabíamos que las derechas han sido mucho más corruptas que las izquierdas, pero parece que vamos a tener que dejar el tópico en la estacada. El esfuerzo de emulación, que están llevando a cabo las izquierdas por parecerse cada vez a las derechas en el cultivo de sus más depravados vicios, ha sido ingente en estos últimos años.

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Balzac decía que detrás de cada fortuna hay un delito.  ¿Y una cultura fiscal diferente? No. Se trataría de la misma cultura fiscal de toda la vida que hunde sus raíces en la picaresca, en el hampa y en la mafia. Es decir, delito y crimen.

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