Diccionario de escritura

diccionario

16,40 € ISBN: 978-84-7681-449-9 Pedagogía nº 6 Idioma Español Año 2005 150 páginas

Reflexiones y técnicas

En estos tiempos en que vivimos, se podría deducir que el gran déficit del sistema educativo es la lectura. Pues no hay departamento de educación de cualquier comunidad autónoma que no esté preparando su particular plan de lectura. Consideran, creo que ingenuamente, que, una vez puesto en práctica dicho plan, la mayoría de los problemas generales del aprendizaje, que asolan a los alumnos y llenan de vergüenza a los gobiernos, se solucionarán como por ensalmo.

Pues bien, aun considerando y juzgando en su justa medida la importancia capital que tiene el desarrollo de la competencia lectora de un niño o de un adulto en su formación intelectual y ciudadana, cabe apuntar como verdad indiscutible que el verdadero déficit del sistema educativo es, en realidad, la escritura. Y que se trata de un déficit no de hoy, ni de ayer, sino que bien puede calificarse de histórico. Se podrá decir más alto, pero no con más claridad: en las escuelas y en los institutos de este país no se ha escrito jamás. Por tanto, no es de extrañar que la mayoría del personal sea ágrafo, incluso gran parte del profesorado que imparte clases de lengua y de literatura.

El alumnado de hoy no es que escriba bien, regular o mal. Es muchísimo peor: no escribe. Se trata de una deficiencia educativa estructural que afecta, que viene afectando desde antiguo, a las escuelas, a los institutos y, también, a las universidades. El alumnado pasa su periplo curricular lingüístico sin escribir un sintagma, excepto en épocas de exámenes, cuya técnica escrita tampoco se enseña, sino que se aprende autónoma y autóctonamente a base de suspender.

Cuando hablo de escribir me estoy refiriendo a un acto consciente, bien planificado, y cuya escritura será el resultado de responder a un por qué, a un para qué y a un cómo, establecidos previa y analíticamente. Porque saber escribir de este modo reflexivo exige saber muchas cosas. No es un acto espontáneo, sino fruto de unos cuantos saberes que es necesario poner en práctica. Este saber escribir, que es un saber procedimental, por tanto que sabe hacer con las palabras narraciones, exposiciones y argumentaciones, es fundamental en el aprendizaje y en la formación lingüística y literaria. Si el alumnado no es consciente de por qué y para qué escribir, todo lo que haga en este sentido será papel mojado. Lo mismo cabe decir de todas esas propuestas de escritura que llevan el glorioso marbete de «tema libre», y que no tienen nada de tema, y menos de libre. La mejor manera de que los alumnos no escriban bien es dejarles que escriban a su aire, como quieran y lo que quieran. Todo lo que se hace sin una intención determinada es una pérdida de tiempo y, desde luego, no forma al individuo, a no ser que cultivar el aburrimiento en edades tan tempranas sea considerada una obra de enseñanza la mar de caritativa y de suma utilidad para su futuro de adulto.

Sin embargo, todo texto, por muy breve que sea, ha de estar previamente planificado y desarrollado de acuerdo con unas premisas de rigor, derivado de la coherencia, de la cohesión, de la adecuación y de la corrección, que exige la dignidad de cualquier texto. En principio, no se trataría de escribir literariamente, sino de escribir bien.

Todo ello significa que escribir se puede enseñar y aprender. Por cierto, una tarea mucho más fácil de llevar adelante que, pongo por caso, hacer buenos lectores. Pues leer sigue siendo una actividad muy compleja. Mucho más compleja que escribir. Y si es leer bien, entonces la complejidad es sobresaliente con exponencial al cubo. El profesorado sigue considerando que enseñar a leer es más fácil que enseñar a escribir, y este prejuicio constituye una de las causas por la que la formación lingüística y literaria del alumnado siga siendo tan nefasta, como aseguraba Pisa, y seguirá proclamándolo en el próximo lustro.

En este contexto, el Diccionario de Escritura. Reflexiones y técnicas, pretende ser, además de una llamada de atención sobre el descuido institucional acerca de las prácticas de escritura, un instrumento amable, una ayuda auxiliar coyuntural, tanto desde el punto de vista de la reflexión como del uso de técnicas útiles y variadas. Y lo es para todos aquellos, padres y profesores, que consideren que enseñar a escribir, como actividad consciente y procedimental, es posible.

En concreto, tanto el profesorado como el aprendiz de escritor encontrará en este Diccionario, no la solución a sus problemas de escritura que eso sería muy arrogante decir, pero sí sugerencias, ideas, reflexiones de cómo afrontarlos.

Además de ello, podrá encontrar, no sólo la descripción de algunos de los mecanismos tradicionales de creación literaria más famosos –lipogramas, metagramas, anagramas, univocalismos, vesres, técnica de la inversión, logogramas, juegos de homosintaxismos-, sino mucha reflexión literaria, entre irónica, divertida y nada dogmática, debida a algunos escritores, como Benn, Kiss, Hesse, Bioy Casares, Monterroso, Genette y un largo etcétera que me ahorro de mentar.

Lo dicho: nada como la escritura para solucionar los problemas de la educación, formación literaria y lingüística del alumnado. Más aún: el mejor sistema para resolver los problemas de lectura sigue siendo la escritura.

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Las cosas de la cultura (por Víctor Moreno)

Ignoro con qué periodicidad se repite la pregunta: ¿somos los navarros cultos o no? Quienes se hacen esta pregunta seguro que consideran que es la pregunta más importante que se puede hacer en estos tiempos. Pero ¿lo es? ¡Qué, diantres, lo va a ser! A la gente le importa un higo de sicomoro saber si son cultos o más listos que el maestro Ciruela que, siendo analfabeto, puso escuela. La verdad es que hay preguntas que son irrelevantes. Totalmente. Y lo son porque no nos impiden vivir y respirar. Una de ellas es inquirir si una comunidad es culta o no lo es.
Nadie vive acuciado por semejante ecuación de primer o de segundo grado. La pregunta solamente interesa a quienes se consideran cultos y, probablemente, lo sean, pero en un sentido muy normativo del término. Y porque sin dudarlo atribuyen a la cultura, la que ellos supuestamente tienen, como la causa primera y eficiente de su propia identidad.
Pero se olvida que la cultura tiene también una dimensión coercitiva y coactiva como lo pueda tener un artículo del código penal. Al fin y al cabo, el código penal también es fruto de la cultura de una sociedad. ¿O no?
La cultura no nos hace ni mejores ni peores personas. Quizás, nos haga más educados y más discretos. Ya se sabe: no gritar, no escupir, no tirar cadáveres de cigarro al suelo. En fin, cosas de andar educadamente por el mundo. La urbanidad que decía Erasmo. Pero la educación y la discreción son parte del carácter y del temperamento. Hay gente más culta que un logaritmo y se comporta de forma tan indiscreta como un gusano emergiendo en una ensalada.
Ya he sugerido que la cultura tiene un factor normativo y otro creativo. No es, pues, oro todo lo que reluce en el orégano del cultivo de la duramadre y de otras partes viscerales del ser humano. La cultura crea normas, principios, leyes que regulan nuestro comportamiento en una dirección que conviene por lo general a quienes ordenan y regulan la circulación de las personas por el sendero de la vida. Y la cultura creativa es, mayormente, la que hace el ser humano de forma individual. Al fin y al cabo, la mayoría, por no decir todas, las creaciones tienen origen en un sujeto que, no se sabe muy bien por qué moviliza a ciertos grupos o sociedades.
Que una sociedad sea libre y democrática no significa que sea culta y más creativa que Picasso en su época azul o marrón. Que una sociedad viva bajo una dictadura política no significa que no haya cultura en su seno. Para escribir buenas novelas no se necesita ningún régimen político. Para pintar un excelente cuadro no se necesita una democracia a prueba de un Pavía. Para emborronar una excelente partitura musical no hace falta ser socialista o abertzale. Lo que se necesitan son buenos escritores, buenos pintores y buenos músicos.
Para tener cultura no hace falta, tampoco, tener un Estado o unos Fueros, más o menos devaluados por el mal uso de quienes los han ordeñado desde siempre.
Vivir obsesionados por la aspiración secular a tener una cultura propia, colectiva quiero decir, es una falsa idea motriz. El proceso es el inverso. No se va de la totalidad a los individuos, sino de éstos a aquella. Es decir, convendría cuestionar la idea de que algo o alguien pertenecen a una cultura, para, a continuación preguntarse cómo los individuos, en un proceso de muchos rodeos, marcados por múltiples variables, va construyendo de manera constante la cultura, y, sobre todo, su cultura.
De lo que se trata de dilucidar es un concepto de cultura entendido como fenómeno individual inmerso en un proceso de socialización. Y no al revés.
Estamos sumergidos en un planteamiento de cultura de carácter totalitario y homogéneo, dimensión más o menos enfermiza que afecta tanto a las izquierdas como a las derechas. Ni las derechas ni las izquierdas tienen en propiedad exclusiva y excluyente el concepto y desarrollo de cultura. Y tan culto puede ser uno que vota a UPN como otro que vota a Batzarre. Tener cultura, aunque sea infinita, no te impide ser un nazi. Es más, quienes construyeron los campos de concentración eran consumados cultivadores de la poesía, de la música y de la pintura.
De lo que se trata es de reconocer que nos encontramos en un proceso constante, que, además, parte de los individuos y de sus diversas relaciones con todo tipo de realidades. Es cuestión de no juzgar a las personas en función de una supuesta pertenencia a una “unidad cultural”, a una “unidad lingüística” o a una “unidad política”. Sólo un análisis concreto de los posibles puntos comunes nos salvará de las generalizaciones y de las sinécdoques, que bien pueden adjetivarse de fascistas.
No se trata de hablar de “culturas de origen” o de “culturas receptoras”, sino de textos, sujetos, grupos concretos que muestran una serie de divergencias/convergencias y, siempre siempre, de casos particulares y, en ocasiones, comunes.
A mi me importa muy poco si Navarra o Pamplona son cultas como los ángeles custodios que vigilaban el tintero de Baudelaire. Porque no sé qué significa eso. No dispongo de ninguna vara de medir la cultura ni de Navarra ni de Pamplona, ni de Artica, que conste.
Cuando se dice que la cultura es producto de cada pueblo y, por tanto, lo que lo diferencia “claramente” de los demás, y de ahí que un pueblo se defina por su cultura, estamos ante una sinécdoque política. Porque ni siquiera a efectos especulativos cabe plantear seriamente la existencia de un grupo humano de cierto tamaño que presente características y voluntades tan delimitadas, comunes y uniformes. Ni aquí, ni en ningún lugar.

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Identidad colectiva (por Víctor Moreno)

Reconozco que el asunto de la identidad –sea individual o colectiva- es cuestión que no me quita el insomnio. Me resulta irrelevante. No le doy ninguna importancia en mi vida. Soy ampurdanés. ¿Y? Soy vizcaíno. ¿Y?
Son saberes irrelevantes. No te ahorran ningún problema existencial. Peor aún. Te los crean. Tener las cosas claras en torno a la identidad personal o colectiva no te da un plus de nada. Saber cuáles son las causas de un problema no te impide sufrirlos en carne propia.
Intentar definir qué cosa tan enorme sea la identidad personal, y ya no digamos la colectiva, es tarea en la que han sucumbido la mayoría de los tramoyistas intelectuales que lo han intentado. Hay quienes, clarividentes, sostienen que la identidad comienza a bosquejarse en la escuela. Bueno. Supongo que las historias personales de cada uno serán tan diversas como las del protagonista de La isla del tesoro, que empezó a saber quién era cuando conoció al capitán John Silver, que no era, precisamente, un dechado ético.
¿Cuál es mi identidad personal? Nunca la he tenido clara. A ningún nivel. De hecho, esa laguna cognitiva me ha dado muchas satisfacciones, porque en ningún momento me he visto obligado a casarme con nadie. Algunas veces, me ha parecido estupendo depender de otras personas y de otras opiniones –seguro que sería porque las encontraba mejores que las mías-, y, en otras, he adoptado por una autonomía e independencia a prueba de trajes gratis.
Ignoro cuál es el momento clave de mi vida en que descubrí quién era. La verdad es que todavía sigo considerando que dentro de mí mismo hay unos cuantos yoes que me hacen más que difícil, imposible, la unificación territorial de mi yo.
Lo que sí puedo asegurar es que eso de la identidad colectiva jamás he sabido lo que era. En la adolescencia, menos. En cuanto a la idea de pertenencia a una cultura y a una lengua, reconozco que, tampoco, me llevé ningún tipo de sobresalto intelectual por semejante descubrimiento, porque tampoco supe cuál era la cultura de mi pueblo. Jamás consideré que mi pueblo fuese culto, lo que no me impedía saber que algunas personas sí se me aparecían como cultas.
En cuanto a la lengua, no creo que en toda mi vida haya considerado que sea un elemento decisivo en la configuración identitaria de mi persona. Hablo y escribo en lengua española por casualidad. No tiene ningún mérito. Y tampoco se lo doy. Me parece otra de las irrelevancias que me ha tocado en la vida.
Considerar lo euskaldun como manera única e irrepetible de entender la vida es una estupidez. Lo mismo puede asegurar un español, un tibetano, un pacense o un murciano. De hecho eso es lo que decía el primer artículo del Catecismo de la Unión Patriótica de Primo de Rivera, escrito por Iradier, sobre lo de ser español. A mí, todas estas categorías, que tienen pretensiones universales y son, sin más, términos de corral, me dejan impertérrito. No me conmueven lo más mínimo.
También se dice que la aportación vasca a la humanidad es el euskara. A la humanidad le importa un camelo. La humanidad es una abstracción. No existe. Y le importa un carajo que el euskara como el tahamalú sean o no patrimonio o matrimonio de dicha señora. Hablar de la humanidad es como hablar de la constelación de Orión. La humanidad no se conmueve por nada. ¿Por qué? Porque no tiene carta de naturaleza existencial. Concitarla es puro idealismo. Si es patrimonio, lo será de la comunidad de quienes así lo consideran y lo tienen como tal. Así que dejemos a la humanidad en su cueva platónica correspondiente. Y ello sin descontar que lo mismo que un euskaldún podrán decir los españoles con su lengua. Y los franceses, los ingleses y los yupirotes.
Todas las definiciones de cualquier realidad que no sea matemática están sometidas al titubeo, a la grandilocuencia, cuando no a la estupidez. Así que no estaría de más atarse los machos de la sindéresis y comenzar a dominar los modalizadores adverbiales cuando pretendemos decir la frase más bonita del mundo. Tan bonita como carente de sentido.
También he leído alguna vez que “la persona individual no ha existido nunca”. La verdad es que uno no gana para amortizar ciertos sustos. Esta sí que no me la esperaba. Supongo que Hume y Locke si se han enterado de esta opinión, se habrán revuelto en sus propias tumbas. Y ya no digamos Nietzsche. Yo consideraba que lo único existente era la persona individual, concreta y en pelo cañón. Y que lo que realmente existían eran los derechos individuales. Y que los derechos colectivos siempre pertenecían a una partitura interpretada por algún recurrente flautista de Hamelín. Si no somos individuos, ¿qué somos entonces? ¿Mónadas colectivas? ¡Anda ya!
¿Existe la identidad colectiva?
Existe para quien así la vive y así la siente. Pero existir, existir, pues, se trata de una entelequia bastante complicada de dilucidar.
Uno llega a entender sin muchos esguinces mentales que una nación no puede existir sin conciencia nacional. Pero me cuesta una tortícolis cerebral saber en qué consiste y en qué se concreta dicha conciencia. Y no nos hagamos muchas ilusiones con esto del concepto nación. Porque una tribu africana puede ser nación como lo pueda ser España o Euskadi. Porque, a fin y al cabo, conciencia nacional –o gremial, tribal, o paralelepípeda- es lo más fácil de adquirir si vives en un lugar determinado. La adquieres por ósmosis, y, a veces, la rechazas por higiene.
Pregunto: ¿Cuál es la sustancia clave de la identidad colectiva? Por muchas vueltas que le doy al asunto no se lo encuentro. Me cuesta hallarlo en un lugar físico y determinado. Así que Llego a la conclusión de que la identidad colectiva se nutre de lo que Hegel y los románticos denominaban el espíritu nacional, es decir, un petardo metafísico Es el famoso Volkgeist, un concepto no empírico. No verificable. En definitiva, una destilación espiritosa. Una esencia que necesita de la fe para creer en ella. Como ocurre con Dios.
A nadie se le escapa que para estar en posesión de una identidad, sea personal o colectiva, es necesario tener memoria histórica y, por tanto, un currículo educativo que te lo meta en el cuerpo desde niño. Poco importará si los hechos aducidos sean ciertos o abducidos por las conveniencias del momento actual. Ninguna identidad colectiva podría perdurar sin ser consciente de que su existencia actual prolonga su existencia pasada, y que cuanto más remotos son sus recuerdos tanto más consolidada está su identidad nacional. Somos vascos con pedigrí, con denominación de origen, como los vinos. ¡Qué ilusión! Todo ello sin descontar la parafernalia de símbolos, modos de expresión, edificios antiguos, templos y tumbas, que se guardan como palimpsestos de un pasado más o menos remoto. Nadie que crea en la identidad colectiva negará que forma parte de la misma e ininterrumpida comunidad étnica que sus antepasados, como mínimo desde el Pleistoceno o del Cámbrico. Berdin da.
En cuanto a la lengua, poco que añadir. Sólo que será todo lo importante que se quiera para establecer ciudadanos vascos de primera y ciudadanos vascos de segunda. Pero se olvida que una nación puede haber perdido su lengua sin perder su identidad. Un triste ejemplo de ello son los irlandeses.
La identidad colectiva, cuando funciona como tal, se caracteriza, también, por un deseo manifiesto de anticipación hacia el futuro. Los grupos, que viven con intensidad esta identidad, se inquietan por lo que pueda ocurrir, intentan afianzar su existencia y se protegen de las posibles adversidades. Por ejemplo, los vascos siguen una guerra contra los españoles que uno no sabe si esto parece ya la Guerra de los Treinta Años o las Guerras Púnicas. ¡Qué cansancio propio de dinosaurio! Los sujetos con identidad colectiva corriéndoles por sus hematíes suelen pensar en términos de intereses venideros. El problema es evidente: la nación no suele anticipar su muerte; el individuo, sí.
Por lo demás, quienes apelan a la identidad colectiva la transfieren a lo que podría denominarse el cuerpo de la nación: territorio, paisaje, artefactos físicos. Nada como estos elementos para hacerles vivir tan intensa como espiritualmente su ilusionada pertenencia al mismo grupo. La celebración de conmemoraciones bajo la efigie o la estatua, que recuerda un hecho histórico, les conmueve mucho más que cualquier otra realidad. Seguro que es en estos eventos cuando se les acrecienta en progresión geométrica la identidad colectiva.
Lo más peligroso de la identidad colectiva es que produce movimientos ideológicos como setas de cardo. Y todos, sin excepción, se presentan como poseedores de la verdad. No sólo. También se ven adornados por una vehemente apelación a la legitimidad de sus derechos, en este caso, colectivos. Existen individuos que no saben imaginar un mundo sin que ellos estén presentes. Consideran que sin ellos la vida carece de sentido. Por supuesto, niegan absolutamente la casualidad en todo lo que sucede. Así no extrañará que consideren que el mundo les debe incluso la existencia.
Nadie podrá negar que por la defensa de la propia legitimidad, un individuo llega fácilmente a la conclusión de que debe consolidarla ampliando su poder. Históricamente, ya hemos comprobado que las naciones protegen su identidad mostrándose hostiles hacia otras naciones, mediante la conquista y la dominación. En este sentido, el modelo que representa España en relación con Euskadi y Cataluña son paradigmas de un sadismo estructural.
Y es que en la tendencia a confirmar la propia identidad mediante la expansión, es inevitable anular al otro, en plan personal o colectivo. No sé si la idea está en Lenin o en Nietzsche, o en Mortadelo y Filemón. Pero es real.

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¿Qué hacemos con Baroja?

Baroja

18,50 € ISBN: 978-84-7681-543-4 Ensayo y Testimonio nº 95 Idioma Español Año 2008 126 páginas 30 ilustraciones

Reflexiones sobre la «coherencia» barojiana

La mitificación de Pío Baroja procede de los intelectuales de izquierdas que, o bien habían leído a este autor barriendo para casa, o habían valorado su obra narrativa sin entrar a considerar su pensamiento. También es posible que confundieran el anticlericalismo de Baroja con la totalidad de sus ideas, que eran las propias de un reaccionario.

Baroja no fue liberal, ni anarquista, ni revolucionario. Fue un tan aburrido como mimado burgués venido a menos, lleno de complejos y tan reaccionario o más que los integristas de su tiempo. Sus ideas estaban en el ambiente de la derecha más reaccionaria de España y de Europa. Escribió contra el sufragio universal, contra la democracia, contra el parlamentarismo, emparentándose así con lo que más odiaba: el carlismo y el catolicismo. Fue un fanático germanófilo que proclamaba la genialidad de Hitler. Fue un antisemita cruel y vesánico; probablemente, el escritor español más antisemita de todos los tiempos, en consonancia con judeófobos como Larramendi, Navarro Villoslada, Campión, Mirande o Sabino Arana, en la línea del cura de Sabadell, Sardá i Salvany, autor de Las judiadas.

La ideología de Baroja apesta y si se pasase ésta por un escáner que midiera su compatibilidad con los Derechos Humanos, quedaría condenada al más frío de los silencios.

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Dale que dale a la lengua. Tomo I

diccionario

22,00 € ISBN: 978-84-7681-556-4 Pedagogía nº 8 Idioma Español Año 2008 298 páginas

Propuestas para hablar y escribir textos narrativos y descriptivos

Desengañémonos de una vez por todas: el sistema educativo actual sufre un galopante déficit de escritura y de oralidad. En la mayoría de los centros ni se habla ni se escribe de forma sistemática y consciente.

Para hablar y escribir bien no basta con hablar y escribir a secas. Es necesario hacerlo con ese objetivo específico de hablar y escribir bien. Lo cual no tiene nada que ver con la espontaneidad ni con la improvisación.

Este libro está pensado para mejorar la eficacia de la expresión oral y escrita. En él, se da importancia a la enseñanza y aprendizaje procedimental, sin dejar de lado el saber declarativo, es decir, el conocimiento del aparato formal lingüístico.

Si no damos protagonismo a las intervenciones orales y escritas del alumnado, el desarrollo de su competencia lingüística, no sólo será defectuoso, sino, lo que es peor, desalentador y, a veces, conflictivo, consigo mismo y con el profesorado.

Las actividades aquí pergeñadas exigen a los alumnos la utilización de un registro formal específico, el que se deriva de la diversidad textual y los distintos ámbitos de comunicación.

El libro es un conjunto de actividades ordenadas y estructuradas con una finalidad específica: producir un texto oral y escrito concreto. Para ello se plantean de forma explícita los objetivos, los contenidos y las actividades. En este sentido, se da una atención simultánea tanto al contenido de lo que queremos escribir y hablar como a la forma lingüística de expresarlo.

Y todo ello partiendo de una planificación exhaustiva del texto a escribir. Porque está demostrado que la mejora de la expresión oral y escrita está muy relacionada con la planificación del texto que se quiere producir.

Cuanto más consciente es uno de lo que hace, más creativa y más placentera será la tarea emprendida. Lo que se hace sin saber para qué, produce aburrimiento y malestar.

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