El libro del año, de verdad

Fuera de LugarCuando los críticos de libros echan la vista atrás y anuncian las grandes obras del año deberían incluir una cláusula orientativa. Bastaría con una concisa explicación del porqué. Por qué consideramos que un libro es para nosotros el más importante del año, y por qué se lo hacemos saber a los lectores. Puede haber muchas razones, desde que nos ha conmovido hasta que la editorial ha hecho un lanzamiento tan espectacular y ha puesto tanto dinero que estaría mal que uno, que cobra por eso, no les echara una mano. También porque el autor es amigo nuestro, o porque todo el mundo que cuenta en esto de la edición ha dicho que se trata de una auténtica obra maestra y uno no va a llevarles la contraria, lo que se traduciría en sospechar que no lo ha leído.

Hay muchas razones, casi tantas como críticos. Incluso puede ocurrir lo más normal y frecuente, y menos valorado, y es que no haya ningún libro sobresaliente. Si alguien osara afirmar tal cosa lo más probable es que las editoriales tomaran medidas y tuviera problemas, amén de que los lectores le calificarían de elitista,pecado tan nefando como la pederastia.

Los críticos son unos tipos que sólo tienen problemas cuando dicen que no; exactamente igual que le ocurre a la mayoría de la gente. Si dices que sí, te llueven los elogios. Ahora bien, hay que saber decir que sí con altura de miras,de una manera egregia; y para eso no sirve cualquiera. Ser afirmativo – lo aseguran los psicólogos-ayuda a vivir, por eso los críticos complacientes, como los analistas políticos arribistas, llegan a viejos y no se jubilan nunca.

El libro más insólito, el más interesante, el que más me ha ilustrado de cuantos he leído durante el año 2009, lo ha editado, magníficamente por cierto, y en mil ejemplares –según consta en la última página– una modesta editorial de Pamplona, Pamiela. Se titula Fuera de lugar y lo ha escrito Víctor Moreno, a quien no conozco de nada, hecha la salvedad de que había leído de él un par de textos que me llamaron la atención por su audacia y su sarcástico sentido del humor. El primero apareció en 1994 y tenía el irónico título De brumas y de veras,y un subtítulo que lo decía todo: La crítica literaria en los periódicos. El otro, mucho más reciente, ¿Qué hacemos con Baroja?, es, en mi opinión, el más agudo análisis de la figura y la obra de don Pío de cuantas conozco.

¿Qué tiene de insólito Fuera de lugar? Bastaría con la constatación de que habiendo salido en el mes de mayo hasta el día de la fecha no he leído ni una crítica en los suplementos del ramo, ni siquiera una reseña, ni una referencia a su existencia. Con la cantidad de bazofia que los críticos se han visto obligados a comentar, aunque sólo fuera para no quedarse sin trabajo, es llamativo que rechazaran uno tan bien editado y escrito como este. Pero para ser sinceros cabría añadir que eso entre nosotros no es insólito en absoluto, porque sucede y con frecuencia. Lo auténticamente insólito del libro de Víctor Moreno es que trata de algo que ninguno de nosotros ha osado jamás emprender: un análisis del mundo literario español a partir de sus propias palabras y reflexiones. Esto sí que es insólito; tanto, que mientras uno lo lee no acaba de dar crédito, en la duda de si realmente es verdad o se lo ha inventado el autor. De ahí la importancia y el trabajo que se han tomado en la edición al insertar reproducciones de entrevistas y declaraciones, escrupulosamente datadas.

Por las cuatrocientas y pico páginas pasan casi todos los que son algo importante –o creen serlo– en las letras en lengua castellana, escritores y críticos, y Víctor Moreno se basa en sus declaraciones como profesionales de la pluma y como supuestos creadores de la lengua, desde Camilo José Cela hasta Muñoz Molina, pasando por Goytisolo y Saramago, que es tan español que apenas se le nota que nació en Portugal. Sin olvidar otras figuras de gran incidencia mediática dentro del mundo de la prosa; el exquisito Javier Marías o la simplicísima Rosa Montero. En ocasiones son pinceladas llenas de mala uva que retratan a los personajes en su absoluta vaciedad como escritores, pensadores o gentes de letras. Un modo ilustrativo de mostrarnos una parte notabilísima de nuestro tejido intelectual tal como es, sin trampa ni cartón, en sus propias declaraciones, lo que es tanto como decir en su propia salsa. No creo que falte nadie de nuestra galería de notables.

¿Qué tiene el libro de interesante? El ángulo de visión. Nadie hasta la fecha se había atrevido a mirar las figuras y figurones desde la sencillez de su propio relato. No hay miedo al «qué va a ser de mí mañana» si se enfadan y me quitan el ganapán. Ni ese temor que carcome a los profesionales de la pluma, ya convertido en tópico, sobre la diferencia entre lo que se sabe, lo que se dice y lo que se escribe. Sostengo que vivimos el momento más blando y más inocuo de la cultura española, y como no soy catalán, aunque ejerza, no me consuela pensar que lo mismo ocurre en muchas otras partes del planeta. (Por aquí el comparativo es casi un discurso filosófico, que sirve para todo y cubre todas las vergüenzas.) Resulta sorprendente que alguien ose escribir de un ministro en ejercicio: «César Antonio Molina, como escritor, es muy malo. Mostró siempre problemas con las comas y con el régimen de preposiciones. Es un hándicap que viene arrastrando desde que era colaborador de Diario 16 y su suplemento Culturas. Yo pensaba que, después de tanto tiempo transcurrido, habría mejorado su estilo, pero me equivoqué». Y va, y lo explica. A su manera, pero lo explica. ¿Y qué decir del relato, breve y contundente, de los apaños del académico Jeremías Muñoz Molina para darle un premio de novela a su amigo Justo Navarro, quitándoselo a Miguel Sánchez-Ostiz bajo la promesa de que le apañaría otro en Orihuela, mejor dotado? En un mundo de hipócritas, contarlo, tiene un valor intelectual de primer orden. ¿O no habíamos quedado en que eso de la verdad era un objetivo de la inteligencia?

Porque el valor, la audacia, incluso la temeridad son también obligaciones de la cultura. Por eso estamos como estamos y por eso el libro de Víctor Moreno obliga a pensar en cosas que quizá no habíamos valorado suficientemente. Las metástasis de nuestro tejido intelectual. ¿Qué está pasando para que nadie ose interrumpir esta coral de bombos mutuos y silencios elocuentes? De las seis partes que se compone el libro, cada una exige una reflexión, incluso cuando no se está de acuerdo. No hay efecto más patético que el de escribir y que la gente te diga «yo estoy de acuerdo con lo que usted escribe», ¡como si fuera un elogio! A mí la gente que piensa como yo me interesa muy poco y no me ayuda nada; la vanidad la perdí hace muchos años. Vivimos tiempos tan curiosos que se ensalza al que piensa como nosotros. ¿Quién carajo somos nosotros? De lo que se trata es de que nos hagan pensar de otra manera. Imprescindible partir de que no somos la hostia yque nos tienen envidia porque somos muy buenos, tanto, que incluso temen, ¡esos bárbaros!, que los civilicemos.

Fuera de lugar, que tiene un subtítulo poco feliz, por equívoco –Lo que hay que leer de críticos y escritores–,es un retrato sarcástico de la autosatisfacción de la cultura española dominante. Nunca hubo tantos grandes escritores, tantos suplementos literarios y revistas oficiales dedicadas a la cultura, tantas instituciones culturales… y nunca, desde que tengo noticia viva de ello, la cultura fue tan sumisa y tan hipócrita. Basta rascar un poquito y aparece el paleto inseguro que llevamos dentro. Y eso explica que entre las cosas más irritantes de nuestro filisteísmo cultural –esa mezcla de mediocridad y soberbia académica–, que tiene a gala no sorprenderse de nada y darlo todo por sabido, figure una expresión repetida hasta la saciedad: «No cuenta nada nuevo». Ciertamente Víctor Moreno quizá no cuente nada nuevo para los curtidos en el oficio de la pluma. Ellos ya lo sabían, pero tenían buen cuidado de que usted no se enterase; como si se tratara de una vulgaridad adscrita a los gajes del oficio o un secreto entre cómplices. De ahí que sea tan saludable este libro publicado en Pamplona, en mil modestos ejemplares, porque ilustra bastante más que la retahíla de textos inanes que nos ha deparado el 2009.

Gregorio Morán, La Vanguardia (9.01.2010)

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Sobre el autor del libro:  Victor Moreno

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El ateísmo y otras cuestiones paralelas

(Este artículo forma parte del nuevo libro que prepara Víctor Moreno, Los obispos son peligrosos, y que será publicado a comienzos de 2010.)

1. Los ateos no pierden su tiempo y energía intelectual tratando de demostrar lo indemostrable: la existencia de Dios. Acusar a los ateos de esta manía es irrisorio. Sencillamente, Dios no cuenta para nada en la vida de un ateo.

2. El ateísmo no es una doctrina que argumente en contra de una determinada creencia. Los ateos no tienen intención alguna por desarraigar las creencias religiosas, como afirman algunos creyentes. Ni, menos aún, introducir el ateísmo en las escuelas públicas, acusación que se hizo clamorosa tras la sentencia de Estrasburgo sobre la retirada de los crucifijos en las escuelas. Con o sin crucifijos en las paredes, las personas seguirán con sus supersticiones sin que nadie les increpe por si son católicos, musulmanes, testigos de Jehová o adictos al sexo oral. Sigue leyendo

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La aconfesionalidad del Estado, vírgen y mártir

Victor Moreno

(Este artículo, que analiza el fallo del Tibunal Superior de Justicia de Castilla y León sobre la presencia de los crucifijos en los centros escolares, forma parte del nuevo libro que prepara Víctor Moreno, Los obispos son peligrosos, y que será publicado a comienzos de 2010.)

Con la aconfesionalidad del Estado ha ocurrido como con cantidad de artículos de la Constitución. Plasmados teóricamente en el texto, no han gozado de un desarrollo pragmático en decretos gubernamentales. Es incomprensible que el principio de aconfesionalidad del Estado naciera en 1978, porque, por lo que hemos visto, sigue siendo una criatura que no ha desarrollado ninguna de sus vísceras ni órganos.

Una aconfesionalidad por la que el Gobierno socialista actual apenas ha movido carta  valiente alguna. Su táctica ha sido la del cangrejo de río, en proceso de extinción. Cuando surgía un conflicto, surgía del agua amenazando que se iba a comer a todo el mundo. Pero, bastaba con que la obispada y la derecha reaccionasen, se asustaba, y de qué modo, volviéndose retráctil a su  cómodo refugio pétreo. Las declaraciones del gran Cangrejo, o sea, del presidente del gobierno, así lo evidencian. Después del revuelo, organizado por la sentencia de Estrasburgo, España, dijo, “mantendría sus crucifijos en las aulas”.

Los católicos, en lugar de callar, se subieron a la parra. Y no cesaron de vociferar de que, “si en Europa no quieren los crucifijos, aquí tiraremos al monte para defenderlos”. Y el Gobierno, que considera el asunto de poca monta, callará o se permitirá algún cínico comentario por parte de algún ministro.

Por ejemplo, llegará  a afirmar incomprensiblemente que la presencia de los crucifijos en los colegios es ya residual. ¡Como si sólo estuviera presente en una sola escuela! Curiosamente, su presencia no anecdótica en las comunidades autónomas donde gobierna el PSOE; en las escuelas abundan nazarenos crucificados presidiendo las aulas. Aclarará, también, el gobierno que, si se dan cambios, no será por él. Todo dependerá, como hasta ahora, de que algún padre se rebote y lo denuncie. Actitud que bien podemos calificar como la política del avestruz de Zambia, la única que en el mundo esconde su cabeza en el suelo.

Este ejecutivo socialista enseña tanto el plumero que lo único que se atreverá a sostener es que en los centros concertados de ideario católico, aunque reciben financiación pública, las cruces seguirán blindadas por el Concordato con la Santa Sede, y eso que lo tiene catalogado como anticonstitucional. En definitiva, demostrará obrar más por miedo que por convicciones democráticas o constitucionales.

Y eso que El Ministerio de Justicia afirmaría, supongo que lo diría para la galería de sus correligionarios, que la sentencia del Tribunal de Estrasburgo que ordenaba la retirada de los crucifijos de las escuelas públicas de Italia “será tenida en cuenta” en la tramitación de la Ley de Libertad Religiosa. Sin embargo,  la futura norma, ya «congelada» y a la espera de «un momento político oportuno», no ordenará de forma expresa la desaparición de crucifijos de las aulas públicas, ni alterará, menos aún, los hábitos de los concertados.

Para el profano es difícil entender toda esta situación, lo más parecido a un esperpento político. Porque la retirada de símbolos religiosos en las escuelas públicas es cuestión ya obligada en España por una sentencia del Tribunal Constitucional de 1982 (BOE. 9.6.1982).  En un estado aconfesional, que es en el que formalmente vivimos, situaciones como las vividas en el colegio público Macías Picavea no deberían haberse dado, porque ya están resueltas, precisamente, por ley. Pero se dan.

Hablando de este caso, el TSJ de Castilla y León, no sólo contradecirá la aconfesionalidad del Estado, sino que se pasaría las sentencias del Tribunal del Constitucional y del Tribunal de Estrasburgo por donde suelen hacerlo ciertos jueces: por el embudo de los escrúpulos de su moralidad y de sus creencias.

El 14 de diciembre de 2009, el citado tribunal castellano dictaría sentencia sobre la retirada de los crucifijos de la escuela Macías Picavea. Quien lea dicho texto, seguro que no encontrará jurisprudencia más descabellada y más torticera. Revela, una vez más, que los criterios morales de quienes la han dictado pesan mucho más que la propia jurisprudencia.

El Tribunal establece la retirada de los crucifijos, pero sólo cuando los padres lo soliciten y sólo para ese curso. ¿Y el que viene?  ¿Dependerá de la actitud de los padres y del consejo escolar? O sea, vuelta al Jurásico.

Sigue olvidando este tribunal que los padres no tienen por qué solicitar nada en este aspecto. Un lugar público es, por definición, aconfesional; por tanto, no tiene, por principio categórico constitucional, que hacer alarde, discreto o desaforado, de ningún símbolo religioso. Quien lo pretenda, sólo busca la confrontación o imponer a los demás sus creencias religiosas, o lo que sean. Si un padre solicita la retirada de un símbolo religioso de una institución pública lo que está denunciando es la falta de respeto de esa institución por el texto constitucional que consagra la aconfesionalidad del Estado. Denuncia la dejación política y legal por parte del Estado.

Añade la sentencia una coletilla que, más que risa produce indignación y tristeza, a saber, que “siempre que la petición revista las más mínimas garantías de seriedad se procederá a la retirada inmediata de los símbolos del aula donde estudie el alumno y de los espacios comunes”.

Me pregunto si quien ha dictado esta sentencia es un juez, o un árbitro de fútbol, con todos mis entusiasmos respetuosos por este último. ¿“Mínimas garantías de seriedad”? ¿Una petición basada en el principio de aconfesionalidad del Estado no es seria? ¿O es que, acaso, quienes solicitan la retirada de los crucifijos de las instituciones públicas lo hacen por gusto, para pasar el rato o por hacerle una gracia al Estado de Derecho? Si el Estado de Derecho se respetara a sí mismo, tendría que dedicar un monumento público a las personas que, jugándose el tipo, defienden, precisamente, una de las características esenciales de dicho Estado de Derecho: la aconfesionalidad. Porque, gracias a estas personas, es como avanza la democracia en este país.

Quizás el tribunal haya intentado contentar a las dos partes en litigio. Si es así, habrá que convenir en que no ha obrado conforme a Derecho, sino siguiendo orientaciones ideológicas espurias acerca de los símbolos religiosos. Seguro que la Junta de Castilla y León y la asociación E-Cristians, que recurrieron la sentencia 288/2008 del Juzgado número 2 de Valladolid que obligaba la retirada de los símbolos religiosos del colegio público Macías Picavea de Valladolid, se habrán sentido más contentos que unas castañuelas de Córdoba. Desengáñense. Cuanto más contento experimenten, más lejos se hallarán de respetar el Estado de Derecho, que les permite, incompresiblemente, tirar piedras contra él mismo.

Su recurso no era sólo una ingenua defensa de un símbolo religioso anodino e inocuo, de los que no hacen daño a nadie, como torpemente decía el consejo escolar de dicha escuela y algunos comentaristas en posesión de un pensamiento, si no anticonstitucional, sí preconstitucional. Su recurso era, en realidad, un ataque directo al principio de aconfesionalidad, el único principio que, aplicado a todas las partes por igual, garantiza el equilibrio y la cohesión social y no menoscaba ningún sentimiento ni creencia o no creencia.

Cuando el tribunal del Juzgado nº 2 de Valladolid mandó retirar el crucifijo  contra el acuerdo del Consejo Escolar, lo hizo porque, en efecto, éste no tiene ninguna capacidad jurídica para decidir si en un centro público tiene que haber símbolos religiosos o no. En un Estado Aconfesional, se da por sobreentendida dicha ausencia. Lo contrario sería anticonstitucional.

Esta sentencia llega apenas un mes después de que la Corte Europea de Derechos Humanos de Estrasburgo estableciera que la presencia de crucifijos en las aulas italianas «vulnera la libertad religiosa de los alumnos» e impide que los padres puedan educar a sus hijos según sus convicciones.

Pues bien, el TSJ de Castilla y León estimaría, para mayor aclaración de sus intenciones, que la sentencia de Estrasburgo es «un juicio interpretativo a seguir», pero que su influencia en el ordenamiento español «ha de ser ponderada».

¿Ponderada? Toda ponderación tiene que servir para dictar una sentencia justa. Nada más.  Dictar sentencias en función de las posibles  consecuencias que puedan ocasionar en la población es tan ilusorio como peligroso. Ello supondría que el fundamento de dichas sentencias no sería jurídico, sino ideológico, político o, mucho peor, moralizante. Quien así actuase haría merma de su función específica como juez, que es la de juzgar justamente, y no con sentencias pedagógicas o moralizantes.

Esa “ponderación” –jamás basada en términos jurídicos, sino ideológicos o morales-,  le llevará al TSJ castellano-leonés a sostener que “la vulneración del derecho responde a un conflicto «personal», y que sólo si hay una petición expresa «deberá ceder el derecho de la mayoría, canalizado a través de la decisión escolar. (…). La opción laicista supone una confrontación de derechos temporal y objetivamente ilimitada, ya que la presencia de símbolos religiosos en nuestro país es «extraordinariamente numerosa».

Curiosamente, el corolario final es de una lucidez que no parece que las premisas anteriores parezcan haber sido elaboradas por un mismo juez. Dice así la conclusión: “sólo mediante las limitaciones recíprocas de los derechos de todos se podrá hallar un marco necesario de convivencia».

Precisamente, es el principio de aconfesionalidad constitucional quien evitará limitar o extender derechos, puesto que nadie los tiene en  este tipo de situaciones, en las que las partes, unas más que otras, consideran tenerlos.

Una aplicación pura y dura del texto constitucional no daría lugar nunca a este tipo de situaciones. No se trata de confrontar opciones o derechos laicistas –que en este caso no lo son, sino aconfesionales- y derechos y opciones cristianas. Se trata de aplicar a un espacio común, público, la legislación existente al respecto. En este sentido, la aplicación de la aconfesionalidad es la única garantía de que ninguna opción será vulnerada. No puede haber conflictos, y menos entre derechos –como dice la sentencia del TSJ-, puesto que la misma aconfesionalidad no se los reconoce a nadie. Y quien los pretenda para sí mismos, estará conculcando dicho principio de aconfesionalidad.

No obvio que son los poderes públicos los que han permitido tal situación por no haber sido celosos en la aplicación de esta aconfesionalidad. De haberlo hecho, nadie, ni los presuntos laicistas ni los cristianos, se habrían enfrentado en una lucha de derechos que constitucionalmente nadie tiene, o todos tienen, como se guste.

En el caso que nos ocupa, los ministros de Educación, tanto el actual Gabilondo como su predecesora Mercedes Cabrera, lo único que han hecho es demostrar su ignorancia supina acerca de la doctrina existente sobre este asunto. Que tanto Gabilondo, como en su tiempo Cabrera, asegurasen que el Gobierno, en estas cuestiones, no quiere tomar partido y que deja estos asuntos en manos de los Consejos Escolares, es motivo más que suficiente para que el ejecutivo los hubiese cesado en el cargo de forma fulminante. Pues la doctrina del Tribunal Supremo es contundente: los consejos escolares no son competente en estos asuntos y deben mantener su carácter laico.

La falta de una ley específica sobre símbolos religiosos, como la que sí hubo en la II República, tiene mucho de culpa en que los padres, en uno u otro caso, se vean obligados a padecer un tortuoso camino legal.

Pero lo más lamentable es que no parece que la elaboración de dicha ley sea una prioridad para el Ejecutivo. Y menos mal que “profundizar en la laicidad del Estado”, estaba presente en el programa electoral del PSOE. ¿Quizás en el próximo Neolítico?

Sobre el autor del artículo:  Victor Moreno

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Pobre José

Cartel colocado por una iglesia anglicana en Nueva Zelanda, que representa a María y San José en la cama, éste con la cara compungida, y con el título «Pobre José. Debe ser duro ir detrás de Dios». Los católicos han montado en cólera y se ha organizado una polémica que traerá cola.
Según El País:
«La portavoz de la diócesis de la Iglesia Anglicana en Auckland, Lyndsay Freer, ha criticado la imagen porque a su juicio implica que María y José recurrieron a las relaciones sexuales para concebir a Jesús, algo «inapropiado, irrespetuoso y ofensivo hacia los cristianos».
«Un cartel así es más propio de un grupo anticristiano que quiere mofarse de la divinidad de Dios», ha declarado a la radio nacional. Freer ha señalado que la concepción de Cristo es una importante cuestión teológica que no puede ser analizada a la ligera, por lo que la estrategia de Cardy «no generará ningún debate inteligente sobre el tema». A las pocas de levantarse la marquesina ya ha sufrido pintadas de radicales y vándalos, mientras cientos de fieles han defendido y atacado casi a partes iguales la iniciativa a través de mensajes escritos en la página de la iglesia

Al respecto del sufrido y paciente José, reproducimos un chiste sobre su papelón histórico:

Estaban en la eternidad del cielo todos los santos aburridos de tanta felicidad, y San Pedro le comentó a Dios la conveniencia de organizar algo para mejorar el ambiente. Le pareció bien a Dios la idea y le encomendó organizarlo. A San Pedro, tras pensarlo mucho, se le ocurrió una idea y lo comunicó a la santa concurrencia: «Hemos pensado que para divertirnos un rato vamos a organizar una cacería…». Sin terminar, el santoral se puso en pie dando vivas de contento. San Pedro les hizo callar para avisarles, gravemente, de cumplir una norma sagrada: «Podéis cazar cualquier tipo de animales salvo uno, la Paloma. Si por casualidad se pone a tiro dejadla en paz».
Todos asintieron mientras salían de excursión.
En un momento de la cacería apareció la Paloma y todos enmudecieron mientras observaban su vuelo.
De pronto, suena un disparo y la paloma cae al suelo fulminada, ante la mirada atónita de los presentes.
San Pedro no da crédito a lo sucedido, mientras malhumorado increpa a los presentes: ¿¡Quien diablos (con perdón) ha sido!?
La multitud, al unísono responde: ¡¡¡San Joséeee!!!
San Pedro le pregunta por qué lo ha hecho y San José le responde muy digno: «Es que hay cosas que un hombre no olvida fácilmente…».

Rouco Varela apadrina el ayuntamiento socialista de Baena.

Un ejemplo de la «convicción» con la que el socialismo está dispuesto a hacer cumplir lo que establece la Santa Constitución respecto a la «aconfesionalidad» del Estado, y en concreto de los crucifijos, la tenemos en el Ayuntamiento de Baena, cuyo alcalde socialista deja manco a Rouco Varela y a los kikos, como se puede comprobar en el siguiente vídeo.

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Los obispos y la muerte de Dios

Victor Moreno

Yo no llevo la cuenta, pero sería curioso saber cuántas veces se ha muerto Dios. Y sería bueno saber cómo se ha muerto, si de aburrimiento, de viejo, de un cáncer en su Ubicuidad; o si, por el contrario, se ha suicidado, tirándose al vacío sideral, o ha tenido una muerte dulce, mediante eutanasia, pidiendo a su mayor enemigo de toda la eternidad, el Diablo, que le desconectase el tubo que lo mantenía vivo, aunque en estado más o menos agónico o catatónico o vegetativo, debido a las insensateces de sus obispos y a la inutilidad de haber sacrificado a su propio hijo en aras de salvar a la humanidad, pero, sobre todo, por ese complejo de culpabilidad que nunca le habrá abandonado: haber sacrificado inútilmente a su Hijo para redimir a los humanos. Lo que, él lo sabe mejor que nadie, resulta un contrasentido mayúsculo en su sabiduría más que infinita, cámbrica. Si sabía mejor que Kant que el ser humano no había de modificar su inclinación a hacer burradas –que es lo que hacen una y otra vez, según los obispos hodiernos-, ¿para qué mandar al matadero a su Unigénito? ¿No hubiera bastado con haber enviado un clon o un demonio de usar y de tirar, como los que aparecen en algunas novelas y películas modernas?

Los obispos, que tienen especial sensibilidad lúgubre para estas cosas, suelen aprovechar algunas celebraciones populares, como el florido Corpus de mayo, para arremeter contra gobiernos de izquierdas, a los que culpan de negar la libertad religiosa que provoca, ya ven, “la tentación de declarar la muerte de Dios” (El País, 24.5.2008. 28/05/2008. Alarmas episcopales).

Quienes son especialistas en buscar nombres a ciertas epidemias deberían ir pensando en uno que concitara en sus significantes ese síndrome que, de vez en cuando, aqueja a toda la jerarquía católica, obispos, cardenales y papa.

Me sorprende mucho esta actitud. Leyendo libros de teología, escritos durante el siglo XX, y buscando información acerca de la muerte de Dios, llego a la conclusión de que han sido los propios teólogos católicos,

especialmente con rango superior en el escalafón, quienes más veces han llamado la atención sobre este óbito divino. En parte, es lógico que sea así, puesto que son ellos quienes lo han secuestrado para sus propios intereses y saben de El más que su propia familia, la cual, ya es curioso también, nunca se muere, a pesar de las olas y tsunamis de irreligiosidad que han invadido el continente. Ningún obispo habla de la muerte de Jesucristo o de la virgen María. Y lo raro es que la muerte del padre no la anuncien los hijos y los familiares allegados. En propiedad, los obispos tendrían que decir: “Nos ha enviado Jesucristo un correo y nos ha dicho que como vayan así las cosas de este mundo, su Padre, Dios Todopoderoso, se hará el harakiri cósmico un día de estos”. O, mucho más propiamente: “Dios Hijo, y su apenada Madre, junto con el Espíritu Santo nos han remitido un telegrama donde escuetamente se dice: “Papá ha muerto”.

Pero no. Ellos, saltándose el protocolo de la muerte universal, que al parecer afecta también a los dioses, por definición inmortales, se adelantan incluso al Hijo, al que ni siquiera le piden permiso para hablar de la muerte de su Padre.

Pero la muerte del Padre tiene, también, otras implicaciones. Porque si se muere Dios Padre, ¿qué pasa con Dios Hijo y con Dios Espíritu Santo? ¿También se mueren cuando se muere el Padre? Lo digo por aquello de la solidaridad. ¿Cómo afecta la muerte de Dios Padre a la configuración estructural de la familia llamada Santísima Trinidad, tres personas distintas, pero un solo Dios verdadero? ¿Serán menos dioses el Hijo y el Espíritu Santo o lo serán mucho más al heredar la parte de divinidad que les deja en herencia el Padre?

Lo que está claro es que si se muere el Padre, tampoco resulta muy grave el asunto. Lo terrible es que se murieran a la vez los tres, el Padre, el Hijo y el Otro. Que se muera el Padre es bastante lógico. Son demasiados

años, más de una eternidad, llevando el timón del Cosmos hacia no se sabe dónde, pero llevándolo, al fin y al cabo. A fin de cuentas, Dios tiene que tener más años que el propio Universo, ¿no? Porque Dios Padre, ¿cuándo nació? ¿Es anterior al mismo Tiempo? ¿O es él el mismo tiempo?

Pero que no cunda el pánico, porque si se muere, es decir, si ya no cuenta en la vida de las personas, quedan el Hijo y el Espíritu Santo rigiendo los destinos del Universo Mundo. Así que, ¿a qué lamentar tanto la muerte o el ocaso de Dios? La verdad. No le encuentro mucho sentido a todas estas lamentaciones. El futuro de la casa Dios está más que asegurada.

Hay otro aspecto, más mundano, que también tiene su retranca pesimista y es el que más nos afecta. Porque debemos aguantarla, queramos o no. Me refiero a la cara que ponen los obispos cuando hacen este pronunciamiento escatológico. Los pobres dan a entender que la muerte de Dios Padre les afecta en verdad. ¡Hay que ver qué caras de estreñimiento! ¡Qué rostros de tormento y de angustia! Se queda uno más con estos ojos de besugos desnucados obispales que con el terrible anuncio de la muerte de Dios Padre.

¿Estos son obispos de fe? ¿Estos son sujetos que creen en un Dios Eterno y Omnipotente? ¿De verdad creen que Dios se iría al garete caso de que España rompiera de una vez por todas con el Concordato? ¿De verdad creen que Dios la espicharía caso de que España no diera un euro a las arcas y cepillos de la iglesia? ¿De verdad imaginan que Dios se moriría por el horrible hecho de que alguien cediese a la tentación de declarar urbi et orbi su Muerte? ¿De verdad sospechan siquiera que Dios Padre la expiraría caso de que en España se aprobase la ley del aborto o se declarase la laicidad de Estado?

Estos obispos deberían mirársela. La fe. Porque insinuar tanta fragilidad en un ser que se supone Eterno y Omnipotente acabará por producir un grave desconcierto entre los creyentes, y quién sabe si, además, algún disgusto. Mal ejemplo, pero muy mal ejemplo es el que da esta cohorte de purpurados al presentar un Dios débil, viejo, decrépito, con parkinson y alzheimer. Ya lo he dicho, en la UVI. Quizás es que vean a Dios como imagen de ellos mismos, en esa edad avejentada tan propicia para participar en los viajes del Inserso. Está muy mal dar pistas al enemigo, pero en esta ocasión seré condescendiente. Les aconsejaría que evitaran estas declaraciones, más o menos luctuosas. No porque sean ciertas, verdaderas, verosímiles o circunflejas. Es que, como sigan hablando de este modo, se les va a terminar el negocio sin que se lo esperen. Puede llegar un momento en que los verdaderos creyentes se acerquen a las iglesias no a pedir cobijo y socorro a Dios, sino a ofrecérselo para defenderlo de los tipos como Rouco, Cañizares y Martínez Camino, que, a lo que se ve, no confían para nada en su eternidad ni en su poder.

Peor aún, parece como si estuvieran opositando a ocupar su lugar.

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El soborno del cielo

soborno

15,45 € ISBN: 978-84-7681-444-4 Ensayo y Testimonio nº73 Idioma Español Año 2005 190 páginas

¿Qué ha supuesto la religión –como catecismo y conducta cristianos– en la historia? Me atrevo a decir –osadía que me puedo permitir porque no me asiste la fe, sino los datos de la propia historia– que la religión ha constituido el más formidable escalpelo para cercenar de cuajo todo tipo de tolerancia, de ciencia, de investigación, de libertad y, en consecuencia, de responsabilidad.

La religión ha intentado capar a todo el mundo el intelecto y la sexualidad. La religión ha constituido el fundamento de muchas de las conspiraciones que se han forjado contra la inteligencia, contra la racionalidad, contra el progreso y contra la felicidad de los hombres y de las mujeres.

No quisiera molestar a nadie al afirmar que la religión es una solemne superstición, cuyos componentes más señeros son la credulidad y el fetichismo. Entiendo por superstición aquella operación mental –un tanto animista e infantil, desde luego– que funde y confunde lo personal y lo impersonal, lo exterior y lo interior, lo lejano y lo próximo, lo sensible y lo que no se ve, ni se toca, ni se oye, ni nada. Es decir, el caldo de cultivo más apropiado para dejarse sobornar por el chantaje de la promesa de la resurrección de la carne.


Conferencia «Soborno del cielo» (89,14 KB)

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