Víctor Moreno. Santa Aconfesionalidad, virgen y mártir

religionNo es mi intención debelar el origen más o menos espurio de la Constitución española, ni, tampoco, desnudar un poco más si cabe la hipócrita sacralización que hacen ciertos sectores del texto constitucional. Lo que me interesa es advertir la dejadez y flojera de un gobierno, como el socialista, a la hora de ahondar en la aconfesionalidad que la propia constitución consagra.
Porque, ¿de qué sirve alabar hasta el éxtasis la Constitución si muchos de sus artículos siguen vírgenes, inéditos en el limbo de la más fría indiferencia e inoperancia?
En uno ellos, el 16.3, se afirma que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, lo que significa que la aconfesionalidad será uno de los rasgos del Estado que de este modo así se caracteriza.
Sin embargo, a juzgar por la cantidad de conflictos acaecidos últimamente, y que han tenido como sustancia crítica fundamental algún símbolo religioso, dicho artículo no ha servido de gran ayuda. Por ello, parece justo y necesario preguntarse de qué modo sirve al ciudadano un Estado que se declara constitucionalmente aconfesional, pero en la práctica funciona como un perverso hipócrita y facineroso.
Quizás, su mayor servicio haya consistido en denunciar la incoherencia doctrinal en la que, tanto Rodríguez Zapatero como la sociedad institucional política, han chapoteado a lo largo de treinta años. Porque ejemplos de vasallaje confesional repugnante hacia una determinada religión de infeliz memoria han sido constantes y permanentes, contraviniendo la declaración expresa de la Constitución.
La cacareada aconfesionalidad constitucional sigue siendo, a pesar de su implantación en 1978, una asignatura, más que pendiente, inédita en el curriculum político y social del propio Estado. Por lo que respecta a la clase política de este país, habrá que felicitarla, porque, dada su afición a pringarlo todo de materia seca orgánica, ha conseguido mantener en estado virginal e inmaculado dicha aconfesionalidad.
Lo que, sarcasmo aparte, constituye una de las manifestaciones cínicas de la perversión del sistema democrático. Porque, si no, ¿cómo es posible que, disponiendo de un artículo constitucional como el de la aconfesionalidad del Estado, haya permitido tanto enfrentamiento jurídico entre diversos colectivos? ¿Cómo es posible que la retirada de un crucifijo de las aulas de escuelas e institutos haya generado tanta polémica y el propio Estado no haya sido capaz de zanjarla con la Constitución en la mano?
La verdad es que resulta incomprensible. Al margen de otras muchas consideraciones, recalcaría la que evidencia que la fe religiosa de mucha gente, sobre todo la de algunos jueces, está hipertrofiada, y a la que somete los principios jurídicos y democráticos.
Produce miedo constatar que exista un colectivo a quien le importan más sus creencias personales en un más allá, inexistente para muchos, que los principios que rigen la convivencia del más acá de todos. Se trataría de un colectivo que, jaleado continuamente por una Iglesia más integrista que nunca, no duda en dinamitar cualquier principio de la Constitución si ello favorece sus planteamientos fideístas. Estamos ante un colectivo muy peligroso para la salud pública, porque apuesta por la teocracia en detrimento de la democracia. Ni la derecha católica de este país se priva de utilizar esta instrumentalización perversa de la fe para ganar terreno en el de la política. Durante estos últimos años, ha mantenido la anticonstitucionalidad de la retirada de los símbolos religiosos en las instituciones públicas, pero ya veremos cómo paga su osadía clerical por echarse en los brazos teocráticos de Rouco y sus hermanos.
Paisaje realmente insólito donde los haya, porque, si vivimos en un Estado aconfesional, la primera consecuencia práctica se cifraría en que en ninguna institución pública –escuelas, institutos, cementerios, hospitales, ayuntamientos, etcétera-, se debería hacer ostentación de símbolos religiosos, por muy maravillosos que les parezcan a algunos.
Un ejemplo. Si los cementerios son de titularidad pública, eso significa que no gozan de ningún derecho para enarbolar en la puerta principal de su inmueble ninguna cruz, ni grande ni pequeña. Otra cosa es que cada persona en las tumbas familiares coloque lo que considere más afín con sus creencias o no.
Lo mismo conviene a los ayuntamientos. A pesar de ser las instituciones públicas que mayor ejemplo deberían dar en el cumplimiento escrupuloso de la aconfesionalidad, las hay que siguen abonadas a una especie de nacionalcatolicismo irredento. Existen alcaldes de todo pelaje, incluido socialista, que no tienen ningún decoro en manifestar su ignorancia diciendo que “mientras ellos sean alcaldes, el crucifijo seguirá presidiendo el salón de plenos”.
Lo mismo decía Abc para quien “eliminar el crucifijo de las escuelas era ir en contra de la Constitución” (7.4.2010). Quizás, esta interpretación se deba a que maneja otro texto constitucional, porque, siguiendo el documento oficial, aquel que apadrinó Fraga, no cabe sino deducir todo lo contrario: que la presencia de los crucifijos en las escuelas es anticonstitucional.
Más todavía. Cuando aún se discute acerca de la pertinente retirada de los crucifijos de las aulas en escuelas e institutos, y se afirma que son los consejos escolares quienes tienen la primera y última palabra sobre este asunto, se está incurriendo en una falacia doctrinal.
Ni los padres y sus asociaciones, ni los consejos escolares, ni los claustros, ni los equipos directivos, ni las administraciones públicas, ni el ministro de educación, tienen que decidir nada. La Constitución ya ha lo hizo por todos.
La aconfesionalidad que sanciona la Constitución establece un espacio común para todos. En él no debería darse ningún conflicto entre los partidarios y los contrarios de la presencia de dicho símbolo y otros. Porque la aconfesionalidad es territorio neutral; de todos y de nadie. Un ámbito en el que la convivencia humana no sólo es posible, sino deseable, ya que parte de una creencia común: nadie en una institución pública tiene derecho a imponer a los otros sus creencias ni sus símbolos, sean de la fe o del ateísmo.
No se trata de polemizar si el crucifijo simboliza el amor en estado puro o catatónico. ¡Habría tanto que escribir!  No es ese el debate; y, además, sobraría. Tampoco es cuestión de dirimir si la presencia del crucifijo en un aula distrae o no la atención del alumnado, o si, por el contrario, le ayuda a resolver mejor ecuaciones de segundo grado.
La cuestión esencial es más sencilla: por imperativo categórico de la aconfesionalidad del Estado, el crucifijo no tiene cabida en ninguna institución pública. Por tanto, el asunto definitivo radica en si se acepta o no lo que dicta la constitución. El resto, ganas de joder la marrana, con perdón.

Artículo publicado en Gara.

Sobre el autor del artículo: Victor Moreno

Libros del autor: Pamiela.com

Publicado en Contra el fundamentalismo religioso | Etiquetado , , | Deja un comentario

Víctor Moreno. Dominar la infancia

eskolaLa instrumentalización del niño por el estado, por cualquier estado, es consustancial al poder. Se hizo durante la restauración, durante el franquismo y durante la democracia. Siguen con el sueño del socialista utópico Saint Simon y del integrista P. Manjón, para quienes dominar al niño de hoy significaba dominar al ciudadano del mañana. Dulces quimeras decimonónicas. Porque, hoy día, dicho sueño son cristales rotos, aunque muchos políticos los reivindiquen para la construcción de sus particulares vidrieras. Las imágenes que depararán éstas serán siempre las mismas: distorsionadas.

Los políticos deberían pensar seriamente en que la escuela y el sistema educativo no son una variable determinante, y menos al modo fatalista, del pensamiento y del comportamiento del individuo. La decantación personal es muy azarosa. Depende de variables rara vez controlables de forma consciente. Y acerca del principio de causalidad es posible que sepamos formular su enunciado, pero no describir las siluetas de sus movimientos, más que caprichosos imperceptibles al ojo humano.

Para colmo, hoy día no educa ni la sociedad ni la familia. Quizás no lo haya hecho nunca, pero antaño el señuelo parecía tan verosímil y real… Lo mismo pasa con la escuela. La familia espera de ella lo que por sí misma es incapaz de hacer: domesticar a sus hijos. Pero a la vista está que la escuela ni educa ni forma, ni domestica. La escuela, además de luchar para sobrevivir, se limita, y con qué esfuerzo, a consagrar, tácita o explícitamente, lo que la sociedad y la familia permiten que los profesores hagan con sus retoños. Y desgraciado aquel que traspase semejantes fronteras, porque el conflicto puede ser de objeción de conciencia y de contencioso administrativo.

Buenos son los padres de ahora, sobre todo si se dejan guiar por esos pastores que se llaman obispos pegados a un báculo, que siguen convencidos, como Pío IX, de que la política educativa es esa viña devastada por «el mildiú del pansexualismo y la laicidad». O del ateísmo, quintaesencia de lo inhumano, como aseguraba el profeta Benedicto XVI, en su encíclica «Caridad en la verdad».

Incluso, a veces, no hace falta ser tan retorcido para explicar ciertos comportamientos. Al fin y al cabo, lo que la escuela hace, la familia lo deshace a las cinco horas. La escuela va por Pinto y la familia está en Babia. O al bies, que para el caso sería lo mismo.

Es muy ilustrativo contemplar las actitudes de los distintos poderes cuando hablan del poder transformador del sistema educativo y de su decisiva influencia en el individuo. ¿Pensarán en sí mismos? Pues si es así, parece imposible que, otorgándole la importancia que le dan en teoría, en la práctica se invierta tan poco dinero para mimar dicha fábrica de ciudadanos modélicos y ejemplares.

Independientemente de que este conductismo feliz se dé en ciertos casos, sería higiénico mirarse dentro de sí mismo y averiguar de qué forma hemos llegado a ser quienes somos y a actuar del modo en que lo hacemos. ¿Cómo hemos llegado a ser como somos, pensamos y actuamos? ¿Gracias a la escuela? ¿Al instituto? ¿A la universidad? Sería higiénico que quienes han sigo agraciados por este sistema de meritocracia lo contaran al ancho mundo para que el alumnado actual se enterara de lo que vale un quebrado. Yo, hasta me imagino la escena. «Fijaos bien, chicos. ¿A que parece imposible que yo sea presidente de esta comunidad autónoma? Pues lo soy. ¿Y por qué? Porque me tomé en serio las rocas metamórficas, la oración compuesta y el principio de Arquímedes. Y, sobre todo, la clase de religión».

Los políticos, también los padres, desean que del sistema educativo, no sólo salgan profesionales competentes, sino que sean portadores de una axiología capaz de nublar la vista a los santos estilitas de la Tebaida. Los políticos, todos sin excepción, socialistas, comunistas, nacionalistas, vegetarianos, ecologistas, antitaurinos, quieren que la escuela sea un potente generador de ciudadanos ejemplares en prácticas democráticas, al igual que lo son los propios políticos.

Esta gente de la política o está tocada del ala de la ingenuidad, o, mucho peor, del cinismo. Porque, digámoslo sin miramiento alguno, nadie controla, y si no gusta la palabra, digamos que nadie educa a nadie en el sistema educativo. Y aunque uno lo pretendiera, es decir, si intentara insuflar en el ánimo del alumnado corrientes alternas de democracia, de solidaridad y de responsabilidad, se las vería de órdago a la chiquita para tener éxito. En estos momentos de incertidumbre universal, de deslegitimación de principios y de autoridad -donde es más importante lo que dice un futbolista que un físico nuclear-, nadie es capaz de educar a nadie. Y lo peor de todo es que nadie quiere ser educado. Y que le enseñen, menos.

¿Extraño comportamiento? Para nada. Reparemos, una vez más, en los políticos. Ellos son los primeros en mostrar que tales actitudes son habituales. Por ejemplo, son incapaces hasta de copiarse las buenas ideas que en ocasiones se les ocurren. La imagen comparativa no tiene precio. El profesorado intenta convencer a su alumnado para que escuchen sus explicaciones y, cuando se tercie, lo hagan entre sí, respeten las ideas de los demás, sobre todo si son mejores que las de uno. Y ahí fuera, ¿qué ocurre? Lo sabemos de sobra. Aquellos que deberían ser modelos dignos de imitación se pasan la legislatura dándose de leches dialécticas e incapaces de reconocer que los otros tienen por lo menos una idea buena. Al contrario, se tratan hasta de repugnantes.

Si los políticos se muestran impermeables a recibir cualquier educación de los demás, como si vivieran en jaulas herméticas de Faraday, ¿por qué en las escuelas y en los institutos se ha de hacer todo lo contrario? Si se hiciera, estaríamos educando en dirección contraria al modelo que practica la clase política.

De ahí que nada más verdadero que afirmar que cada quidam sale de la escuela como ha entrado: por la puerta grande de la desorientación mayúscula. Si alguien piensa que una persona egresa del sistema educativo con las ideas ordenadas, sabiendo cuál es su lugar en el mundo y qué papel tiene que cumplir en él, va de cráneo. El sistema educativo rara vez cambia las ideas que tiene un chico, el cual reproduce de forma casi clónica lo que piensan sus padres.

La familia es el huevo nutricio de donde nace, crece y se desarrolla la madre de todas las batallas ideológicas. Si se domina a los padres, se domina a los hijos. Quienes mejor lo saben son los obispos, que defienden la familia cristiana con crispación evangélica incluida.

El niño no se hace demócrata o creyente por convicción, sino porque no le queda más remedio que serlo. Se hace por ósmosis. Ni la sociedad, ni la familia le permiten ser distinto a lo que dichas instancias esperan de él.

Es tal el baño carismático recibido a lo largo de la infancia y de la adolescencia que llega un momento en que hasta piensas que eres tú el protagonista de tu evolución. Consideras, ilusamente, que lo que eres y lo que piensas lo debes a ti mismo, que eres producto de tu propio pensamiento y de tu propia praxis. Sobre esta ingenuidad se basan las imposturas de la libertad, de cuya inexistencia o ilusa creencia ya escribieron algunos filósofos empiristas y, más tarde, Schopenhauer.

Pero no hace falta leer a ningún filósofo para certificarlo. Basta con analizarse uno mismo.

Artículo publicado en Gara.

Sobre el autor del artículo:  Victor Moreno

Libros del autor: Pamiela.com

Publicado en La letra con sangre entra | Etiquetado | Deja un comentario

Victor Moreno. ¿Qué pintan los escritores en la Real Academia de la Lengua?

RAEEste artículo es un refrito, remedo, copia o plagio de otro artículo,
escrito por Luis Carlos Díaz, con el título «Los secundarios de la Real
Academia Española”, y publicado en la revista La fiera literaria, en el mes
de febrero.

La pregunta seguro que es hasta impertinente, pero no puedo evitarla después de recoger algunas anécdotas protagonizadas por escritores, una vez que recibieron la pedregada de ocupar un sillón letrado de la Academia.

Nombraron a Pérez Reverte, a Marías y a Puértolas, y todo fueron entrevistas por aquí y por allí. Pero nadie se enteró de que la docta casa había nombrado a Inés Fernández Ordóñez, y eso que era la primera lingüista que ingresaba en la Academia. Lo mismo, o parecido, sucedió con la presentación de la nueva Gramática académica, la más cercana a la ciencia lingüística de las hasta ahora publicadas por la institución. Apenas cinco líneas en los periódicos. Después, articulistas de postín lamentarán en los mismos periódicos, que ocultan estas noticias, que el país en materia de cultura es un asco. Ni que lo dijeran por ellos mismos.

Nombran académica a una escritora como Puértolas, y venga resmas de papel impreso para celebrar de forma desproporcionada el acontecimiento. Casi como si se hubiera muerto o le hubiesen dado el Nobel.

Claro que, si se tiene en cuenta que todo lo que procede de la Academia es más rancio que el azulete, las declaraciones de ciertos escritores hasta resultan necesaria para salir de la constitucional seriedad en la que está sumida esta casa. Yo, por ejemplo, no me pierdo ninguna de las que hace su director, García de la Concha. Sé de antemano que tengo garantizada una buena porción de risas.

Ignoro qué punto g o h les toca a los escritores cuando los nombran académicos, pero no tardan un pestañeo en soltar tonterías, lo mismo que haría un futbolista o una celebridad del celuloide. Si hay una especie que no puede estar callada, ésa es la casta de los escritores. Luego, condenarán la opinionitis. La de los demás, claro. Por cierto, una escritora que en su día condenó esta infamación de la glotis fue, precisamente, Puértolas. También lo hizo otro que no para de soltar alfalfa espiritual al mundo cósmico mundial, como es Muñoz Molina. Supongo que hablan de lo que en los demás es vicio y en ellos virtud.

Cuando alguien preguntó a la escritora de Zaragoza, doña Soledad Puértolas, la función que cumpliría una vez dentro de la docta casa, respondió sin que la vergüenza apareciese en su rostro: “Ni idea. Lo que me pidan. Lo que soy. Mucha ciencia no creo, no soy gramática ni tengo los conocimientos eruditos de un filólogo o un lingüista. Será algo mucho más personal y subjetivo, como es la creación literaria; y algo más intuitivo, quizás más arriesgado. Un acercamiento natural a la lengua”.

Irrisoria situación. La séptima mujer de la academia en convertirse en académica numeraria de la lengua -sólo cinco en trescientos años de historia-, no tiene inconveniente alguna en reconocer que de gramática, filología o de lingüística es hereje total. Su cometido, será, por tanto, “un acercamiento natural a la lengua”.

Si es verdad que Puértolas es una ignorante en las materias nombradas, que así lo será si ella lo reconoce, ¿qué sentido tiene nombrarla académica? ¿Para acercar lo natural del lenguaje a la academia? Para eso bastaría con pillar a dos pescateras del Mercado de cualquier ciudad y plantarlas en la academia a zurear sintagmas durante quince minutos. Y, sobre todo, ¿qué razones interiores le habrán acompañado para que la escritora aceptara un cargo para el que no está preparada? ¿Alguien aceptaría un puesto para el que no está preparado?

Imagino, por supuesto, que nombren académico de la historia a alguien que sólo pueda dar testimonio de la vida que le ha tocado vivir en estos tiempos de crisis, pero estoy convencido de que nunca lo nombrarán. Lo mismo me sucede si se intentara nombrar académico de Farmacia o de Ciencias Médicas a alguien que tuviera la sinceridad de proclamar que sus conocimientos empiezan y terminan en la aspirina que suele tomar contra el dolor de cabeza.

¿Por qué se quiere tan mal a sí misma la Academia? ¿Qué es lo que pretende nombrando a gente ignorante e inepta en las materias que hacen posible el estudio detenido, científico, de la lengua, objetivo de la institución?

¿Cómo es posible que desestimara la candidatura del lingüista Antonio Quilis para dejar sitio a Cebrián? ¿Cómo es posible que la RAE haya escogido a Puértolas cuando no hace tanto le negó el asiento al subdirector de su propio instituto de Lexicografía, Rafael Rodríguez Marín, un lingüista competente que abandonó la institución poco después, no se sabe si por hastío, por vergüenza?

Manifestar públicamente que no se está preparado para un cargo es digno de elogio por la inusual sinceridad que pregona. ¿O más que sinceridad es cara dura? Porque lo lógico sería rechazar, a continuación, la propuesta. Por decoro, con uno mismo y con la institución aunque ésta me parece que es tan incoherente consigo misma como los escritores que nombra.

Si llamativa fue la respuesta de Puértolas, también lo sería la de Pérez Reverte. Cual un Alatriste henchido su pecho de nacionalismo español cojonario diría que “con él entraban en la Academia todos sus lectores” y que su primera tarea sería “escuchar y aprender”. Otro que tal. Por ese mismo precio, podía haber ingresado en una facultad de filología para “escuchar y aprender” algunos rudimentos fundamentales de gramática y de filología. Pérez Reverte, como Puértolas, han entrado en la academia sin merecerlo. No lo han hecho por deméritos literarios, en los que ahora no quiero entrar, pero sí repletos de deméritos científicos.

Como digo, lo que sucede con los escritores y la Academia es de juzgado de guardia. Algunos hasta lo saben. Por ejemplo, Marías, tras conocer su nombramiento, dijo que “no entendía por qué la Academia admitía en su seno a novelistas”, ya que la labor de estos era “bastante pueril”. Lo que no entendí nunca es por qué Marías, aceptó entrar en un club que aceptaba a gente pueril como él, a no ser que los de dentro chapotearan en un una charca de puerilidad absoluta y quisiera hacerles la competencia.

La verdad es que yo tampoco entiendo el criterio de la Academia a la hora de admitir a él y al resto de los demás escritores. Sigo sin entender por qué en la Academia de la Lengua las decisiones lingüísticas las tomen escritores, biólogos, almirantes, sociólogos, notarios –el director de Euskaltzaindia lo es-, arquitectos o periodistas. Tampoco comprendo que personas cultas admitan un cargo y una responsabilidad teórica para la que no están preparados.

Un poeta, por muy bueno que sea, no está capacitado para hacer una gramática. Y menos lo están, escritores como Marías, Puértolas y Pérez Reverte.

En fin, ¿Cómo vamos a tomarnos en serio una institución en la que muchos de sus miembros declaran no tener idea de lo que en ella se hace?

En este contexto, no extrañará que la Academia haya tenido que contratar a gramáticos y lingüistas no académicos para elaborar la nueva Gramática. Pero situaciones ridículas como estas no deben de ser raras, cuando 31 de los 46 miembros de una academia no tienen idea de lingüística ni de filología.

Ha advertido Puértolas que su ingreso en la RAE versará sobre los personajes secundarios. Un tema importantísimo y definitivo para los intereses de la lengua. En lugar de eso, podría fijarse en los escasos lingüistas de la institución. Nada mejor para hablar de subalternos en el salón de plenos de la RAE que recordar a los científicos del lenguaje, los auténticos secundarios de la RAE.

Sobre el autor del artículo:  Victor Moreno

Libros del autor: Pamiela.com

Publicado en Picotazos literarios | Etiquetado , | 2 comentarios

Víctor Moreno. De ciertos académicos

RAEEl ingreso de Soledad Puértolas como miembro de la Real Academia de la Lengua Española motiva una ácida crítica del autor a la elección de la escritora zaragozana, de quien no duda en asegurar que «su poder metafórico-lingüístico refleja un conocimiento y uso del lenguaje respetuoso y sumiso con las leyes más elementales de la construcción de una frase: sujeto, verbo y predicado». La crítica de Moreno se extiende a esa casta de escritores que suspiran por un sillón en la citada academia, a los que califica, parafraseando a Julio Camba, «paralíticos del Estado».

Hace días, fue elegida miembro de la Real Academia de la Lengua Española la escritora Soledad Puértolas. Quienes la apadrinaron -y nunca mejor utilizada la expresión, porque en este asunto «quien tiene padrinos se bautiza»- tuvieron que ingeniárselas para encontrar unas razones que justificaran la entrada de la candidata en el sancta sanctórum de la lengua. Las ocurrencias imaginadas fueron de tal calibre ridículo que bien podrían haberse utilizado para entronizar en la misma caverna lingüística a Corín Tellado o a Marcial Lafuente Estefanía, valga la redundancia. Al fin y al cabo, ¿qué escritor no se esfuerza en «construir un mundo literario propio y personal»? Sería divertido que fuera ajeno e impersonal.

¿Por qué tienen tanto interés vanidoso los escritores por entrar en un club, si son, por definición, animales oxidados por el más enfermizo de los individualismos? Todos se divierten citando y parodiando al Groucho Marx, aquel egocéntrico ilustrado, enemigo de cualquier club que lo admitiese como socio, pero raro es el homínido semejante que lo imite. Para mí, fue un mal día cuando descubrí que mi admirado Stendhal suspiraba por llegar a ser académico. Con cuarenta y un años, escribió: «Tengo el proyecto, quizás un poco atrevido, de pedir su voto para ser admitido en la Academia Francesa. Pienso tomarme esa libertad en 1843. En esa época tendré sesenta años y la Academia ya no contará probablemente entre sus miembros algunos hombres muy honrados, estimables y hasta amables pero que, quizás equivocándome, no me parecen buenos jueces literarios». Sé que por aspirar a académico, y serlo, no mejora ni empeora la literatura de un escritor, pero, no sé, prefiero que quienes admiro no se muestren tan estúpidos ante la vanidad y la chulería institucional y de cualquier signo.

En cambio, existen otros escritores que, en principio, no mueven un pelo por entrar en dicha institución, y no doblan el espinazo por mucho que les refroten el nombramiento por los bigotes. Al menos, en primera instancia. El caso del poeta Hierro fue uno de ellos. Más a tiro no se lo pudieron poner. Él mismo lo contó: «El que estuvo a punto de convencerme para que me presentara para académico fue don Joaquín Calvo Sotelo. Sacó la conversación y yo le hablé de mis pocos méritos para tan alta casa. Entonces me interrumpió: `Mire, Hierro, si estoy yo, cualquiera puede estar’».

Por supuesto que lo mejor del fragmento es la agria sinceridad de Calvo Sotelo, cuya inutilidad como académico podría hacerse extensiva a la cuadrilla que le acompañaba calentando sillones con letras. Y hay que recordar que, contraviniendo sus primeros escrúpulos, José Hierro acabaría sucumbiendo al embeleso vanidoso de ser académico, en abril de 1999, aunque no llegase a leer su discurso de ingreso. Un infarto de miocardio en el 2000 tendría la (in)feliz ocurrencia de evitárselo. Hierro moriría en diciembre de 2002.

Siendo así, o pareciéndomelo así, me pregunto ¿qué cualidades habrá que poseer para entrar en ella? La verdad es que antes del nombramiento de Soledad Puértolas lo sabía o lo intuía, pero, ahora, no sé ni lo uno ni lo otro. Aunque, si soy sincero, tendré que reconocer que mi incertidumbre se hizo carne de primera cuando nombraron a Anson, Cebrián y, más tarde, coronaron el hemiciclo académico Muñoz Molina, Pérez Reverte, Marías y, ahora, Puértolas.

¿Qué tiene Puértolas como escritora que no posean tantos y tantos escritores mediocres? La mayoría son mucho mejores que Puértolas. A la escritora zaragozana sólo la leen sus lectores de culto y los que lo hacemos para comprobar que, desde su primera novela, no ha mejorado lo más mínimo. El poder cognitivo de esta escritora es de nivel cero. ¿Qué ha aportado al conocimiento de la condición humana como escritora? Nada. Su poder metafórico-lingüístico refleja un conocimiento y uso del lenguaje respetuoso y sumiso con las leyes más elementales de la construcción de una frase: sujeto, verbo y predicado. Todo muy elemental y transparente. Y, finalmente, no aporta ninguna novedad a la novela española actual, ni elemento original en relación con la tradición más inmediata. La escritora Marina Mayoral la da sopas con sapos y sabe de filología mucho más. ¿Y? Nada.

Suerte tienen de verdad estos escritores -Puértolas, y los anteriormente citados-, que pasan sin problemas la prueba del algodón académico. Estaría bien recordar que Julio Caro Baroja fue rechazado inicialmente por considerarse en círculos académicos que su obra era minoritaria y poco importante. En cambio, Jesús Aguirre, duque de Alba, sería aceptado sin contrariedad alguna. Era la señal pública de la mentalidad académica de Antiguo Régimen en cuanto al derecho de la nobleza a formar parte, por ser tal, de la institución. Ahora, con la democracia, ser académico parece más que nada cosa de plebeyos y advenedizos que tienen buena percha donde colgar su aspiración a poseer dicho título.

Si la Academia es como describía Julio Camba, no se entiende que la gente suspire por entrar en ella: «La Academia es allí el premio de la gota, de la arteriosclerosis y de muchas dolencias conservadoras, producidas, generalmente, por el exceso de ácido úrico (…) ¡Tan solemne como una reunión de paralíticos en un asilo del Estado!».

Ya en la supuesta democracia formal, Muñoz Molina aseguraría que la Academia «es quizá la institución más plural de España. Allí se sientan juntos Buero Vallejo y Torcuato Luca de Tena, Julián Marías y Emilio Lledó». ¡Qué sentido de la pluralidad más conmovedor! El mismo grado de pluralidad antitética puede ofrecer un mercado de ciudad a cualquier hora. Y supongo que, después de la muerte de los tres primeros, la Academia se quedaría huérfana de pluralidad. A no ser que haya sido sustituida por la del propio Muñoz haciendo cuitas con Marías.

En el año 1995, Pérez Reverte se despepitaba a gusto y con saña contra la propia Academia: «Lo que reprocho a la Academia es su escaso interés en acabar con la corrupción del idioma. Toda esa vehemencia que pone en Cataluña debiera ponerla para acabar con los leísmos y otras infamias. La Academia lo que ha hecho siempre ha sido consagrar barbaridades a toro pasado, nunca se ha adelantado. Y en lo de ser académico hay mucha solemnidad. Parece que escribimos para la posteridad cuando se tiende a no leer nada. Hay demasiada gente que con quince años nace aburrido, solemne, pensando en la letra que ocupará en la Academia».

Desde que Pérez ingresó en ese club de los «paralíticos del Estado» nunca se le oiría a Reverte quejarse de la Academia, achacándole ineptitud estructural para terminar con la corrupción del verbo. Elemental. Lo que pondría en evidencia una virtud esencial para ingresar en la Academia: ponerla durante un tiempo a horcajadas de asno. Pues los académicos, que ya son viejos, reconocen en estos bocazas a sus hermanos hipócritas semejantes. Sólo quien critica la Academia tiene auténtica vocación de ser académico.

Publicado por Gara-k argitaratu

Sobre el autor del artículo:  Victor Moreno

Libros del autor: Pamiela.com

Publicado en Picotazos literarios | Etiquetado | Deja un comentario

Crisis económica, crisis moral

Victor Moreno

El teólogo anglicano Eliseu Vila, economista por más señas, sostiene que la crisis económica que anega el bolsillo de los pobres en este comienzo de milenio se debe a una crisis espiritual de valores. Según este visionario, «cuando eliminamos a Dios de la escena, desaparecen los referentes morales, se debilitan los absolutos, se entra en el relativismo, prima la codicia personal, y el sistema económico se colapsa. La economía está en crisis porque el sistema de valores está en crisis, y estos lo están porque el cristianismo está en crisis».

Extraña conclusión: la culpa de lo que está pasando la tiene el cristianismo. El sistema capitalista, pobrecillo él, no tiene responsabilidad alguna en los desaguisados económicos que acontecen en la rúa y en la casa del proletariado. A no ser que cristianismo y capitalismo sean la misma cosa deleznable. Bonito cromo. El sistema capitalista entra en crisis porque la gente comienza a perder la fe en Nuestro Señor Jesucristo. ¡Si Keynes levantara el cerebelo!

Ya que la crisis económica es producto de una crisis en picado del cristianismo, se me ocurre pensar que todo se solucionaría si la sociedad se convirtiera al unísono democrático al budismo o al sintoísmo. Si el cristianismo está en bancarrota y no es capaz de solucionar los problemas de gamberrismo ético que produce el capital, acabemos de una vez con él: convirtámonos todos a Alá, y santas Pascuas. A Alá, o a Buda. ¡Qué más da, si al final se resuelve la crisis económica, que es lo que importa superar!

El arzobispo de Pamplona, Francisco Pérez González, también se hizo frontón y eco de la consigna papal que asociaba la crisis económica con la debilidad de la moral y de las costumbres. Algo inaudito. Tal asociación, si algo revela, es el masoquismo de los dirigentes eclesiásticos. Porque con semejante discurso conductista lo único que hacen es tirar piedras contra su propio tejado, evidenciando que el cristianismo, y, menos aún, el catolicismo, no es suficiente argamasa espiritual para elevar la moral de la tropa. El cristianismo actual que pregona la jerarquía eclesiástica está demostrando su radical incapacidad para salir de la crisis económica.

Nada más iniciarse el año de 2010, el Papa Ratzinger, en el rezo tradicional del Angelus dominical, afirmaría que «gracias a Dios la esperanza no se basa en pronósticos improbables ni en previsiones económicas. Nosotros confiamos en que Jesús reveló de un modo definitivo su voluntad de estar con el hombre y de compartir su historia para guiarnos a todos a su Reino de amor y vida». Claro que sí, hombre. Si todo depende de la voluntad de Dios, y nada de los manirrotos y torpes economistas y del sistema productivo, está claro que la economía de Dios -vulgarmente cristianismo- es una economía que se ha mostrado inútil para solucionar la crisis moral que nos invade.

Naturalmente, si es como dice el Papa, uno se preguntaría para qué estudiará la gente Ciencias Económicas y Empresariales. Pues la esperanza de que se acabe el paro, suba la renta básica, desaparezcan las hipotecas y el impuesto de sucesiones, y así por el estilo, no depende de análisis micro o macroeconómicos, sino de que confiemos en la voluntad del Altísimo. En este sentido, los economistas deberían acompañar su curriculum con una asignatura denominada «Teología Económica». En ella, aprenderían que la economía de un país para que vaya bien o mal no depende de su tejido industrial, agrícola o de servicios, investigación y telecomunicaciones, sino de la fe que muestre la sociedad en la Providencia. Un tratado de economía sin fe es un tratado inservible. Da lo mismo cualquier programa económico de recuperación o de mantenimiento del país en su déficit o en su superávit. Si Dios ha decidido que un país se precipite por la torrentera de la más grasienta recesión económica, así será. Por tanto, lo que el economista debería estudiar, más que sesudos tratados de explotación empresarial, son los deseos económicos de la Providencia. Y como ya es sabido que para su interpretación es necesaria la intervención de la obispada, los economistas deberían mantener regulares encuentros con los representantes de Dios aquí en la tierra: obispos, cardenales y Papa. Pues ya es sabido que estas lumbreras son tan sagaces que saben todo lo que piensa y desea Dios para nuestro bien.

El clónico del Papa aquí en España, el cardenal arzobispo de Madrid, sostendrá que «las relaciones entre la crisis económica y la crisis del derecho a la vida son intrínsecas». Hay crisis económica, porque existe una crisis moral en todos los órdenes. Lo que en clave positiva significaría que los países que han superado la recesión también han entrado en una vía ética y moral amejorada. Lo que arroja una pregunta inquietante: ¿se debe ello a que habrán dejado de ser cristianas, o, por el contrario, habrán aplicado como cataplasma el sermón de la Montaña a la situación económica de su país?

Es notable que Rouco sostenga en plan interdisciplinar, lo que ya es decir tratándose de un cardenal, que «existe una interrelación entre los elementos financieros y económico, bioéticos y culturales que configuran la actual crisis». Por elementos que no falte. No es la primera vez que una batalla se pierde por culpa de ellos. Lo que resulta extraño es que habiendo tantos elementos azuzando la crisis, incluidos los financieros y económicos, afirme este cardenal que la razón última que explica esta crisis es «el fracaso del modelo del superhombre como el salvador único de los problemas de la sociedad y el mundo».

El cardenal debe creer en ello, porque lo repite varias veces. La culpa de esta crisis radica en «ese mito del superhombre que animó con tanto éxito histórico el pensamiento y la cultura del siglo pasado ha vuelto con nuevas formas», encarnándose en «ese hombre del siglo XX que despreciaba la vía del amor misericordioso de Jesucristo Crucificado, porque creía que se bastaba a sí mismo con el manejo de su poder socioeconómico, político y cultural para resolver las injusticias del mundo».

Para el cardenal esa figura «parece volver a aparecer en el umbral del tercer milenio, con la ciencia empírica como última instancia de la vida y del comportamiento humano capaz de garantizar la felicidad y el bienestar de los ciudadanos del mundo, sin necesidad de una razón trascendente y moral fundada en el mandamiento inequívoco del amor, que clarifique y dignifique el uso de la libertad».

Con lo que llegamos a una conclusión que para los obispos tendría que ser consoladora: la crisis económica sólo debería afectar a los ateos, a los depravados y a la gente muy mala. Una crisis económica con un fondo ético innegable y en la que lo más sobresaliente es la falta de amor a Jesucristo, tendría que haber pasado de largo sin hacer mella en los verdaderos creyentes, como Berlusconi, ¿no?

Publicado por Gara-k argitaratu

Sobre el autor del artículo:  Victor Moreno

Libros del autor: Pamiela.com

Publicado en Contra el fundamentalismo religioso | Etiquetado , | Deja un comentario