Víctor Moreno. Taurófilos

TauroNo entiendo muy bien la animadversión ni la mala uva que, en determinados momentos que algunos consideran históricos, como si no lo fueran todos, se desata contra los taurófilos. La decisión del Parlament de Cataluña es uno de ellos.

Yo, que pertenezco al burladero de quienes nunca han pisado una plaza de toros, ni siente entusiasmo alguno por las corridas ni los encierros, incluido el de san Fermín –el momento en que los mozos piden la intercesión del santo para que los proteja durante el encierro me sigue pareciendo una superstición infantil-, jamás se me ocurriría suprimir por decreto ni san Isidro ni los sanfermines, ni, por supuesto, la jacarandosa fiesta nacional.

¿Por qué?

Me considero una persona bastante sectaria y muy parcial, pero no tonta. Al lector lo catalogo de la misma manera. Por eso, a poco que piense, llegará como yo a esta tranquilizadora conclusión: las corridas y los taurófilos representan mejor que ninguna peña la cultura de la simpleza y, aunque sea duro decirlo, también de la barbarie en masa. Sí ya sé que entre quienes asisten a las corridas hay gente muy bien informada y no tanto: escritores, ingenieros, médicos, empresarios, gente de elite, aristocrática y todo.

Y que, por supuesto, no disfruta lo más mínimo viendo cómo se acaba con la vida de un animal, el cual, según algunos, nació para eso. ¿Nació o lo domesticaron para eso?

Ningún colectivo, como el de los taurófilos, cultiva de forma tan transparente la sinrazón, acompañada, además, por el arte de la más exquisita de las verborreas. No existe grupo o secta que aduzca más citas filosóficas, literarias, psicoanalíticas y éticas a la hora, no sólo de justificar, sino, incluso, de hacer atractiva y artística la matanza de un animal.

La gente suele pensar que ser necio es muy fácil Y tiene razón. Pero olvida que ello requiere un aprendizaje, un método, un camino, una técnica. Los taurófilos de pro lo saben mejor que nadie. De ahí que dediquen a ello todo su empeño y toda su voluntad. Comprensible, por tanto, su fenomenal vehemencia a la hora de defender lo que no puede justificarse más que desde el anfiteatro de la indiferencia ética.

A mí me ha dado mucha pena que el Parlament haya decidido la supresión de las corridas de toros en Cataluña, a partir de 2012.

Miren. Aunque contamos todavía con ricas y variadas manifestaciones de la bobería colectiva, sería muy difícil encontrar otra con más sólidos fundamentos. Con la lenta pero tenaz desaparición de los taurófilos se extinguirá una de las especies más representativas de la imbecilidad social de todos los tiempos.

Ellos, los taurófilos, al calificar las corridas de toros como costumbre profunda y tradición arraigada en el alma de los pueblos-¿en el bazo, no?-, no hacen sino reafirmar su íntimo deseo de mantener de forma perenne el árbol genealógico de la historia de la torpeza en masa.

La ciencia, muy en especial la etnografía, tenía, tiene aún, en el colectivo de los taurófilos un manuscrito, interesante como pocos, para estudiar hasta qué grado de profundidad y arraigo llega semejante inclinación. ¿Hasta dónde, el colon, el esófago, en fin, hasta qué entraña?

Considérese que, a diferencia de otras especies, que es preciso acotarlas para su estudio científico, los taurófilos se ofrecen de forma voluntaria y generosa para que se les observe in situ, sin pedir nada a cambio. El servicio que prestan los taurófilos al estudio de la necedad colectiva y nacional es impagable. Deberíamos de estarles sumamente agradecidos por su magnanimidad en mostrar desnudamente el cándido beotismo que los anima.

A diferencia de otros colectivos –caso de los políticos, por ejemplo-, los taurófilos no son hipócritas. No esconden la inmarcesible simpleza que los adorna, sino que la manifiestan crudamente allá donde se hallen, estén con quien estén. Si de algo no se les puede acusar es de fariseísmo. Mucha gente debería aprender de su comportamiento que, siendo conscientes del mayúsculo despropósito que defienden, no se arredran ante nada ni ante nadie. Creen firmemente estar en posesión de la verdadera, única, grande y libre estupidez que son capaces de todo, incluso de hacer digeribles las demás barbaridades de la vida. Pues un taurófilo que se precie de qué no será capaz por ver a José Tomás y su cuadrilla.

Suprimir las corridas de toros y los taurófilos con ellas sería un despilfarro que la ciencia no puede permitirse. Se tiraría por la borda una ocasión de platino para estudiar una especie que es paradigma en todo, menos en sensatez.

Así, pues, en lugar de prohibir corridas de toros y de tratar, en consecuencia, a los taurófilos como seres apestosos, crueles, insensibles e inhumanos, propondría que se les dieran todo tipo de posibilidades para que cultivasen con absoluta libertad su concepción tan bárbara e inmoral de la cultura. Y ellos, a su vez, como compensación, donasen en vida su cerebro y el resto de sus vísceras a la ciencia para un posterior estudio de su genoma. O de su ADN, como gusten.

Pues a nadie se le escapa que la constitución genética del taurófilo tiene que ser diferente a la de los demás. Si no, ¿cómo iban a ser tan deliciosamente necios?

Sobre el autor del artículo: Victor Moreno

Libros del autor: Pamiela.com

Publicado en Insoportable sociabilidad | Etiquetado | Deja un comentario

Víctor Moreno. ¿Religión y política? No, gracias

godMe dice un amigo que la izquierda anda repensando en remendar sus girones de identidad históricos para ver si encuentra un traje a la medida de los tiempos que, más que correr, vuelan. Y que algunos cristianos bienintencionados consideran que la religión puede ser su tabla de salvación. Por ello, han decidido aportar gratuitamente sus reflexiones para que de este modo, aplicadas como cataplasma a la enfermedad intrínseca de la izquierda, salga la pobre amejorada y estupenda.

Y es que, según estos cristianos, la religión tiene mucho que decir en este envite dialéctico. En concreto, uno de ellos, sensible a este cierzo profiláctico, sostiene en una de sus aportaciones que “en este impulso algunas personas creemos que la religión tiene mucho que aportar y en concreto el cristianismo” (M. Aramburu, “Izquierda, cristianismo y aborto”, http://mikelaranzu.wordpress.com/).

Repárese en que dice creemos, y no opinamos. Es un detalle de la marca confesional de quien así reflexiona. Luego afirma un tanto pretenciosamente: “No olvidemos que la fe, en cuanto experiencia o vivencia, no es una ideología ni tampoco el Evangelio se agota en un programa partidario, pero sin duda la creencia cristiana tiene una dimensión sociopolítica inherente, además de ser instancia crítica permanente de todo lo real.”

Termina este párrafo con una afirmación hace tiempo superada por el devenir de los acontecimientos: “Es cierto que una misma fe puede llevar a comprometerse, con igual legitimidad, según conciencia y ciertos límites, en posiciones políticas diversas, de izquierda y de derecha. En todo caso, me resisto al reduccionismo interesado de los binomios católico=derecha política o progresismo=actitud laicista anti o arreligiosa”.

En efecto. La fe no te impide en esta vida ser un estúpido, científico, pederasta, obispo y un asesino. Y, por supuesto, caer en brazos de Cospedal, la señora que regenta ahora el partido de los trabajadores, o en los tentáculos de ese Mefistófeles de la política, que se llama Zapatero.

Pero, como diría jovialmente Jack el Destripador, vayamos por parte.

En mi opinión, la religión no tiene nada que aportar a este debate. La religión no es de este mundo. Las categorías que manipula la religión en su particular cocina son engrudos transcendentales, metafísicos, que acaban embrollándolo todo con martingalas del más allá para mejorar, dicen, el más acá, pero lo que consiguen es convertir la misma religión en una fuente de conflictos internacionales.

La gente para ser comprometida y buena no necesita practicar ninguna religión concreta. Y menos la religión católica, que ha sido, históricamente, una infamia y una fuente de desdichas universal.

Dios no pinta nada en la configuración determinada y concreta de la izquierda, a no ser que sea una prolongación directa del evangelio, lo que en mi opinión sería un oxímoron, una contradicción mayúscula. Confiar en que la religión devuelva a la izquierda un vigor que tiene perdido desde que Lenin se convirtió en momia es un chiste muy, pero que muy malo. Como la izquierda se deje guiar por estos apóstoles del cristianismo acabará todavía más despistada que lo que dicen que está ahora.

Y no es que la religión sea incompatible con la izquierda. No. Es incompatible con cualquier política enraizada en este mundo, responsabilizada de organizar y dar sentido a la vida cotidiana de la gente. La religión, dada su dimensión teocrática, es radicalmente venenosa para la organización democrática de la sociedad. La religión es enemiga de la libertad, de la masturbación y de la autodeterminación individual en cualquiera de sus manifetaciones.

Si el cristianismo tiene algo que aportar, que se lo guarde para sí mismo, que falta le hace, dada la bajada de moral que ha sufrido durante estos últimos años. Además, ¿por qué no echar mano de las aportaciones del ateísmo, del escepticismo o del situacionismo? Y ya puestos a dar ideas, ¿por qué no pensar en las estupendas contribuciones que el budismo puede aportar a una redefinición de las izquierdas, ommmm?

Todo lo que centrifuga la religión lo convierte en materia del más allá. Lo lleva en los pliegues metafísicos de su doctrina tan excelsa como falsable. Y no se piense que tengo especial inquina a la religión católica. Bueno, igual sí, pero quiero decir que todas las religiones son igual de demenciales en su afán totalitario y prosélito. La mejor religión es la que no existe. Lo mismo le pasa al cristianismo. En cuanto se puso en marcha, acabó corrompiéndose intrínsecamente.

Los cristianos, en lugar de tratar de roturar los caminos por los que debería deambular la izquierda, tendrían que preocuparse de lo que pasa en su casa, la cual parece estar habitada por personajes parecidos a los del cuento de “La casa de Usher”, de E. Allan Poe, los hermanos Roderick Usher y Lady Madeline, aquejados de un mal que bien podríamos calificar de gótico y metafísico. Como no es mi intención agriar el optimismo de los cristianos, omito indicar cómo termina el cuento del genio americano.

Sinceramente: a estas alturas, me da lo mismo qué tipo de confitura intelectual sea la religión cristiana. Me es indiferente que se diga que es ideología, teología, antropología, soteriologí o patafísica. Cuando les interesa, dicen que es hasta mensaje salvífico. Y, por supuesto, la doctrina más excelsa que haya existido.

Y, por supuesto, una vivencia. Claro que sí. Como lo es el ateísmo, el sexo oral y la espatulomancia. ¿Qué actividad de las que realiza el ser humano no puede vitolarse con la etiqueta de vivencia? Pero de esta evidencia de Pero Grullo no se deriva per se ninguna consecuencia positiva para la ciudadanía. No quiero ser impertinente, pero ¿cuántas de las vivencias cristianas de Rouco y sus hermanos no han terminado en una despiadada crítica contra quienes no piensan en cristiano? ¡Si hasta tratan de inhumanos a los ateos!

La dimensión sociopolítica no es inherente al cristianismo ni a ninguna religión. Son los cristianos quienes han decido convertir el mensaje del Nazareno en una especie de catecismo a lo Marta Harnecker.

¿El cristianismo como instancia crítica permanente de lo real? No me han estornudar, por favor. ¡Ojalá que lo fuera! Pero no lo es ni siquiera con quienes, siendo cristianos, las perpetran de metro y medio. Todas las doctrinas humanistas aplicadas a la realidad lo son. No entiendo por qué el cristianismo ha de ser superior en esa dimensión crítica de lo real que a lo escrito, pongo por caso, por Marx.

¿El laicismo progresista? Más que eso. Es higiénico y profiláctico. El laicismo no es milonga que canten sólo los ateos. El laicismo no es una doctrina, sino perspectiva mental en la que se sitúan tanto los creyentes como quienes practican el aerobic de cualquier postura frente al misterio: ateos, agnósticos, escépticos y creyentes, sean de izquierdas y derechas. Todos, menos los aquejados por un fundamentalismo integrista que todavía siguen suspirando en un modelo de Estado diseñado por un revival de Constantino.

El laicismo no es anti o arreligioso. Ni, por lo mismo, retrógrado o progresista. El laicismo es pura geometría espacial, y lo único a lo que aspira es a que la Iglesia ocupe el lugar que le corresponde por mandato divino y, por tanto, se haga mayor y capaz de quitarse y ponerse los pañales por cuenta propia sin necesidad de echar mano de la criada del Gobierno. La Iglesia de hoy da grima. Tacha al Gobierno actual de ser la encarnación coriácea del diablo, pero no tiene escrúpulo alguno para aceptar su limosna.

Desgraciadamente, ser católico sigue siendo tentación que superan cantidad de buenas personas, inteligentes y razonables, cayendo en ella. Lo digo porque el catolicismo, como doctrina y empuje vital, no ha traído nada bueno a este país. Sí, lo sé. Ha habido estupendos católicos en esta vida. Pero es sabido para qué están las excepciones: para poner a prueba la regla.

Puede parecerlo, pero no es así. No parto del a priori de que la izquierda tenga que ser atea aunque, para mi gusto y comprensión del hecho sociopolítico, ojalá lo fuera. Atea y, en los tiempos que corren, incluso anticlerical y, por supuesto, laicista, radical e intransigente.

Lo que no negaré es que, quien quiera mantener relaciones con la familia de Dios, Padre, Hijo, Espíritu Santo o la Virgen María lo siga haciendo. Eso sí,  en la parroquia o en su propia casa. Pero nunca en la esfera pública. Lo diga Habermas o su primo Ratzinger. Si lo hacen, la desvirtúan.

Desvirtúan la política, sea de izquierdas o de derechas, y desvirtúan la religión cristiana, la practique Aznar o Bono.

Sobre el autor del artículo: Victor Moreno

Libros del autor: Pamiela.com

Publicado en Contra el fundamentalismo religioso | Etiquetado , | Deja un comentario

Víctor Moreno. Los católicos van a menos

Como grupo social y objeto de estudio, me interesan quienes consideran que lo que son en la vida, lo deben a una decisión libre de su voluntad. Me interesan, porque suelen constituir la gran masa de quienes forman parte de grupos fanáticos, sean de corte político como religioso. Pues raro será el individuo que, sabedor de que la libertad es una falacia, pertenezca a un club, sea de corte trascendental o inmanente. Quienes hacen valores absolutos de estos conceptos abstractos han terminado consumidos por ellos y, mucho peor, consumiendo la paciencia a quienes han pretendido someter a sus dictados.

En esta situación, lo más común es sostener, como señalaba Cioran, que a los escépticos no se les podrá atribuir ningún avance histórico. Cierto. Pero tampoco ninguna catástrofe, como las debidas a los genios militares y religiosos, que con sus obsesiones han amargado la existencia de los demás.

Es verdad que, en ocasiones, las creencias responden más a cuestiones de estómago que de intelecto, pero a ver quién es el guapo que incrimina a los demás por ser lo que han decidido ser, en plan individual o colectivo. Quien lo haga se verá contra la pared de una contrarréplica inapelable: «¿Acaso no soy libre de hacer y pensar lo que me dé la gana?». A lo que cabría responder: «No, pero no seré yo quien te saque de semejante ingenuidad».

Los creyentes se refugian una y otra vez en el subterfugio de que las supersticiones que ellos cultivan no deberían ser susceptibles de crítica por parte de quienes no creen en el más allá ni en el más acá regido por teocracias o principios transcendentales. «Si no creéis, ¿por qué os interesáis tanto por lo que hacemos en misa doce? De verdad: los ateos no deberíais preocuparos por las majaderías que perpetramos los católicos en cuanto nos dejan solos».

La verdad es que, si la sociedad hubiera dejado hacer a los católicos lo que ellos consideraban que es el Bien Supremo, el mal en este mundo habría aumentado en progresión geométrica. De hecho, cuando eso fue posible, no se conoció en la historia ningún grupo más funesto para la convivencia democrática como el de los católicos. La guerra civil hasta encontró en la religión el fundamento primero y último de su violencia. Más todavía. La violencia que se ejerció durante la postguerra en España sólo fue posible gracias a la permisividad de la jerarquía eclesiástica. Y, hoy mismo, el catolicismo, representado por la Conferencia Episcopal y a su pollera el PP, es, sin duda alguna, el enemigo número uno de la convivencia democrática y de cualquier legislación nacida de la soberanía popular. Ambas instancias se pasan al unísono fascista el Estado de Derecho sin que el Gobierno haga una mueca de desagrado.

Sé que se lo tomarán como un sarcasmo -la falta de humor de la religión es nota esencial de su carácter-, pero sugiero que los católicos deberían sentirse satisfechos porque los ateos se alarmen, no sólo ante las declaraciones de sus prebostes episcopales, sino, también, por los hechos que, en ocasiones protagonizan. Es un buen sistema higiénico por el que pueden mejorar sus modos de vivir la religión que dicen profesar. Sobre todo, cuando la Iglesia es incapaz de autoflagelarse el neuronal con la cantidad de delitos que últimamente han perpetrado algunos de sus más cualificados miembros.

Ni que decir tiene que para la Iglesia el ateísmo es mayor pecado que la pederastia. Infamia lógica entre los paladines de la ortodoxia, pues ni el papa Benedicto XVI es capaz de otorgar urbi et orbi a los ateos la condición de seres humanos. Aunque para desprecio, el de los obispos españoles. Para la obispada española el ateísmo es una enfermedad, la peor de todas, mucho peor que la homosexualidad, que ésta, al fin y al cabo, con una buena descarga de electrodos en los güevos del diverso se puede curar, cosa que el ateísmo es irreversible. No se cura ni con un exorcismo papal.

El catolicismo oficial desvaría cuando juzga que los ateos no son dignos de criticar, por ejemplo, el hecho de que el arzobispado de la diócesis de Pamplona haya erigido una escultura del Sagrado Corazón de Jesús en la explanada del Seminario. En realidad, los ateos en ningún momento ven mal que los católicos se paguen de su bolsillo sus erecciones monumentales, sean de bronce o de paja, al Corazón de Jesús o a la vesícula de san Pedro. Estamos más que acostumbrados a ver la infinita riqueza de supersticiones y cultivo de insólitos fetichismos protagonizados por la Iglesia a lo largo de su devenir oscurantista y carcamal.

Lo que está fuera de lugar, para un ateo y para un creyente con sentido común, es que el arzobispado asegure que «consagra Navarra al Sagrado Corazón de Jesús».

¿Navarra? ¿Qué Navarra?

La Iglesia sigue aferrada a una más que oxidada concepción nacionalcatólica de la vida y de la política. Imagina que la Navarra actual es la misma que se levantó en el 36 contra la II República, apoyando el golpe fascista, y que el entonces inquilino del obispado de Pamplona, Marcelino Olaechea, fue el primero en caracterizar como Cruzada, en un artículo publicado en el periódico golpista de Cordovilla.

El arzobispado no sólo hace gala de una inconsútil chulería, arrogándose la representatividad de una Navarra eterna y esencialista, dejando fuera la existencia de otros navarros, ateos, apóstatas, y agnósticos, como ya hizo en el pasado con los rojos, que ni eran humanos ni, por supuesto, navarros. A su manera, la aplicación de la limpieza de sangre, ejercida por la Inquisición y el nazismo, sigue tan fresca como una lechuga de Groenlandia.

Pero desengáñese el arzobispado. La Navarra que ha consagrado a la víscera sacra del Nazareno no existe. Es una entelequia. Es muy comprensible que la Iglesia tenga por únicos navarros verdaderos a los creyentes. Pero semejante actitud sólo demostraría una vez más su maniqueísmo y su visión sectaria de la existencia.

Lo curioso es que no perciba que, en la medida que distingue la ciudadanía en función de la fe que se profesa, se está quedando cada vez más sola. Ni sus propios fanáticos -de «fanum», los que asisten al mismo templo-, le ríen sus gracias como antaño. ¿Que exagero?

Hace cien años, en 1910, la prensa navarra contaba alborozada que 90.000 navarros se había congregado en Iruñea para protestar contra la llamada Ley del Candado, que el genio político de Canalejas proyectaba contra las congregaciones religiosas. En 2010, a la consagración de Navarra al Sagrado Corazón de Jesús asiste «una multitud de 4.000 personas».

Nadie podrá negar que los católicos van a menos.

Sobre el autor del artículo: Victor Moreno

Libros del autor: Pamiela.com

Publicado en Contra el fundamentalismo religioso | Etiquetado | Deja un comentario

Víctor Moreno. Pensadores excomulgados

danteUn hecho que llama la atención es la poca o nula capacidad de la Iglesia para reconocer sus monumentales errores y presentar –no pedirlas- disculpas por ello. En cualquier caso, si las pretensiones de la Iglesia fueran reconciliarse con la historia, podría hacerlo primero, no con los científicos del pasado, que también, sino con los hijos pródigos de la propia casa, esos teólogos que, desde hace siglos, siguen permaneciendo en la lista del índice de los condenados y excomulgados. Porque sucede que, en la mayoría de las ocasiones, estos heterodoxos se han convertido en la fuente primordial del pensamiento que rige la conducta de los modernos.

Guillermo de Ockahm y de Marsilio de Padua fueron dos ilustres pensadores que pusieron en entredicho el sometimiento de la razón a la fe, cuestionaron el poder temporal de la Iglesia y plantearon la separación radical entre ambos poderes. El laicismo que se pretende en la actualidad sería incomprensible sin las aportaciones de ambos, sobre todo de Marsilio.

El primero era franciscano; el segundo, jurista y político. Ninguno de los dos ateo, ni agnóstico. Creyentes. El detalle no es baladí. Ambos terminarían excomulgados por el papado. Si no los llevaron a la hoguera, fue porque lograron escaparse de sus perseguidores.

El inglés Guillermo de Ockham (1285-1347) defendió que la teología no puede ser ciencia y no puede demostrar ninguna de sus doctrinas, porque son cuestiones de la voluntad. La fe no es condición necesaria para la salvación, pues Dios es absolutamente libre, y no puede verse coaccionado por nada, ni, siquiera, por el papa. Por Rouco y sus hermanos, menos.

Esta actitud de Ockham se puede rastrear en algunos teólogos actuales, por ejemplo, en el jesuita Joseph Moingt, del que cuelo esta cita: “¿Para qué sirve Dios? Comenzar por desembarazarse de esa idea de que El es útil. No, no es un objeto útil, aún menos lo es hoy en las condiciones del mundo moderno. Es el ser gratuito por excelencia, que no impone ni su presencia. No estimo que sea indispensable que los hombres piensen en Dios para salvarse: pueden salvarse de otro modo” (Joseph Moingt y Jean Bottéro, Marc-Alain Ouaknim, La historia más bella de Dios. ¿Quién es el Dios de la Biblia?, Anagrama, Barcelona, 1998).

Ockham reconoce que el poder imperial deriva de Dios, pero no gracias a la figura del papa o a su mediación, sino del pueblo, de la asamblea de los creyentes, quienes, a su vez, son los encargados de elegir democráticamente a sus representantes, obispos, cardenales y papas. Ni el Papa ni el Concilio tienen autoridad para establecer verdades que todos los fieles deban aceptar. La infalibilidad del magisterio religioso pertenece a la Iglesia, sí, pero entendida como “la multitud de todos los católicos que hubo desde los tiempos de los profetas y apóstoles hasta ahora”. Casi nada.

Guillermo de Ockham, acérrimo defensor de la pobreza de Jesucristo, temática desarrollada en la novela y película de igual nombre El nombre de la Rosa, fue, finalmente, excomulgado.

Marsilio de Padua (1275/1280-1343) fue rector de la Universidad de París desde 1312 hasta 1313.

En su monumental obra Defensor pacis, de 1324, Marsilio defiende el carácter positivo del concepto de ley que pone como fundamento de su discusión jurídico-política. Excluye explícitamente de su consideración la ley como inclinación natural o prescripción obligatoria en vista de la vida futura, y se limita a considerarla como “la ciencia o la doctrina o el juicio universal de todo lo que es justo y civilmente ventajoso y de su opuesto”. Y lo entiende como “un precepto coactivo vinculado a un castigo o a una recompensa que otorgar en este mundo” y sólo en este sentido se le llama propiamente ley. La ley queda restringida a los actos externos como precepto coactivo. Nunca invade el espacio de la propia interioridad, sea ésta llamada conciencia o estómago.

Lo que es justo o injusto, ventajoso o nocivo para la comunidad humana no lo sugiere un instinto infalible puesto en el hombre por Dios ni por la misma razón divina, sino que lo juzga la razón humana, creadora de la ciencia del derecho. Justamente todo lo que sí piensa la obispada actual.

El único legislador es el pueblo, es decir, “todo el cuerpo de los ciudadanos”.

Concluye que la pretensión del papado de asumir la función legislativa y la plenitud del poder no es sino un intento de usurpación que no produce ni puede producir otra cosa que escisiones y conflictos.

Del mismo modo, para evitar estas disensiones por motivos de fe señala que la autoridad legítima no es la del Papa, sino la del concilio convocado en la debida forma, o sea, de modo que esté en él presente directamente o por delegación “la parte predominante de la cristiandad”. ¿Imaginan un concilio de estas características para determinar cuáles deberían ser las relaciones de la Iglesia respecto al aborto, la educación, la eutanasia, la clonación terapéutica? No, no me lo imagino. Por eso, yo me confirmaría con que se hiciera un referéndum para decidir acerca de la pervivencia o no de la Conferencia Episcopal.

En cuanto a las relaciones entre fe y razón, Marsilio señala que se trata de dos ámbitos claramente separados. Nada tienen que ver las cosas de la fe y las cosas de la razón. Siguen veredas y fines distintos. Quienes pretenden relacionarlas buscan indefectiblemente el sometimiento de la razón a la fe.

Marsilio de Padua considera que la Iglesia debe subordinarse al Estado. En su obra, Defensor pacis, mantiene la supresión de todo poder de la Iglesia Católica en este mundo, a fin de evitar la coexistencia de gobiernos y jurisdicciones compitiendo entre sí. Y todo ello como una condición para el mantenimiento de la paz, y la cohesión social.

Ni que decir tiene que los obispos y los papas lo odiaron a muerte. Y que los actuales ni lo nombren por equivocación. El papa Clemente VI lo calificaría como el “mayor hereje jamás conocido” cuando anunció aliviado su muerte el 10 de abril de 1343. Tampoco sus paisanos le tuvieron mucha devoción. En su ciudad de Padua, ni siquiera dispone de una estatua que recuerde su nombre.

Y eso que el rechazo al poder eclesiástico era habitual entre los humanistas de la Florencia de aquel tiempo. Como decía con sorna Marsilio de Padua: “Los italianos tenemos, pues, con la Iglesia y con los curas esta primera deuda: habernos vuelto irreligiosos y malvados”.

Idéntica opinión mantenía el humanista Guicciardini: “Tres cosas desearía ver antes de morir, pero dudo que, aunque viviera muchos años, pudiera ver alguna de ellas: una vida de república bien ordenada en nuestra ciudad, Italia libre de los bárbaros, y el mundo liberado de estos curas malvados”,

Sólo le faltó añadir: “y libre de moscas”, para imaginar que quien estaba hablando de esa guisa era la encarnación del mismísimo don Pío Baroja.

Sobre el autor del artículo: Victor Moreno

Libros del autor: Pamiela.com

Publicado en Contra el fundamentalismo religioso | Etiquetado , | Deja un comentario

Víctor Moreno. Alimañas de la renta

rentaDe casi todas las paranoias que perturban el ánimo de las personas de este mundo, el dinero es su causa inmediata o mediata. El dinero tiene un poder de transformación inaudito. Por obtenerlo, el ser humano es capaz de cualquier infamia. No sólo de matar, que es lo más común, sino, incluso, que ya es decir, de modificar radicalmente, aunque sólo de forma coyuntural, su pensamiento. Lo volverá a cambiar en cuanto le ofrezcan una mayor cantidad de dinero.

Que el sujeto animal semoviente, vulgar y de autobús diario se apreste a airear sus biorritmos intelectuales y éticos por unos miles de euros es imagen bastante común y repetitiva. Lo vemos casi cada mes en el mundo de la política, de los negocios, de la prensa y de la intelectualidad, muy intelectual ella, pero nada kantiana.

Lo que resulta insólito es que los obispos participen también de este repugnante espectáculo, y que a los ingenuos moralistas hunda en una hipocondría de cuidados paliativos. Y es que, en verdad, no resulta ejemplar la contemplación de unos hombres, todos ellos puros y castos como los carrizos de agua dulce, arrastrándose ante las babas del Estado para conseguir que éste financie su, dicen, maltrecha economía metafísica y de la otra. Incomprensible actitud, pues ellos mismos dicen, ¿qué importancia tendrán tales euros si, en el intento, no sólo pierdes el bazo teológico, sino, sobre todo, la dignidad y el orgullo? En realidad: ¿tienen dignidad, dignidad común, entiéndase, los obispos, en general, y los de la Conferencia Episcopal, en particular?

Por mucha teología mistificadora que echen al asunto, lo tiene muy difícil la obispada para convencer al respetable ignorante de que su gesto de doblegarse ante el César para conseguir de éste unos dineros entra en los planes salvadores del Redentor. No sólo eso. ¿Cómo sabe esta Iglesia carroñera que el dinero que conseguirá mediante la X de la Renta es dinero limpio, que no huele mal, que no procede de extorsión, del blanqueo, de la mentira de unos contribuyentes que se la tienen más que cogida al Estado? Bueno. Tampoco me pasaré de ingenuo. Pues no ignoro que ésa ha sido la constante histórica de la Iglesia institucional y jerárquica: conseguir dinero hasta de las mafias más criminales y, por supuesto, del tráfico de fetiches de lo más inverosímiles, por supuesto que sagrados, como, entre otros, «el santo prepucio de Cristo».

Quizás el problema de fondo sea un misterio o cuestión sociológica de altura, digna de un análisis de Weber. La pregunta es paradójica, pero tiene su miga: ¿es posible un poder moral efectivo sobre la población sin tener, al mismo tiempo, poder económico? No. El comportamiento de la Iglesia jerárquica así lo atestigua. También podría formularse de modo más cruel: ¿sólo se embarcan en reformas morales colectivas quienes, individualmente, son unos rufianes, éticamente hablando? Los ejemplos abundan en cualquier ámbito.

Lo que más sorna produce es que la obispada doblegue el espinazo de su ser teológico ante un poder político al que considera una prolongación quintaesenciada del mal. Y es que sería muy raro encontrar en la historia más reciente -la excepción quizás fuese la II República-, exabruptos del grosor y calidad infamante que la obispada actual ha vomitado contra el Gobierno. Porque es a este gobierno y no a otro al que sus sacratísimas eminencias no han parado de escupir y motejar, a quien le exigen la financiación de su «empresa moral y caritativa» mediante el nuevo artilugio del 0,7% de la renta. Es evidente, que, por dinero, la Iglesia es capaz de cualquier bajada de casullas.

Claro que lo del Gobierno tiene también una traca lastimera impresionante. Porque no ignoran los socialistas que la exigencia eclesial es, cuando menos, «irregular». El dinero que consiga la obispada de los Presupuestos Generales no es como el resto del dinero de los contribuyentes destinado a servicios públicos, sino que se utilizará para mantener una confesión particular, en este caso, la católica; y, para más masoquismo, sufragar campañas contra el propio Gobierno que la alimenta. El nuevo mecanismo de financiación eclesial establecido por el Gobierno renueva la llamada partida presupuestaria de «Mantenimiento del culto y del clero», cuya vigencia explícita expiró hace décadas. No sólo contradice el carácter aconfesional del Estado, sino, mucho más grave, supone una clara intromisión de éste en cuestiones de religión y convicciones, al patrocinar unilateralmente la promoción de unas ideas o confesiones particulares, en este caso católicas. La verdad es que se tiene la sensación de que la Iglesia es ese buitre despiadado y carroñero, que en materia económica conocemos, gracias a ciertos gobiernos, los cuales le siguen teniendo un miedo feudal.

Menos mal que, en ocasiones, suceden hechos que muestran sin ambages su verdadero rostro, el de su inclinación pecaminosa hacia el dinero.

En el año 1995, las parroquias oscenses -pertenecientes a la diócesis de Lleida- se reintegraron a la diócesis de Barbastro-Monzón. Se esperaba que también lo hiciera su patrimonio artístico y documental, pero el obispado ilerdense se negó a devolver las obras de arte que, según replicó, se encuentran en su museo «en calidad de depósito». Y eso que hay sentencia, incluso de la Santa Sede, en contra del obispado de Lleida.

Lo alucinante del caso es que este obispado en el año 2006 remitió al «Periódico de Aragón» una factura por valor de 6.780 euros. ¿Su «pecado»? Haber reproducido las 113 obras de arte pertenecientes a las parroquias oscenses, y que entregó gratuitamente a sus lectores. La factura revelaba que el museo diocesano había cifrado en 60 euros cada imagen. Sin embargo, el periódico, estupefacto, aseguraba que «el obispado no tiene empacho en partir retablos y frontales para multiplicar por tres esa cantidad en algunas imágenes».

¿Empacho? Para nada. Es la marca trinitaria de la casa. Pues la Iglesia lo que factura lo hace siempre en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Tres personas distintas, pero un único deseo verdadero: el vil metal encantador.

Sobre el autor del artículo: Victor Moreno

Libros del autor: Pamiela.com

Publicado en Contra el fundamentalismo religioso | Etiquetado | 1 comentario