Victor Moreno. Latinajos

correctorCuenta Unamuno que, al recibir las pruebas de la imprenta de uno de sus libros, el corrector había escrito al margen de una página la siguiente expresión: “¡Ojo!”. Con ella se daba a entender que la frase a la que hacía referencia no estuviera, quizás, a la altura gramatical del corrector. Unamuno devolvió las pruebas sin corregir ni una coma. Sólo añadió al “¡Ojo!” del corrector la expresión “¡Oído!”.

Ya es sabido que las relaciones entre escritores y correctores son motivo de más de un sobresalto y de enemistades soterradas. Ello se debe, en parte, a que algunos correctores tienen ínfulas de escritores y se permiten, incluso el improbable gusto de corregir el estilo de estos. Humillación a la que no está dispuesto a recibir ningún escritor.

A pesar de ello, el trabajo del corrector es imprescindible. Puede enriquecer el del escritor. De hecho, así sucede con algunas novelas publicadas. En especial lo es, si se dedica a indicar todo tipo de fealdades gramaticales que deslucen los textos: anacolutos, ambigüedades, falsas concordancias, repeticiones que pueden sonar innecesarias o redundantes para la inteligencia del lector. O sugerencias en torno a la misma extensión y configuración físico espacial de los fragmentos.

Y todo ello en un tono de suma consulta cordial. Y no, a las bravas sintagmáticas. Porque, naturalmente, hay correctores que se saltan las normas de dicha urbanidad elemental y donde el escritor puso hético, pues va el corrector y, sin avisar, por la espalda, lo sustituye por ético. Decir que “todo quedó en hético gazpacho de borrajas” no es lo mismo que asegurar que “todo quedó en ético gazpacho de borrajas”.

Claro que una cosa son las erratas comunes, adorables erratas, y de las que nunca se sabrá de modo fehaciente cuál fue su hacedor original, si el autor o el corrector, y muy otras las que hacen referencia a los latinajos, con los que se salpican algunos textos.

Con los latinajos está sucediendo algo curioso. A pesar del desamparo institucional en el que se encuentra la enseñanza y aprendizaje de las humanidades, lo cierto es que, en estos últimos años, las expresiones latinas se han extendido como dulce plaga. Y es que, como decía Lázaro Carreter, “entre decir, por ejemplo, que “de hecho”, los resultados son los mismos”, o que lo son “de facto”, esto resulta preferible, porque eleva medio palmo la estatura de los hablantes”. Sin embargo, queriendo latinizar los textos, actividad que algunos asocian con pedantería, se apalea el latín y se cometen muchos disparates.

No sólo por parte de los escritores, sino, también, por la ultracorrección a la que someten los latines algunos correctores ignorantes, que, ni funcionan con el oído unamuniano, ni con el ojo puesto en el diccionario, elemento imprescindible de cualquier lector incompetente, como ya dijera Nabokov.

Las relaciones del personal con el latín  se están volviendo tan agresivas que casi es recomendable no utilizar ninguna de sus expresiones. Sin ánimo de reproducir los desaguisados que se perpetran con alevosa ignorancia, pero no con premeditación, contra estas inofensivas expresiones latinas, he aquí una breve muestra de ellas, y que consigno para evitar sus futuros suplicios. De este modo, tanto correctores y escritores sabrán a qué atenerse en cuanto las encuentren en su camino. Son todos los que están, pero no están todos los que sufren el acoso de la autosuficiente incuria de estos tiempos inhumanos en que vivimos.

“Mutatis mutandis”. Significa “cambiando lo que se deba cambiar”. En muchos escritos se sustituye por un incorrecto “mutatis mutandi”.

“Statu quo”. Se usa como sustantivo masculino para designar el estado de cosas en un determinado momento. Por tanto, no está bien escrito cuando se lo transforma en “status quo”, muy habitual en las crónicas y reportajes políticos.

“In medias res”. Significa en medio de las cosas; en plena acción; en pleno asunto. En narrativa, da nombre a una determinada estructura, refiriéndose a que el asunto no se ha tomado desde el principio; sino en su momento culminante, en la situación conflictiva. La expresión es de Horacio, tomada de su “Epístola ad Pisones”. Al escritor, sea pedante o no, le gusta mucho utilizarla. Sólo que, en ocasiones, la escribe mal, y dice “in media res”. Pero lo peor es cuando la escribe bien, y viene el corrector y comete el desaguisado de la media.

“Motu proprio”. Significa por impulso propio; por propia voluntad; libremente; espontáneamente. Y son incorrectas aquellas expresiones que pretenden sustituirla por  “de motu proprio” y “motu propio”. A la primera, le añaden una preoposición innecesaria; y a la segunda, le birlan la r.

“Grosso modo”. El diccionario define esta coloquial expresión como aproximadamente; a grandes rasgos; más o menos; sumariamente. A pesar de lo que está extendida, o, quizás por eso, lo cierto es que muchas personas la citan anteponiéndole la preposición a. Y es, entonces, cuando genera confusión. Lo mismo sucede con la fórmula burocrática “envíenos la respuesta a la mayor brevedad posible”, que es lo mismo que decir “nunca”. Porque, ¿hay alguien que se haga llamar Lamayor Brevedad Posible? Para evitarlo, úsese la preposición “con”. De este modo: “envíenos  su respuesta con la mayor brevedad…”

“Urbi et orbi”.  Significa a la ciudad de Roma y a todo el mundo. Y hay gente que, incluso siendo un gargantúa de los garabatos psicomotrices del papa, sigue escribiendo y diciendo erróneamente “urbi et orbe”. Desprovista de su sentido religioso, la expresión, en sentido laico y coloquial, significa a los cuatro vientos; a todas partes.

Cabe añadir que no son solamente las expresiones latinas quienes llevan la peor parte de las ultracorrecciones. Existen, también, locuciones coloquiales a las que se sigue maltratando, peor, incluso, que a las expresiones latinas. Una de ellas, y que he terminado por renunciar a su uso, es “hacer agua”. Una defensa de un equipo de fútbol cuando es un coladero “hace agua”, pero no “hace aguas”, que es lo que se oye en televisión y se lee en los periódicos. Si lo hace es que se dedica a “defecar” (hacer aguas mayores) o a orinar (hacer aguas menores). Esta confusión, quizás, se deba a que sentimos mayor predilección por lo escatológico que por la exactitud y rigor lingüísticos.

En resumen. El mejor sistema para evitar estos desaguisados es siempre la consulta a un buen diccionario, tanto para el escritor como para el corrector.

En cuanto a éste, y en caso de duda o en caso de no disponer de un buen diccionario, sólo me atrevería trasladarle la nota que Diderot escribió a su librero y editor Le Breton, fechada en 1751: “Señor, le ruego que les diga a los cajistas de una vez por todas que no han de poner letras donde no las haya, y que deben poner todas las que he indicado, y no otras”.

Si ésta fuera la práctica habitual, el lector, que sí se fija en estas cuestiones por no considerarlas de poca monta, sabría en todo momento que la responsabilidad de ciertas palabras y expresiones, tal y como aparecen en los textos, es exclusiva del autor. Misterio de higiénica propiedad intelectual que hoy es imposible resolver de forma justa y distributiva.

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Victor Moreno. Mi vecino

El vecino de arriba no sabe hasta qué punto me está ayudando a convertirme en un fascista asqueroso. Cada vez que le oigo gritar a sus retoños se me ponen los pelos del sobaco como púas de erizo marítimo y, peor aún, me transformo en una mala bestia capaz de cometer un atentado contra el Estado de Derecho, encarnado en un imbécil.

Lo que menos me importa es que maltrate a sus hijos de palabra y de obra; al fin y al cabo, son de su propiedad y los padres hacen con los hijos lo que quieren. Lo que me fastidia es que tenga que vociferar tanto. ¿Acaso no puede decirles que son lo que son en voz queda? ¿No puede berrear a sus hijos que son unos idiotas, unos subnormales, idénticos al energúmeno de su padre, en un tono de voz menos estridente?

Parece que quisiera dar a entender a todo el mundo, que lo oye, que es un mal padre, cosa que todos lo somos en cuanto nos transformamos en tales bichos.

Estoy seguro de que mi vecino sabe que lo que yo más odio en este mundo es el ruido en cualquier modalidad sonora. Si no, no es posible que lo arme a todas horas.

Sé que la inconsciencia es la fuente más poderosa de la estupidez, por eso no creo yo que el ruido de mi vecino sea producto de su ignorancia. No. Yo estoy convencido de que mi vecino ha estado toda la vida entrenándose para producir ruido a su alrededor y que, ahora, que vive en comunidad, le ha llegado la hora evangélica de ejercitarlo. Y es, en verdad, digna de admirar su indeclinable voluntad a convertirse en un virtuoso coleccionista de ruidos. No pasa día, ni noche, ya sea utilizando a sus niños, ya los muebles de la casa, en que deje de ejercitarse.

Nunca he hablado con este vecino. Ni siquiera sé de qué tobillo ideológico cojea. Me resisto a aceptar que este hombre, capaz de producir tanto ruido con la boca y con las manos, pueda pensar como yo sobre el Gobierno, el Estado de Derecho, la Guardia Civil, las drogas, el aborto, la clonación, la religión, la ecología el amor de madre, la reforma laboral…

Es posible que su ideología sea afín a la mía. Y, sin embargo, lo odio a muerte.

Me pregunto si este odio que experimento no me emparentará con toda esa ralea de sujetos a los que se tacha de nazis, fascistas o crápulas a pecho descubierto. Y sigo preguntándome si no serán estas cosas, estas cosas elementales y sencillas, las que de verdad me desequilibran y me llenan de violencia, mucho más que la situación mundial, las guerras, las pestes, los racismos, el hambre, la crisis, el integrismo religioso…

No sé…, pero ese ruido está revelándome la peor parte de mí mismo.

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Victor Moreno. Las razones del perseguidor

Failure

La historia más reciente lo confirma: lo que la Iglesia ha condenado y reprimido, incluso con la muerte, ha triunfado y se ha impuesto en la sociedad como algo normal y cotidiano. Y es que, por mucho que duela reconocerlo, política, social y científicamente, la Iglesia no ha dado una en el clavo de la verdad. Se ha equivocado siempre. Eso sí. Institución más terca no encontraremos en los anales de la historia. Hoy mismo, sigue manteniendo como dogmas de fe cosas mucho más inverosímiles que la fecundación in vitro, como la divinidad de Jesús, el misterio de la santísima trinidad, el pecado contra el Espíritu Santo, el milagro de la transubstanciación y toda esa maravillosa fabulación de los dogmas marianos.

En el terreno científico, se equivocó con Galileo, con Darwin y Chardin. Demostró su más patético ridículo oponiéndose al descubrimiento de la anestesia por James Young en 1847, que facilitó el parto sin dolor. Vomitó pestes benditas contra Benjamín Franklin, el inventor del pararrayos, «ese impío intento de derrotar la voluntad de Dios». El argumento eclesial, tan teológico como gamberro, fue el siguiente: «Si Dios quiere golpear a alguien, ¿quién es Franklin para oponerse a sus designios?».

Con estos antecedentes, no extrañará que la clonación, incluso con fines terapéuticos, repugne la sensibilidad de la Iglesia. ¡Si lo fuera con fines metafísicos, aún…! Ante un descubrimiento biomédico como éste, digno del Premio Nóbel, la Iglesia se refugia en el oscurantismo Alí Babá y los cuarenta ladrones. Y ciertamente no dará a torcer su dogmático brazo incorrupto. Y si lo hace, será en el próximo paleolítico inferior cuando hasta los limacos acepten dicha clonación de embriones.

Un detalle más. Un estudio con 29.000 hombres ha concluido con que eyacular a menudo reduce el riesgo de cáncer de próstata. Eso significa que la teoría eclesial sobre la masturbación iba desencaminada: quien se masturbaba ni se quedaba ciego, ni tísico, ni se le caía el pelo del sobaco. Como muestra indiscutible, los propios clerizánganos. Para comprobar si la actividad sexual generaba cáncer de próstata, se ha obtenido la conclusión contraria: eyacular a menudo reduce el riesgo de desarrollar ese tumor, que es uno de los más comunes en el hombre. El experimento confirma que no importa que la eyaculación se obtenga motu proprio –con la propia moto que decía un autónomo manual-, o por otros métodos más interactivos e interdisciplinares. Un equipo de científicos del Cáncer Council de Victoria (Australia) concluyó que los sujetos que habían eyaculado una vez al día, cuando eran veinteañeros, tenían un tercio menos de riesgo de desarrollar cáncer de próstata que los eyaculadores más moderados.

Esto por lo que a la ciencia se refiere. En relación con la política y lo social, el maniqueísmo de la Iglesia ha sido igual de lamentable. El lenguaje de los documentos pontificios se ha convertido, después de tantos plazos fallidos, en un discurso aburrido que sólo causa tedio y rabia. Ninguna argucia engañará a los hombres y mujeres de hoy cuando la Iglesia, con su habitual cinismo, se lanza a la tarea retroactiva de recuperar algunos movimientos sociales y políticos que siempre condenó y que dieron vida a cierta corriente humanista contemporánea: el sindicalismo obrero, el sufragio universal, la democracia, las libertades públicas, la libertad de conciencia y de expresión, el pacifismo, el feminismo, la liberación sexual, y así sucesivamente.

Con la joroba histórica que la Iglesia tiene enquistada a sus espaldas, a mí no me mosquea nada que los emperadores romanos del siglo II persiguieran a muerte el cristianismo. José Montserrat Torrens en su libro «El desafío cristiano. Las razones del perseguidor», lo recuerda muy bien: «La reacción del paganismo esclarecido, en ocasiones representado por los dignos emperadores del siglo II, fue la de una justa y razonable defensa de los valores fundamentales de la civilización greco-romana, y en particular de la concordia religiosa (…) Toda esa creación estaba amenazada en bloque por el oscurantismo cristiano (…) El paganismo se defendió y logró preservar valores que, mil años más tarde, renacieron y se han convertido en el fundamento de nuestra convivencia. Éstas fueron, por tanto, las razones del perseguidor: nuestras propias razones».

A mí no me importaría que el Estado actual imitara el comportamiento de esos emperadores del siglo II sin que se derramara una gota de sangre, pero, sí, que corriera a boinazos democráticos a Rouco Varela y compañía. Se merecen ser mártires mucho más que los primeros cristianos.

La Iglesia ha dado en nuestros días muestras sobradas de continuas “blasfemias” científicas, políticas y sociales contra el Estado de Derecho. Y por menos que eso, el Estado ha enchironado a más de uno.

El Gobierno debería repasar la historia española. Descubriría que la Iglesia, mientras siga teniendo el poder que tiene y sea tratada con tanta deferencia metálica por el poder político, sea local o estatal, los valores fundamentales de la democracia estarán en peligro de extinción permanente. Y quien dice democracia, dice ciencia, política, cultura y sexualidad.

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Victor Moreno. ¡Ah, la literatura!

escritores

Para algunos escritores, si no fuese por la literatura, la realidad no existiría. O, para ser más precisos que los que lo afirman, la realidad sería distinta a la que es, incluso para aquellos que no han leído ni un prospecto escrito por Almudena Grandes, y ni tienen idea de cómo es la realidad. Solo la literatura es capaz de explicarla, la realidad que sea, mucho mejor que la física cuántica, que ésta, además, no la entiende nadie.

Por esta razón poderosa, no entiendo que los historiadores se obcequen en dar explicaciones del pasado y del devenir apelando a causas económicas, políticas y alimentarias, que no alimenticias como decía un Carpanta de la dicción.

Todo está en la literatura. Es ella la madre partera de la historia en cualquiera de sus dimensiones.

Por ejemplo, si se trata de juzgar la naturaleza perversa o inmaculada de un régimen político, no me anden ustedes con tiquismiquis económicos o sociales, por favor. Ni tengan el mal gusto, éste menos aún, de sacar a relucir la cantidad de presos que hay en las cárceles. Porque la existencia de reclusos no mide para nada la salud de una sociedad, sino la incapacidad individual de éstos que no saben aprovecharse de las ocasiones que les ofrece el sistema de bienestar para su realización personal y colectiva.

Es la libertad de creación artística la vara de medir la grandeza o miseria en que se elevan o descienden las democracias o las dictaduras. ¿Que quién lo dice? No un fontanero, desde luego, sino Vargas Llosa.

Lo que significa que, cuando los escritores pueden escribir y publicar, es que vivimos en Jauja. El resto de las sevicias perpetradas por el Estado de Derecho para seguir siendo más Estado que Derecho, no son ni importan nada.

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Victor Moreno. Riqueza interior

hambreHace bastante tiempo, me quedé con la siguiente copla evangélica, aunque firmada por un laico, y que en estos tiempos onerosos de crisis y gatuperios parecidos vendrá bien tararearla: “La persona, cuanto más culta, menos dinero gasta. Los incultos derrochan porque con ello tienen la sensación de que su relación con el mundo es más intensa y son más felices. Pero la alegría no depende de estímulos externos, sino de esa riqueza interior, a menudo callada, que hay que ir cultivando».

En estos tiempos; digo, en que la pobreza asesina la cultura y anega en el vacío los bolsillos de medio mapa mundi, habrá que agradecer al padre Savater, autor de la homilía anterior, que dedicara su tiempo y su valor de educar a los pobres, regalándoles tan tranquilizador y sublime pensamiento, digno del más inspirado Rouco Varela, y que, parafraseado en plan epístola a los adefesios, podría quedar como sigue: «Pobres del mundo, no estéis tristes; gracias a vuestra miseria, podéis dedicaros a cultivar la verdadera y feliz riqueza interior. Sabed que nada importa el dinero, y, si va acompañado de crasa incultura, menos».

Para Savater, los incultos son derrochones, porque ven en ese despelote gastador el estigma de su realización personal y de su felicidad. Pero, en realidad, estos pobres ilusos nada saben de la auténtica alegría, pues están privados, no de cultura, sino de La cultura. ¿Cuál? No sólo LA cultura que hace años tenía en propiedad el periódico de Polanco, sino, sobre todo, la cultura que lleva a Savater a despedir el Fin de Año desde la ciudad de Venecia. Y de la misma cultura que lleva a Savater todos los años en el mes de agosto al hipódromo de Epsom a, como indica su prosapia verbal, «conectar con las raíces ancestrales que ha preferido mi imaginación (las otras, las impuestas por la sangre o la etnia, son pura filfa esclavizadora) recobrando el ensueño del Derby». ¡Ah, el ensueño cultural del derby que nace de la imaginación individual!

Jamás calificaré a don Fernando de esteta orondo, derrochón y sibarita. Al estar poseído por la cultura, y ser filósofo, aunque de ribazo, eso sería un imposible metafísico. No puede ser que él, con su cultura, se deje llevar por «estímulos externos» -léase café, copa y puro-, para estar alegre y feliz. Demasiado vulgar y mediocre para su espíritu cosmopolita.

Convengamos en que celebrar el fin de año en Venecia, pudiéndolo hacer en Torrejón o en Donosti, y viajar a Epsom, para ver una carrera de recios cuadrúpedos, son magros dispendios, compensados por esa dignísima finalidad de cultivar, de manera callada y silenciosa, la almeja de su riqueza interior. Y de paso, mostrar a los pobres de este mundo cómo un sujeto culto se gasta el dinero cuando se tiene, buscando en ese gesto el profundísimo cultivo de la auténtica riqueza interior.

Y es que los pobres dan asco. ¡No saben ni aprovechar las crisis económicas para cultivar la riqueza interior de su bazo…!

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