Victor Moreno. Por una enseñanza y aprendizaje joconudos

En algunos ámbitos educativos, en especial los procedentes de la universidad y de un gran sector del profesorado adscrito a los niveles superiores –léase bachilleres antiguos y modernos-, se atribuye el bajo rendimiento académico de la adolescencia a la orientación que, según ellos, ha adquirido la enseñanza. Vamos, que la culpa la tienen los métodos, y no, quienes los ponen en su funcionamiento.

Según estos sociólogos de ocasión, la culpa radica en la orientación lúdica, divertida y entretenida, que ha adquirido el aprendizaje. Una orientación que está matando la llamada “cultura del esfuerzo y del trabajo”. Y se podría añadir: la disciplina, la responsabilidad y, sobre todo, el respeto a la autoridad.

La verdad es que resulta un tanto incomprensible dicho análisis.

Primero, porque eso de la orientación lúdica de la enseñanza y del aprendizaje, yo, al menos, no la veo por ningún lado, ni la he visto jamás como principal inspiradora de la pedagogía de cualquier programa más o menos oficial o institucional. Precisamente, si de algo ha abusado el sistema educativo es de un rigor mortis eterno, derivado de una seriedad y de un verbalismo o autoritarismo, valga la redundancia, ya clásicos.

Segundo, porque una orientación lúdica de la enseñanza y aprendizaje de cualquier área del conocimiento es mucho más exigente, tanto en planteamientos como en procedimientos, que una pedagogía seria, circunspecta y exuberante de rigor, de rigor mortal, quiero decir.

Al sistema educativo le da pánico el juego, de jocus, de ahí lo de jocoso, jocosidad y, echando mano de la propia cosecha etimológica, joconudo.

Una enseñanza joconuda que, además de divertir y entretener, se ríe de la autoridad inflada, de lo ridículamente erudito, es una enseñanza que en modo alguno es incompatible con la reflexión, con la racionalidad y con el trabajo. Todo juego exige unas reglas, sin cuyo cumplimiento no puede obtenerse ningún sentido ni significado. La lengua, por ejemplo, si por algo se caracteriza es por ser un conjunto finito de significantes con los que se pueden obtener miles de significados distintos, contradictorios, paradójicos, razonables, bellos y horribles.

Rabelais, autor de Gargantúa y Pantagruel, se pasó toda la vida asediado por gente seria, malhumorada, profesoral. Los caracterizó como los agelastes, es decir, personas sin humor. Para él, estos agelastes eran los verdaderos inspiradores del terror doctrinal que mata la vida y la heterodoxia, fuente primordial de la divergencia y de la búsqueda incesante de nuevos derroteros.

Cierto pensamiento social, cautivo de las pretensiones uniformadoras de la cultura, considera que la creatividad es peligrosa, porque cultiva la divergencia, el ir en otra dirección distinta a la que marcan los cánones de la normalidad y de la colectividad. Hasta el ilustrado Kant, el autor del slogan “atrévete a pensar”, abominaba de las novelas porque, en su risible opinión, conducían al ser humano a desviarse –etimológicamente eso es lo que significa divertirse-, de su verdadero fin ontológico: lograr una autonomía ética mediante el ingente esfuerzo neuronal del cerebro. Las novelas, en este quehacer, servían de muy poco. De ahí que para los ilustrados, la imaginación como la creatividad apenas contasen en el desarrollo de la sensibilidad autonómica y razonable. Probablemente, como hoy. A fin de cuentas, de la Ilustración hemos heredado, entre otras cosas, una de sus peores actitudes: la persecución de la diferencia. Y ello, a pesar de la tan cacareada tolerancia de los Voltaire y compañía. Por cierto, éste pedía en su tiempo que se censurasen los pasajes crudos del propio Rabelais.

Todo lo contrario a lo que sucede con el pensamiento joconudo y divergente, cuya cualidad fundamental es respetar los ritmos y peculiaridades del sujeto, aspectos esenciales que marcan el aprendizaje del conocimiento y de la autonomía personal.

En los procesos creativos, lo importante es el flujo individual, lo que uno pone en ellos. Pero de ahí no se desprende que lo social quede al margen. Más bien sucede lo contrario. Es curioso constatarlo, así que digámoslo una vez más. Está comprobado que, gracias a la divergencia, la sociedad alcanza la dosis necesaria para su cohesión interna, que, en algunos casos, puede identificarse con su domesticación. Sin la divergencia y la libertad creadora, la cohesión social sería una filfa. Para decirlo plásticamente. El vicio ha hecho mucho más que la virtud para convertirnos en ciudadanos, más o menos arrepentidos. La persecución del vicio ha cohesionado, social, política y culturalmente, mucho más a la ciudadanía que la práctica de cualquier virtud, aunque ésta fuera teologal.

Con cierta frecuencia, para caracterizar la bondad o maldad intrínseca de un sistema de enseñanza o de aprendizaje se analiza la importancia que se da a las preguntas y a su naturaleza.

En un planteamiento joconudo de la enseñanza y del aprendizaje, la modalidad de las preguntas adquiere casi siempre el sesgo de lo divergente. ¿Por qué? Porque las preguntas convergentes se agotan muy pronto. La mayoría se acaba en su pura literalidad. Los libros de texto, en este sentido, son ejemplos de una triste elocuencia. En cambio, las preguntas creativas, analógicas, divergentes, no se acaban de responder nunca.

Una pregunta convergente no va más allá del texto; una pregunta creativa revoluciona el interior del individuo. En la pregunta convergente, el texto siempre es el protagonista; en la pregunta joconuda, lo es el lector y su interacción con el texto.

Lo convergente rara vez produce placer; lo divergente, por el contrario, te pone en el disparadero de alcanzarlo. La pregunta convergente está orientada a modelar el carácter del individuo en función de los otros; la pregunta creativa busca modelar al sujeto en clave personal.

La orientación convergente del aprendizaje se pasa el tiempo sancionando la incorrección de las respuestas; la divergente acepta la pluralidad de respuestas y ve en ellas un pretexto excelente para seguir indagando en lo que sabe y siente el sujeto.

La enseñanza convergente sanciona el error con descalificaciones. El aprendizaje divergente aprovecha el error como un pretexto más para desarrollar el ingenio.

En resumen. La divergencia no nos aleja de los demás. El pensamiento divergente, creativo, crítico –en síntesis, joconudo-, lo que hace es respetar la diferencia. Porque las diferencias nos marcan de modo inexorable y particular. Al fin y al cabo, ¿qué merito puede haber en respetar a los que piensan y sienten como nosotros? Lo joconudo está en hacerlo con quienes son distintos y diferentes a uno mismo.

Sé que la afirmación puede resultar un tanto restrictiva, pero cabría decir que “sólo” (?) el cultivo de un pensamiento joconudo educa al sujeto. Un cultivo que, por supuesto, debería adoptar un planteamiento interdisciplinar. Lo cual, ya lo sé, es más que un imposible, un milagro. Y no del currículum, precisamente, sino de la falta de jocunosidad del sistema, y, puestos a decirlo casi todo, de muchos profesionales nada joconudos.

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Victor Moreno. Zapatero, el comunicador

gobierno

«¿Me entienden? ¿Me han entendido? Lo dudo, mi señor. Empecemos entonces desde el comienzo» (F. Nietzsche, Genealogía de la moral).

¡Albricias mil! Ya era hora de que un presidente de Gobierno diese la importancia que se merece a la humilde fonética. Aunque para ello se haya visto en la dolorosa situación de señalar con el dedo a los tartajas de la clase, digo, de su gobierno.
Resulta que el problema de casi la mitad del gobierno anterior era que no sabían explicarse, probablemente porque no encontraban las palabras exactas y rigurosas para contar lo que el presidente había pensado y soñado durante la noche del día anterior para el bien de los ciudadanos.
Problema arduo donde los hubiere. Sobre todo, si uno los ha puesto en el gobierno para que digan exactamente lo que uno piensa e imagina en sus noches de insomnio y pesadilla. Y es que, como se ha visto, incluso, siendo ministro no es fácil repetir lo que te dicen que tienes que decir.
¡Quién fuera a imaginarlo!
El problema del anterior gobierno era un problema de pésima articulación “palabrática”. No me extraña que, tras el diagnóstico y la cataplasma aplicada del cambio ministerial, a Rajoy y a su cuadrilla de ganapanes se les haya quedado esa cara de bueyes degollados. ¡Para rato iban a pensar que el gran problema del Gobierno era un problema de lingüística comunicacional! ¡Esto no se lo esperaba ni el lucero del alba! ¿No será, en definitiva, que Zapatero no es tan romo de inteligencia como él se empeña en dar a entender?
Para mí que Zapatero llevaba varios meses leyendo a Nietzsche por consejo de su primo. Si no, no es posible imaginar este tipo de análisis filológicos y de feed-back comunicativo para justificar el cambio de ministros. ¿Y por qué este pensador alemán y no, pongo por caso, su paisano, el político y jurisconsulto leonés Gumersindo de Azcárate, defensor en su tiempo de la ley del sufragio universal?
La explicación no es sencilla, pero sí recurrente. En un fragmento de 1882, el filósofo alemán aseguraba que lo importante del lenguaje no es la palabra en sí, sino el tono, la fuerza, la modulación, el tempo con que se dicen las frases.
Está claro que, después de lo que hemos visto, y hemos de ver, los ministros salientes sólo se exaltaban –enervaban decían impropiamente algunos-, cuando tenían que poner en solfa la dialéctica caliginosa del PP. En el resto de sus intervenciones, no había vida, no parecían identificarse con lo que comunicaban y lo que comunicaban tampoco los identificaba a ellos mismos.
A mí me parece estupendo que Zapatero haya descubierto, por fin, la importancia que tiene la fonética comunicativa para ser querido por los demás en esta vida. Si no te entienden a la primera, ¿cómo te van a querer a la segunda? Lo que ya no sé es si el presidente y su primo han aquilatado bien el efecto mariposa o de moscardón que su gesto pueda tener en la vida de los demás.
Descubrir por vía directa que lo importante en una carrera política no es tener grandes conocimientos de geopolítica y economía, de derecho o ergonomía, sino ser un lenguaraz, perdón, saber llegar al bazo y al bolsillo de las gentes, hacerles entender lo que uno quiere que entiendan y no lo que ellos creen entender, es todo un regalo para aquellos que, encontrándose en el paro, poseen unos buenos órganos de la fonación y articulan mejor que nadie la palabra crisis y reforma laboral. Es más que probable que, a partir de ahora, las escuelas de comunicación existentes en este país se multipliquen como esporas. Hasta es posible que la oratoria vuelva a ponerse de moda en las escuelas y en los institutos.
Por lo demás, y a diferencia de Rajoy, que no reconoce en Zapatero ninguna virtud ni decoro, ni siquiera de perfil, conviene indicar que el presidente con su decisión ha sugerido, también, que la verborrea y la charlatanería no están al alcance de cualquiera. Ni siquiera de Teresa Fernández de la Vega, ni de Moratinos, lo que, éticamente bien pensado es de agradecer.
Que muchos son los llamados a ser charlatanes de oficio y beneficio, pero pocos los elegidos. La gente piensa que es fácil ser un charlatán y demagogo, pero se equivoca. Puede que alguien consiga pasar por ser uno de ellos durante un tiempo, pero desengáñese. Al final, siempre se descubre al inútil. Hasta el propio presidente ha sido capaz de detectarlos, aunque, para su desgracia, haya tardado unos cuantos años en descubrir que se la estaban dando con queso revenido. Pero el descubrimiento aunque tardón ha merecido la pena.
A partir de ahora, queda claro y manifiesto que si un ministro sirve para Sanidad y llevar, también, el ministerio de Asuntos Exteriores, eso se debe a que lo importante no es tener conocimientos técnicos y precisos sobre dichos ámbitos, sino disponer de talento comunicativo.
Estoy convencido de que, a partir de ahora, la gente, que aspire a hacer carrera política, lo primero que haga será pasar por una Academia para aprender a hablar, no sólo correctamente, sino para hacerlo con pasión y vehemencia, de tal modo que cuando hable no se le note que está mintiendo como un bellaco, sino todo lo contrario.
¿Como Rodríguez Zapatero? Tú, mismo.

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Victor Moreno. Elitismo vergonzoso

Tengo como avances sociales de capital importancia, tanto para el individuo como para la sociedad, la vacuna contra la viruela, el descubrimiento de la penicilina, y la implantación estatal de la escolarización obligatoria y gratuita.

En mi caso, dado que soy un pequeño burgués, y poseedor por tanto de una ideología que alberga una falsa conciencia de las cosas, es posible que mi apreciación hacia esa escolarización sea equivocada. Confieso mi pecado y aseguro que en adelante haré lo posible para convertirme en un gran burgués.

¿Cómo es posible que personas educadas y cultivadas arremetan crudamente contra dicha escolarización? No quiero marear al lector con hipotéticas explicaciones, así que zanjaré la cuestión diciendo que la respuesta se encuentra en la alimentación y educación que estos sujetos recibieron en su casa: una educación elitista y un desprecio a las masas rayano en la insolencia.

Para decirlo con claridad, el elitismo mama de la misma fuente de la limpieza de sangre impuesta por el santo Oficio eclesial, y que luego puso en práctica el nazismo.

Me gusta el escritor Paul Léautaud, pero no puedo evitar que, en ocasiones, surjan de sus escritos almendras amargas que te queman el velo del paladar. Este hombre, que amaba más a los gatos que a las personas, decía de esta educación universal y comunera que servía “para mejor formar ciudadanos modélicos, sumisos a las reglas del régimen y crédulos ante las patrañas que se les ofrecen, la sensatez sustituida por la pretensión. Burros diplomados que no dejan de ser burros, puesto que nada puede sustituir la inteligencia y la curiosidad intelectual de nacimiento” (Palabras efímeras (aforismos, Versal, 1989).

Negar que la escolarización posee entre sus facetas puñeteras la de uniformar pensamientos e inteligencias sería ofensivo contra la realidad. El cultivo de la originalidad, de la creatividad y de la divergencia no son objetivos esenciales de ningún currículum educativo oficial. Diferenciarse de los demás, ir por otro camino al roturado socialmente, ha constituido una tentación que quien caía en ella pasaba a engrosar las filas del heterodoxo, y, por tanto, del perseguido. Pero cualquier sistema, por muy oprobioso que sea, tiene siempre agujeros por los cuales pueden respirar los individuos, geniales o no.

Igual que Léautaud pensaba el escritor nazi Ernst Jünger, quien, manteniéndose en la misma línea aristocrática que el francés, se lamentaba de que la cultura disminuía por culpa del aumento de la enseñanza, añadiendo:”Cuando reflexiono qué podría haber sido más de uno si no lo hubieran enviado a la escuela, me acomete la melancolía” (El autor y la escritura, Gedisa, 2003).

Habría que preguntarse si, también, pudiera suceder al revés de lo que mantiene Jünger. Es decir, cabría interrogarse si aquellas sociedades, donde no ha existido una enseñanza reglada, han sido más cultas y mejores. Y, ya puestos, si el nazismo tuvo su origen en que la cultura alemana de su tiempo disminuyó de manera extraordinaria por culpa de una enseñanza totalitaria.

Jünger sostiene una incompatibilidad radical entre cultura y enseñanza. Que ésta, por definición autoritaria y nada libre, mata la cultura, entendiendo por ésta el libre y personal desarrollo de las potencialidades insertas desde que nacemos en el ADN individual. Con lo que de este modo llegaríamos también a una más que temblorosa conclusión: el nazismo lo llevaban los alemanes en los propios genes. Por tanto, algo fatal; imposible de erradicar.

No hace falta ser un anarquista bondadoso –anarca, lo llamaría el propio Jünger-, para percibir que la enseñanza institucional deja muchos cabos sueltos, pero no entiendo por qué lo ha de ser de un modo fatalista, como sugiere el escritor alemán. La mitad de nuestra vida nos la pasamos quitándonos las escamas de la piel que nos impuso una educación autoritaria, familiar y escolar, sea de carácter comunero o elitista.

Otro que viene chapoteando desde hace años en esta mermelada ideológica es el adalid de la aristocracia del pensamiento y de la transcendencia, llamado Steiner. Se podrá estar de acuerdo con él cuando afirma que “el credo de la ilustración, el meliorismo del siglo XIX, que sostenía que la escolarización de masas era el camino hacia el progreso cultural, hacia la sabiduría política, ha demostrado hace tiempo ser ilusorio”. Pero cabría apostillar, ¿ilusorio? ¿Y qué quería Steiner, que la población siguiera instalada social y políticamente en las témporas del sufragio censitario y del analfabetismo absoluto?

Pero a Steiner se le ve demasiado el bonete cuando, al igual que los obispos de la Conferencia  Española, sostendrá que la democracia es tan mala que, incluso, ha sido capaz de instaurar una vida sexual muchísimo peor que la que se llevaba en el Cámbrico. Lo que podría interpretarse como una declaración implícita de que la vida ésa de Steiner no ha sido buena.

En uno de sus ensayos, titulado “Cuestiones educativas”, escribe: “La predisposición a una cultura superior está lejos de ser natural o universal. Puede ser cultivada o multiplicada, pero sólo en medida limitada”.

La verdad. Esperaba un análisis más retorcido por parte de Steiner. Que la cultura, sea superior, inferior o paralelepípeda, no tiene nada de natural lo saben hasta los chicos de la ESO. Más bien es antinatural. Lo describió muy bien Freud en El malestar de la cultura. La cultura se inventó para atemperar la tendencia asesina que llevamos incrustada en el genoma. Lo sabe hasta Rouco Varela, que ya es decir.

Dice Steiner que la mayoría de los hombres y de las mujeres jamás tendrán acceso a los lugares más excelsos de la cultura, que eso es cosa de cráneos privilegiados como el suyo. Habría que añadir que no accederán a los más excelsos, pero, tampoco, a los más depravados, aquellos que, según Blake, son los que dan la medida exacta de lo que somos; unos lugares, los depravados, que el virtuoso Steiner no parece haber visitado jamás. Carencia que, seguramente, le impedirá tener una visión más completa de lo que sea una cultura a secas.

La cultura, aristocrática y elitista, será siempre de minorías, o, siendo optimistas, de una inmensa minoría. ¿Quién podrá negarlo? ¿Y el resto? El resto, menos leer a Platón y a Hegel, hace lo que puede y le dejan, que no es poco.

Certeza de Perogrullo que no me impide seguir preguntándome cómo es posible que personas, que se han pasado la vida sacando brillo a su cráneo, consideren la cuna aristocrática como origen fatalista de todo orden, sea éste de corte religioso, político y literario. Y ello sin obviar que existen muchas servilletas que, a pesar de recibir una escolarización obligatoria y gratuita, y nada elitista, llegaron a mantel.

¿Qué dice?

Sí, bueno, es verdad. En algunos casos, habría sido mejor que no hubieran pasado de la categoría de un posavasos. Son peor que los elitistas de nacimiento.

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Victor Moreno. Del sentimiento religioso

Los sentimientos constituyen el dispositivo que más rápidamente estalla si alguien hurga en ellos. Mucho más que las ideas. Las ideas nunca serán sagradas; pero los sentimientos, sí. Los sentimientos son sagrados. Y, si son religiosos, consagrados. Hombre, también se los adjetivará de profundos y de superficiales. Ya se sabe: sentimientos profundos son los propios y los del vecino si comulgan con los nuestros; y superficiales si son contrarios a los míos.

De cualquier modo, ¿hay alguien capaz de medir objetivamente la profundidad y superficialidad de los sentimientos? Y, sobre todo, ¿quién aquilatará los sentimientos religiosos? No lo hace ni el artículo 525 del Código Penal, que, ahí es nada, protege hasta los bienes espirituales. Es que es de alucinar. Yo ofendo a Dios. Este no se queja, pero hay quien en su nombre sí lo hace mediante el torticero acomodo de apelar a sus sentimientos religiosos. Entonces el Código Penal recoge la pelota y se la pasa a un juez para que éste determine si hubo intención o no de ofender el sentimiento de su Sacratísima Eminencia Etérea. ¿Cabe algo más disparatado que este delito sin víctima?

¿Acaso los sentimientos religiosos son más sentimientos que el resto de los sentimientos y, por ello, hay que darles un estatuto de “discriminación positiva”? Es una aberración hacerlo. A los sentimientos hay que tratarlos lo mismo que a las convicciones. A pura dentellada dialéctica. Pues como las convicciones, políticas, sociales, ecológicas, los sentimientos y creencias religiosas están sometidos a la excelsitud, la vulgaridad, y la decrepitud, y, por decirlo de modo definitivo, a la ridiculización. Los sentimientos religiosos como las ideas nacen, crecen, se desarrollan, languidecen y se mueren. Hay sentimientos como ideas que son estúpidos, peligrosos y detestables. Prohibir y condenar la incitación a desconfiar y a repudiar ciertas creencias y sentimientos religiosos, no sólo es ridículo, sino que se incurre, además, en agravio comparativo. Veamos.

Las descalificaciones que hacen ciertos creyentes de los sentimientos del ateo están a la orden del día. Por traer un ejemplo representativo: “Como no comprenden (los ateos) la causa del mal, ni aprecian el sentido que pueda tener el dolor, echan la culpa a Dios. En realidad, no creen en su existencia, aunque alguna duda acaso les quede. Lo que pretenden en su soberbia rebelión, es culpar a la creencia en Dios de todos los males del mundo. Sin llegar a sospechar que acaso la mayoría de ellos se deban a su ceguera e ignorancia” (I. Sánchez, Abc, 17.2.2006).

No sólo se los tacha de “idiotas, ciegos, ignorantes, soberbios, rebeldes”, sino que también son insensibles “al dolor del mundo”. Y, claro, como no tienen sensibilidad, ni sentimientos, vendrá el escritor De Prada y los reducirá al excelso protagonismo de “zascandiles, cuyo mayor entretenimiento se basa en saber cómo pueden ofender impunemente los pacíficos sentimientos religiosos de los cristianos, incluso pueden permitirse el lujo de posar ante la galería como gallardos transgresores”.

Todo esto resulta delicioso y aterrador. Delicioso, porque descubrimos que hay creyentes que saben más de los ateos que de sí mismos. Aterrador, porque se presenta al ateo como la encarnación de la suma desgracia humana. Dice el respetuoso De Prada: “El hombre contemporáneo, al expulsar a Dios de su horizonte vital, se ha convertido en un ser demediado y, por lo tanto, infeliz (…) El hombre contemporáneo que celebra una navidad laica es, en cierto modo, como ese gallo descabezado que corretea poseído por la desazón mientras se desangra; aunque no lo sepa, es tan sólo un muerto que camina, pues ha extraviado la fuente de la que mana su felicidad”.

Y menos mal que los creyentes, especialmente clérigos y obispos, es decir, gente que come del pesebre de las creencias religiosas, repite una y otra vez que la libertad de expresión no da derecho a herir los sentimientos religiosos. Estas eminencias púrpuras olvidan dos cosas: que los sentimientos no son privativos de la religión y que los sentimientos religiosos están al mismo nivel de importancia que los sentimientos que puedan inspirarnos el desastre ecológico, la muerte de tantos millones de niños o la mirada tierna de un perro. Sí, un perro. ¿Se acuerdan del rebote que se cogió Haro Tecglen cuando un político tuvo el acierto de calificar a Álvarez Cascos como un dobermann? Haro tenía un dobermann y le pareció insufrible con sus sentimientos perrunos que se comparara a Cascos con su can. Hasta ahí podíamos llegar. Si alguien molesta los sentimientos que uno siente hacia su perro, ¿a qué código penal tendrá que recurrir para castigar, y así mitigar, el escarnio sufrido? Seguro que Haro consideraba mucho más profundos los sentimientos que sentía hacia su querido dobermann que los sentimientos religiosos de cualquier obispo hacia Dios o la Virgen de la Teta.

Sin lugar a dudas, no existirá persona en este mundo que se encuentre libre de sufrir alguna embestida contra sus sentimientos. Cuando Sánchez Cámara asegura que “el nacionalismo es incompatible con el cristianismo”, ¿qué cree que está haciendo, repartir hostias de comulgar?

Es imposible vivir sin que podamos evitar que nuestras propias ideas más queridas, nuestras creencias más íntimas, sean cuestionadas, ridiculizadas y, lo que es mucho peor, incriminadas. Pero, si tuviéramos que respetar los sentimientos de la gente, no se avanzaría un palmo en nada. Ni en arte, ni en ciencia, y, sobre todo, en humanismo. Por eso, habría que preguntarse honradamente: ¿Quién de nosotros no se ha beneficiado de ver puestas las propias ideas y los sentimientos en tela de juicio por mucho que eso nos afectara en su momento?

El crecimiento individual y los avances de la civilización proceden de las discusiones constantes sobre las formas establecidas de pensamiento y de los desafíos a ellas. Si sometiéramos al dictamen de los sentimientos, sobre todo religiosos, la bondad o maldad intrínseca de las cosas, seguiríamos en el paleolítico. Si a la hora de debatir cuestiones científicas, políticas, filosóficas o históricas, tuviéramos en cuenta los sentimientos de la gente –algo tan demagógico como empíricamente imposible-, estaríamos a merced de mentes depravadas que, so capa de metafísicas y etéreas mistificaciones, ha hecho del miedo –sentimiento intrínseco de la religión- el motor de su historia contra la historia de los demás.

Todo el mundo da por hecho que sus sentimientos y creencias son superiores a las creencias ajenas. Se trata de un pensamiento consolador, pero tan falso como peligroso. Porque las personas cobijamos en nuestro interior sentimientos y creencias que son detestables. Por eso, apostar por el respeto a dichos sentimientos y creencias constituye una trampa para la propia salud.

La mayoría de las consideradas ofensas al sentimiento religioso lo son contra la causa que las origina: la religión. No contra la fe en Dios, que es distinto. Quienes se sienten en posesión de tal sentimiento religioso deberían hincar el diente al meollo de la cuestión: preguntarse por qué esa religión se ha convertido en una de las fuentes más creativas del escarnio, la sátira y la irrisión mundial. ¿No será porque la religión la han transformado sus dirigentes en una empresa que es incompatible con los valores que defiende el desarrollo de las democracias actuales? ¿No será porque la religión monoteísta, en cualquiera de sus versiones, ha llenado el mundo de sufrimiento? ¿No será porque la religión en sí es un pésimo plan?

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Victor Moreno. Profetas de chichinabo

He leído que Vila Matas impartirá una conferencia en que dará a conocer, a quien desee escucharlo, “su teoría acerca de los elementos imprescindibles que debe tener una novela que quiera pertenecer al nuevo siglo”.

Me gusta leer las reflexiones de escritores acerca de su trabajo. Ya no estoy seguro que me agraden las que pretenden responder al objetivo expresado en la referida charla. No sé, pero los profetas en literatura resultan ser tan patéticos como ilusos. Y los críticos siempre aciertan a agua pasada.

¿Teoría? ¿Elementos imprescindibles de la novela? ¿Novela del nuevo siglo? Me suenan y no resisto la risa.

No existe teoría que garantice una descripción convincente de novela. Encontrar una definición a gusto de todos es como la búsqueda del Grial. Más, si se afirma que lo mejor que sienta a la novela es su indefinición. Definirla sería matarla. La novela ni existe como género. El género es antigualla que no se lleva. Crítica dixit.

En cuanto a sus elementos imprescindibles, nadie ha dado con ellos. Lo único incuestionable es que cada escritor está entusiasmado con sus novelas. Así que no parece sensato establecer categóricamente qué elementos “debe tener” una novela, a no ser que sean los que aparecen en las propias. Y, si no, que le pregunten a Marías qué tal le sentarían en sus novelas una ración de ingredientes a lo Pérez Reverte.

Nadie tiene la patente en exclusiva del modelo de novela válido urbi et orbi. Y si alguien imagina que el tipo de novela que hace es la fetén, resultará tan arrogante como idiota.

¿Novela del nuevo siglo? ¿Por qué no dejarlo en novelas del primer tercio del milenio? En plural.

Ni existe una marca de novela en exclusiva, ni, menos aún, la novela.

Ni ahora, ni en el próximo neolítico.

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