Victor Moreno. Oficio triste

escritorEntiendo que el oficio de crítico literario tenga que ser tan triste como estresante. Es necesario leer tanto para encontrar tan poco bueno que, al final del viaje, uno se pregunta si merece la pena ejercer dicho oficio y beneficio.

A mí no me extraña que algunos de ellos escriban tan mal sus reseñas. Los modelos textuales que podrían imitar son tan nefastos como sus censuras.

Ni la literatura mejora la crítica; ni ésta la literatura.

A Marías le han dicho mil veces que su sintaxis se ahoga en la ambigüedad y, ahí sigue impávido, consumiendo anacolutos hasta asfixiarse.

Y a los críticos se les ha recriminado mil veces que sus reseñas están llenas de tópicos y de adjetivación tan huera como insensata que han terminado por tomarse tal acusación como alabanza.

A puro de ser bondadoso, el crítico cede y lo que juzga como bodrios, termina tratándolos como novelas pasables, más o menos interesantes, y que él, por supuesto, las ha leído de un tirón. Claro. Para quitársela de encima cuanto antes. ¿Qué pensaba, pues, el autor cuando leía este tópico?

Es uno de los espectáculos tristes de la crítica. Ver sus nulos esfuerzos de adjetivación para justificar la bondad de las novelas que dice leer, intentando hacerlas pasar por legibles cuando sabe que no lo son.

Lo mismo sucede con los premios que se conceden. A los jurados les cuesta dos hernias mentales encontrar razones específicas para otorgarlos.

Lo que han dicho de Matute, a propósito del premio Cervantes, lo han dicho tantas veces de otros escritores que da grima detenerse a repasar justificaciones tan horteras.

El problema es que hasta los premiados se expresan como si fuesen críticos. Al final, sólo dicen algo nuevo los que rechazan los premios, sean de la naturaleza que sean.

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Victor Moreno. Infancia literaria

loboLa literatura infantil siempre ha sido el resultado de cruzar, fuera como fuese, con calzador o con soplete, una historia con una moraleja. Una serie de imperativos han marcado para bien y mal dicho género literario. Estos corsés fueron, y lo siguen siendo, de naturaleza psicológica, pedagógica, social, lingüística y política. Y seguirá así porque los adultos jamás renunciaremos a hacer de la infancia una etapa feliz… a nuestra imagen y semejanza.

La literatura infantil de hoy día está llena de buenas intenciones. Los libros destinados a los niños intentan responder a todos los problemas que los adultos creamos en sus vidas. No existe parcela de la realidad social que no haya sido filtrada por dicha literatura: familia, escuela, discapacidades, ecología, paz, violencia de todo tipo, y, un poco menos, muerte y sexo.

Si de algo adolece la literatura infantil es de esta hinchazón ideológica. Nos olvidamos fácilmente de que los mensajes languidecen y pasan como las nubes del texto de Azorín y que sólo los hechos permanecen, y, a veces, bien lo sabemos, sólo quedan algunos, los de la gente principal.

Los libros destinados para niños se someten al dictamen de la psicología tanto en su orientación afectiva, mental y emocional. Por el imperativo social, el más estudiado y denostado, los libros para niños pretenden socializar sus vidas hasta en sus más entrañables y perversos detalles. No en vano los niños siguen siendo esos perversos polimorfos, deliciosamente inaguantables. En tiempos, no me importaba calificarlos de mamestros; un cruce de mamón y de cabestro.

Gosciny reflejaba muy bien esta manera de intervenir del adulto cuando en boca del pequeño Nicolás decía: “Cogí un libro y empecé a leer; era estupendo, con ilustraciones por todas partes y hablaba de un osito que se perdía en un bosque donde había cazadores. A mí me gustan más las historias de vaqueros, pero tía Pulqueria en todos mis cumpleaños me regala libros de ositos, de conejitos, de gatitos, de toda clase de animalitos. A la tía Pulqueria le debe gustar eso” (El pequeño Nicolás, Alfaguara, 1978).

Por el contrario, la literatura pensada para adultos nos ofrece la imagen de unos niños que ningún padre con sentido propio los querría para sí. La mayoría son problemáticos, antihéroes, vagos, y, ¡cómo no!, inteligentes. De una inteligencia cum laude especialmente apropiada para hacer la puñeta al adulto.

Un rasgo común a todos estos niños es la infelicidad. En la literatura de adultos, encontrarse un niño feliz es muy raro. Paradójica laguna, porque los escritores son calcomanías del melifluo poeta alemán Rilke cuando hablaba de la infancia como esa arcadia beatífica o paraíso perdido, donde reinaba la inocencia, el amor y la despreocupación despelotada ante la incertidumbre del mañana.

La imagen de la infancia que reflejan en sus novelas los adultos suele ser deprimente. Parece como si todos siguieran el viejo dictum de Tolstoi cuando advertía que la felicidad es poco rentable literariamente hablando. Y de los buenos sentimientos infantiles cabría decir lo propio: ningún escritor hace –o no quiere hacer con ellos- literatura.

Una mirada sobre algunos de estos niños lo confirma.

En primer lugar, nos topamos con una infancia estática, que se niega a crecer. Son niños peterpanescos. Aunque lo parezca, el caso más llamativo no sería Peter Pan, sino el principito, de quien decía Lolo Rico que era “la máxima perversión de la infancia. Pues el principito no abandona su planeta para buscar aventuras y madurar, sino para asustarse y morir antes de dejar su idílico estado”.

En el lado opuesto, y en segundo lugar, estaría la infancia dinámica, esa que desea abandonar dicho estadio cuanto antes, porque intuye que eso de ser niño a todas horas es una tomadura de pelo. A estos niños, más que los pantalones, lo que les queda pequeño es la infancia. Suelen ser protagonistas de las llamadas novelas de formación o de búsqueda, y que enlazan con los cuentos tradicionales. Se van de aventuras –que es lo que significa la palabra, “a lo que salga”-, y triunfan, más que sobre la adversidad, sobre una infancia no deseada. En estos relatos, adquiere importancia capital algún adulto que inicia al niño en los conocimientos de la juventud e incipiente adultez, y, a veces, el descubrimiento del sexo como constatación de un impulso e iniciación sexual, casi siempre sin consumase.

Como he dicho, la infancia feliz no existe. Por el contrario, abunda la infancia trágica y desdichada que sigue el modelo dickensiano: la indefensión del niño ante un concentrado de situaciones patéticas; la infancia inquietante, seres que ponen patas arriba el concepto tradicional de la inocencia y bondad natural de la infancia. Especialmente, hay para tres gustos: niños crueles, con revestimientos ocasionales de sadismo –véanse Los niños buenos, de la actual premio Cervantes, Ana María Matute-, y niños asesinos, que, también, los hay. De ellos decía la misma autora que “los niños tienen en su mayoría cara de náufragos y un poquito de asesinos. Sí, porque están todos asesinando su imagen más bella, que es la infancia”. A saber. Pues, como el decía el otro, la infancia es bella sólo cuando la abandonamos.

Y, finalmente, quedarían los niños siniestros que la gozan manteniendo contactos con seres del más allá y haciendo la puñeta a los seres del más acá, como en Otra vuelta de tuerca, de H. James.

Podría decirse, en síntesis, que, mientras la literatura infantil se dedica a dibujar la infancia feliz –no toda-, la literatura a secas se ensaña en demostrar la inutilidad de tal proyecto. ¿Grave contradicción del adulto?

Sí. Y no sólo literaria.

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Victor Moreno. ¡Ah, las jerarquías!

JerarquíasNunca desapareció del todo esa lamentación ante la pérdida de la sublime excelencia, de la que en décadas anteriores sólo podían presumir gente exquisita y cultivada como vainilla del Caribe. Ni qué decir tiene que es la democracia quien tiene la culpa de que estas excelencias se hayan vuelto invisibles a los ojos de quienes eran capaces antaño de señalarlos y poder advertir: “Mira, ahí va un excelente”. Y un excelente era un obispo, sobre todo un obispo, y un militar de rango superior. Pues, en este país, las jerarquías han sido siempre, episcopales y militares. Jerarquías intelectuales y científicas, y morales, la verdad, hemos padecido bien pocas. Feliz o desgraciadamente, no sabría calcularlo. Y lo que hoy se llaman jerarquías intelectuales son, mayormente, gentes amorradas al pesebre del poder, más o menos mediático y económico.

Desde que se instauró el sufragio universal (1890), aunque solo fuera para hombres, nada fue igual para quienes consideraban que el voto de un catedrático tenía que valer el triple que el de un jornalero. “¿Cómo igualar el voto de un experto en Derecho Político con la papeleta de un analfabeto?”, se preguntaban, no sólo los obispos, sino los políticos conservadores de finales del XIX. Y seguirían haciéndolo en el XX. En el fondo más superficial, despreciaban la democracia y la soberanía popular. Como hace hoy mismo la Conferencia Episcopal.

Y mejor que democracia, lo que sí se ha dado es un acceso más o menos comunero y mayoritario al usufructo interesado de la producción cultural, llamada coloquialmente mercancía. Que en mercancía, al fin y al cabo, se puede reciclar todo. Hasta las personas.

Lo pérfido del asunto es que quienes siempre se han quejado de la falta de cultura de la gente, cuando ésta ha podido acceder a ella, ha sucedido algo diabólico: que la cultura se ha devaluado tanto que ya no es cultura. Al parecer, sólo lo es cuando la pueden degustar cuatro gatos con pedigrí. En cuanto se masifica, ya no es cultura o, como se dice con recochineo, se convierte en cultura de masas. Y las masas, ¡ah, las masas!, ¿qué nueva perrería inventar que no figure ya en su más que secular descalificación?

Las masas no tendrán cultura, pero algunos intelectuales no se cansan de hablar de la cultura del vino, la cultura de la infamia, la cultura de la revancha, la cultura del fraude y la cultura de la crisis. Y de la cultura de la cultura.

Pero si, hoy día, la gente no guarda reverencia a las jerarquías intelectuales y espirituales, eso se deberá a que éstas ya no son tan jerarquías, ni tan intelectuales ni tan espirituales. ¿Jerarquía intelectual Muñoz Molina? ¡Anda ya! ¿Jerarquía moral Rouco Varela? ¡Por favor!

La palabra autoridad, etimológicamente, deriva de autor. Y cuando éste lo es, la gente, incluso convertida en masa, es bastante más respetuosa de lo que dan a entender ciertos gerifaltes de altura. Recuerden a las masas cómo rugían aplaudiendo al autor del gol más importante de la historia del fútbol español. Nadie, entonces, clamó contra esta masa analfabeta y tribal. Los gobiernos, sean del color gris que sean, calificarán a las masas como inteligentes, si siguen sus programas; pero serán masas irresponsables si toman la dirección contraria a los presupuestos del Estado.

Rara vez, las masas que nos aplauden son tontas. Sólo lo son cuando discurren por caminos que no conducen al propio pesebre. Si estas jerarquías han perdido el sentido que antaño decían poseer, seguro que lo fue por su culpa. Que se sepa, a nadie le ha interesado jamás robárselo. Al contrario, las masas siempre desearon tener buenos dirigentes. Pues la inteligencia de las masas siempre ha dependido de la inteligencia de quienes las dirigen. Por ejemplo, ¿en qué cabeza de chorlito puede caber que las masas que siguen a Rajoy puedan ser inteligentes? Imposible el ademán.

Se culpa de esta “disolución de la inteligencia superior” a la industria de la cultura de masas y a la sociedad de consumo. Si la industria y el consumo han cometido este tipo de atrocidad, lo habrán perpetrado contra la gente que siempre ha sabido distinguir entre una novela de Henry James y otra de Zane Grey, quedándose con el segundo. Pero las jerarquías intelectuales y espirituales, ¿cuándo dejaron de disfrutar de su Proust y de su Mahler, por hablar de literatura y de música? Al fin y al cabo, nada que lamentar, pues “¿qué cosa, fuera de verdades a medias, simplificaciones groseras o trivialidades puede, en efecto, comunicársele a ese público de masas, semianalfabeto, que la democracia moderna ha reunido en las plazas?” (Steiner, Lenguaje y silencio, Gedisa, 1990).

Nada transcendental que comunicarle. Es verdad. ¡Son tan idiotas las pobres! Por no ser, no son capaces de utilizar palabras simples para expresar ideas o sentimientos complejos, y, muchísimo menos, expresar estados de conciencia, más o menos rudimentarios. Al parecer, cuando el exquisito dice que “le duele el alma” no está diciendo lo mismo que el hombre unidimensional, auténtico hombre de masas, cuando chamulla “¡qué jodido estoy”. Y, claro, no es lo mismo, la experiencia sobrecogedora de leer la Divina Comedia que extasiarse ante la velocidad de un ferrari y además hacerlo en masa. Leer la Divina Comedia te trasmuta; mirar un ferrari, te atonta.

No se entiende bien que intelectuales, que nunca han dado valor a la presencia de las masas en sus vidas, aseguren que son ellas las que los han disuelto y los han vuelto invisibles. Las masas jamás han producido jerarquías; las han soportado. A su pesar. Ya se ha dicho que las masas son semianalfabetas y aceptan cualquier cotufa que les echen al pesebre. ¡Son tan cortas! Por lo tanto, difícilmente se les podrá tachar de haber contribuido a la disolución de las jerarquías. Las masas son tan estúpidas que ni siquiera son capaces de distinguir esas supremas destilaciones del espíritu que algunos llaman jerarquías.

Tiene su coña marinera de ribazo que la palabra jerarquía proceda del argot religioso. Procede del griego con el significado de poder sagrado o divino, aplicable en principio al orden religioso. Luego, como tantas veces ha ocurrido, el significado se deslizó a la esfera civil, dando paso a jerarquías militares, políticas y lo que se terciara. Hoy tenemos hasta jerarquías culinarias y deportivas.

¿Cuándo han interesado las masas a las elites? Sólo para llevarlas al aprisco correspondiente –sobre todo, a las guerras-, y ordeñarlas en beneficio propio.

En cuanto al derrumbe del principio de autoridad intelectual, del que se hacen eco algunos apocalípticos e integrados, es muy sencillo de explicar. Ellas mismas se han fagocitado. Estas jerarquías intelectuales han decidido por propia voluntad integrarse en el sistema del mercado, que les garantiza una mayor riqueza, no intelectual y espiritual, desde luego, pero sí económica, la única riqueza que hoy por hoy parece otorgar jerarquía al ser humano, pise donde pise. Del tener o no tener.

No hay jerarquía intelectual hoy día que no tenga cubierto el riñón con una buena tarjeta de crédito.

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Victor Moreno. Obispadas

obisposCon los obispos actuales habría que hacer lo mismo que con los forajidos del Oeste: declararlos fuera de la ley y exponer sus fotografías con la leyenda «Se busca».

La mayoría de sus declaraciones son actos de habla perlocutivos, de esos que incitan a la subversión, en este caso, no sólo contra la racionalidad, sino, lo que es mucho más grave, contra el Estado de Derecho y el Código Penal. Y, por supuesto, contra la propia Constitución.

Ahora que anda la RAE haciendo cambalaches con algunas palabras y letras, sería oportuno que se planteara la siguiente acepción que ofrezco de “obispada”; “acto de habla realizado con premeditada y alevosa intención teológica por un obispo tendente a minar la estatura política y moral, ya de por sí baja, del Estado de Derecho. Su realización como tal acto de habla está sometido a severas condenas por parte del Código Penal pues incita a la ciudadanía a subvertir el orden constitucional y democrático de la sociedad”.

En efecto. La palabra lo merece, y los obispos, también. Pues han hecho ingentes esfuerzos evangélicos durante estos últimos años para que dicho étimo se integre por derecho propio en ese Diccionario Académico para conocimiento general y particular de los ciudadanos, tanto creyentes como agnósticos y ateos.

Los obispos se han acostumbrado tanto a perpetrar obispadas que ya ni siquiera perciben su delito, aunque en el foro interno de sus conciencias saben que están cometiendo pecado. Mortal o venial es matiz que se escapa a mi nula capacidad casuística en estos menesteres de superchería.

Si el Gobierno fuese aplicado, y no un soplagaitas ante dichas manifestaciones eclesiásticas, tendría que haber sentado hace tiempo en el banquillo de los acusados a Rouco Varela, Cañizares, Sebastián, Martínez Camino, García Gasco, Reig Tapia, Osorio, Álvarez, y toda la cofradía episcopal andante.

Y ello por atentar, un día sí y otro también, contra la Democracia, la Constitución, el Estado de Derecho y la Humanidad, que no piensa ni siente como ellos. Y, sobre todo, debería romper toda relación copulativa con dicha institución, en especial, la que establece el anticonstitucional Concordato. Este sigue siendo teniendo la categoría infame de botín de guerra, y ya va siendo hora de que el gobierno se lo sacuda de su joroba.

Los obispos han vivido consumando obispadas a troche y moche, no con el consentimiento del gobierno, pero sí con la callada por respuesta que no sabe uno qué es peor.

La última obispada la ha perpetrado el papa Benedicto XVI en su viaje a Santiago y a Barcelona. Pero se trata de una obispada repe. El texto que leyó Ratzinger es el mismo que farfulló Rouco Varela en el Cerro de los Ángeles el año pasado. En esta efeméride, proclamó el cardenal gallego que la situación española era idéntica a la que se daba en Europa en 1919. Laicismo, anticlericalismo, relativismo moral y ateísmo eran sus señas protervas más características.

Ahora en 2010, el discurso papal, emborronado por Rouco, se ha limitado a cambiar el referente histórico, yéndose, ahí es nada, a las témporas de la II República, que la Iglesia, para variar, ha confundido con el culo. La gente ha protestado intentando mostrar que ambos momentos históricos se parecen entre sí lo que un besugo a un capón. Pero exigir a la iglesia rigor y exactitud históricos, es como pedir al papa que considere a los ateos personas, y personas humanas, si lo dice el obispo Martínez Camino.

Lo bueno de este discurso papal es que ya conocemos el diagnóstico que le merece a la jerarquía eclesiástica la situación española actual. Si la situación de la iglesia española actual es idéntica a la de 1931 –analogía que no seré yo quien pretenda borrársela de su mollera franquista-, sería profiláctico que aclarara qué es lo que se propone hacer a partir de él. ¿Comenzarán a planificar una nueva cruzada desde los púlpitos? ¿Hará lo mismo que hicieron sus predecesores, los cardenales Gomá, Pla y Deniel y Segura?

Si el cardenal Isidro Gomá y Tomás escribió la Carta colectiva de los obispos españoles, a requerimiento del propio Franco –detalle que le valió la repulsa del obispo de Tarragona, Vidal y Barraquer-, ¿estará dispuesto su eminencia Rouco Varela a escribir una “obispada” similar para que el respetable se entere de verdad a lo que está dispuesta la Iglesia para salir de esta situación que tantos dolores del bazo, digo del alma, le producen?

Claro que, si el Gobierno de Zapatero es tan oprobioso y tan perverso, sería bueno saber por qué razones teológicas acepta seguir siendo su concubina. ¿O no existen razones teológicas, y son sólo razones metálicas las que le obligan a ser for ever la puta de Babilonia (Fernando Vallejo dixit), por aquello de que el dinero, como decía Vespasiano a su hijo Tito, non olet?

Ciertamente, el dinero no huele, pero el comportamiento de la jerarquía eclesiástica resulta fétido. Así que, bien podría preguntar de forma retórica: ¿hasta cuándo el gobierno abusará de nuestra paciencia, permitiendo a la Iglesia que siga perpetrando sus apestosas obispadas? ¿Hasta cuándo el gobierno abusará de nuestra paciencia y de nuestros bolsillos, manteniendo a la puta de Babilonia para que siga ejerciendo como tal?

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Victor Moreno. A saber

alatristeUn supuesto conocedor de la personalidad del escritor cartagenero, Pérez Reverte, aseguraba que éste, dada su inevitable tendencia a ser un bocazas, “su calidad personal empieza a porfiar con el fenómeno literario”.
Se necesita una perspicacia endiablada para ser capaz de ver semejante relación conductista entre ambos fenómenos. Yo, particularmente, no entiendo muy bien cómo sucede tal desgracia concomitante. Lo digo porque ignoro cómo es posible medir la calidad literaria de los escritores sopesando las melonadas que dicen continuamente en la prensa. Y establecer su bondad o maldad ética por unas declaraciones, sean o no virtuosas, menos todavía. La gente nunca es lo que dice.
Una persona no agota su personalidad en uno de sus actos. Si así fuera, en cuanto Pérez Reverte consiga cogitar un pensamiento de esos que la gente califica como profundos, demostrará, entonces, que su personalidad es parecida a la de un monje cisterciense. Y, la verdad, ni tanto ni tan poco.
Lo diré sin remilgos. Pérez Reverte sigue siendo tan pésimo/óptimo escritor, antes, durante y después de sus declaraciones acerca del ministro que intentó un día imitar el comportamiento de Aquiles ante la muerte de su amigo Patroclo y el de tantos héroes épicos que, ante un suceso que les tocó íntimamente el magro, se dejaron llevar por el aparato lacrimal.
Pérez Reverte sigue siendo el mismo tipo de sujeto que lo era antes de caracterizarse, una vez más, como alguien que no tiene pelos en las encías a la hora de decir lo que piensa, aunque no piense mucho lo que dice.
Intuyo que hay que ser muy tonto para considerar que Faulkner era muy mal escritor, porque defendía que los negros no podían asistir a clase con los blancos. Y lo mismo podría decirse de la escritora Karen Blixen Dinesen, la inspiradora de la película de “Memorias de África”, quien, en un viaje por la Alemania de Hitler, elogió la organización y cohesión social con que esta ilustre prenda había dotado al país, sin decir ni pío contra los campos de concentración y el asesinato de judíos, homosexuales, gitanos y desvalidos de este mundo.
Manifestar ideas descabelladas, vulgarmente melonadas, no es incompatible con ser bueno o mal escritor. Ojalá que tal relación fuese así de concluyente. ¿Imaginan? La crítica literaria tendría sus horas contadas. Con escuchar lo que dijeran los escritores, sería motivo más que suficiente para decidir su calidad, no sólo literaria, también, personal.
Es insólito que sigan existiendo personas que dicen conocer a un escritor por sus declaraciones o por haber leído algunos de sus libros. El conductismo interpretativo sigue ganando batallas a mansalva a pesar de que su fundador hace tiempo que dejara de fumar.
Que se afirme que la “calidad personal” de un escritor se deteriora por culpa de unas manifestaciones, es sobrecogedor. Para empezar, convendría precisar que nunca llueve a gusto de todos. Y en el caso de Pérez Reverte, ni para qué contar. El hombre jamás dejó de ejercer como bocazas en esta monarquía constitucional del reino. Y seguidores de sus manifestaciones, siempre acompañadas por categorías cojonarias –la categoría conceptual kantiana por excelencia de los españoles-, los tiene en cualquier esquina de España. Sobre todo, en las esquinas con escupideras. Sin ir más lejos, un conspicuo locutor de la emisora de los casullas aseguraba que “Pérez Reverte somos todos”, pero algunos más que otros, desde luego.
Así que, después de haber analizado de forma acompasada el léxico tan “texticular” de sus novelas, uno no sabría de forma exacta en qué nivel de decrepitud se encontraría a esas alturas su “calidad personal”. ¿A la altura de la eme seca que dedicó al ministro llorón? Si la calidad personal de un escritor se midiera por la cantidad de tacos que utiliza en sus novelas o en sus artículos, está claro, entonces, que los mejores escritores serían los cuatro evangelistas, sobre todo el llamado Juan, cuyo texto parece haberlo escrito con la mística transparencia de las hostias de comulgar.
Quien aseguraba el primer aserto de este artículo, también se desmelenaba afirmando que Pérez Reverte “es un gran escritor, posiblemente el mejor en lengua castellana de los que están en activo si exceptuamos a los grandes de la literatura al otro lado del charco”.
Eso no se lo cree Mortadelo aunque se lo diga Filemón. La frase sólo caracterizaría el grado de inspiración estúpida de quien seguramente tiene el gusto literario, más que estragado, alatristado. Un gusto alatristado que es resultado de haber cortejado en demasía los textos del propio Pérez. Tampoco habría que preocuparse. Dicho gusto se cura al momento leyendo a Marcial Lafuente Estefanía.
Lo que sostengo no lo digo porque el citado Pérez no sea tal fenómeno literario para el gusto estético de quien así lo considere, sino porque para hacer aserto tan sublime sería necesario haberse leído a todos los escritores, que ahora hacen la competencia, no de bocazas, sino novelesca, al baladrón de Pérez Reverte, no sólo en Madrid, sino en todo el continente encharcado. Incluida la Guayana francesa, donde, como es sabido, hay serios seguidores de los Dumas, padre e hijo.
Se trataría de un fenómeno de voracidad lectora que ni siquiera padeció Borges. Tampoco lo sufrió el extinto Rafael Conte, que se había leído, incluso, lo que algunos escritores ni siquiera habían escrito.

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