Víctor Moreno. Ateos religiosos y políticos

ateos¿Pueden votar los ateos de toda la vida? ¿Y los ateos políticos, aquellos que no creen en el sistema democrático actual? La pregunta puede parecer idiota y, quizás, lo sea, pero no tanto como la que sostenía hace unos meses un purpurado de la Iglesia sobre la religión. Según este obispo, «la religión reduce los gastos de la Seguridad Social».

De acuerdo con ello, si el Estado quisiera, ahora mismo la problemática engorrosa de los fondos de la Seguridad Social se esfumaría caso de que al alimón con la Iglesia, potenciara en los ciudadanos el sentimiento religioso, y no esa inútil y doctrinaria Educación Cívica que no sirve más que para alterar la masa encefálica de la obispada y la de ese séquito de monaguillos arredilados en torno a su pollera (léase PP).

Quizás, quienes vivimos sin ningún átomo de transcendencia como justificación de nuestros actos no podamos entender que la gente religiosa esté más sana que el resto de los mortales. Quizás se trate de un misterio más de la fe a los que la logomaquia eclesial nos tiene acostumbrados. Como la de aquel obispo que decía no hace mucho que el Espíritu Santo está en el ADN. En el piadoso escritor De Prada, sin duda.

No dispongo de estadísticas para dictaminar si en este país gozan de mejor salud física los ateos o los creyentes, y de entre éstos, los católicos de Rouco, los mormones, los protestantes, los testigos de Jehová o los testigos opusianos de Monseñor.

Pero, aunque no tenga a mano estadísticas de estos comineos, lo cierto es que para muchos obispos, de acuerdo con sus sensatas opiniones -por algo hablan en nombre de Dios-, el hecho de que los ateos gocen de buena salud deben de valorarlo como uno de los más mordientes misterios a los que Dios los somete. Porque no es lógico que, tratándose de gente tan inclinada al mal, tan desprovistos de lo más puro de este mundo, que hayan renunciado a lo mejor de sí mismos, como dicen algunos clérigos, gocen de salud tan envidiable. Aquí Dios, se lamentan algunos, no es nada, pero nada justo.

Aunque luego se contradigan diciendo que los ateos son los causantes del despilfarro de la Seguridad Social. Pues, como indican, las enfermedades que padecen los ateos exigen unos gastos considerables al erario.

Hasta aquí, y aunque parezca mentira, comprendo muy bien a los obispos. Es posible que la gente que, por motivos religiosos, se dedica a cuidar enfermos y pobres de solemnidad, ahorre unas pesetillas a la Seguridad Social, pero elevar esta anécdota a categoría estructural económica es ignorar la sustancia del liberalismo económico en que se sustenta el capitalismo actual. Y seguir confundiendo, al estilo decimonónico, justicia con caridad y filantropía.

Sin embargo, lo que me resulta incomprensible es su incongruencia lógica y, por tanto, su falta de arrojo y valentía. Porque si los ateos, además de agotar los caudales de la Seguridad Social, son esa tropa de bestias pardas que dicen que son, se entiende muy mal que no emitan una circular exigiendo al Gobierno que en las próximas elecciones se prohíba a los ateos no sólo votar, sino ser candidatos. Pues gente de esta calaña no puede traer cosa buena a la sociedad en la que vivimos. Una democracia que se alimenta con el votaje de los ateos no puede estar sana.

Particularmente, entendería muy bien a los obispos que llevaran adelante semejante campaña. Si el filósofo Locke, que fue paladín de la tolerancia religiosa en su tiempo, aconsejaba no fiarse de aquellas escrituras ante notario en que figurara la firma de un ateo, ¿cómo, podrían preguntarse los obispos, fiarse del voto de un ateo que es la quintaesencia de la maldad y de la perversión? ¿Cómo, podrían preguntarse arropados por Mella y Aparisi, se puede valorar de igual modo el voto de un ateo al de un creyente, que, además de mirar por la Seguridad Social, es un dechado de virtudes cívicas, políticas y sociales?

Esto es, ciertamente, motivo de irrisión y constituye un agravio comparativo que habría que analizarlo con lupa sociológica. Se entiende mal que la Iglesia no haya intentado dinamitar al Gobierno utilizando esta retórica que tan bien entiende y aplaude la derecha creyente de este país.

Mismamente, el Gobierno, inspirado por el Código Penal, ha decidido que una porción considerable de personas no puedan presentarse como candidatos a unas elecciones democráticas por considerar que se trata de unos ateos políticos, es decir, gente que no cree en la Teleología-Política de Hobbes que dicta el Gobierno. Y, como injusta carambola orquestada, impedir que cierta ciudadanía se quede sin votar.

La verdad es que esta democracia parece un invento de Mortadelo, con el asesoramiento de Filemón. ¡Quién fuera a decirlo! En medio de la bronca en que Iglesia y Gobierno siguen enroucados, se comportan con idénticas formas, no las adjetivaré de maquiavélicas -implicaría cierto grado de inteligencia-, sino, sencillamente, dictatoriales y zarrapastrosas.

Veamos. A la Iglesia no le gustan un pelo los ateos de Dios, a los que sigue injuriando verbalmente con memorables adjetivos. Si fuera por ella, ahora mismo los llevaba a todos al valle de Josafat a amaestrar ranas bermejas o linces ya recuperados para la supervivencia. Y Al Gobierno no le gustan los ateos de esta democracia, a los que no sólo machaca con la estomagante estilística de Rubalcaba, sino que, para más inri, intentan meterlos en la cárcel en manada.

Y aquí es donde no entiendo muy bien, aunque lo comprenda perfectamente, el comportamiento sectario del Gobierno. Porque uno, en su santa ingenuidad pícara, preguntaría con cierto ánimo de incordiar: pero ¿es que, acaso, los jerarcas episcopales creen en la democracia? ¿Acaso sus afirmaciones contundentes contra la misma esencia democrática no constituyen suficiente alfalfa espiritual para llevarlos directamente al pesebre de un correccional carcelero?

¿Por qué los actos de habla de ciertos «ateos políticos» se convierten en hechos delictivos por decisión de un juez, y los actos de habla de los obispos no son tratados con la misma consideración delictiva? ¿Cuándo asistiremos en este país al espectáculo higiénico donde los haya en el que un juez meta en cintura a los de la «Confe» Episcopal por sus declaraciones contra la democracia?

Razones desde luego no le faltarían. Porque, ¿acaso existe una institución en la actualidad más inconstitucional y más antidemocrática que dicha Conferencia?

Yo, a lo que dicen, me remito.

Publicado en Contra el fundamentalismo religioso | Etiquetado , | Deja un comentario

Victor Moreno. Riesgos de escritor

books¿Dónde está el riesgo a la hora de escribir? Me refiero al acto de hacerlo, no a los efectos que en un Estado de Derecho pueda tener un artículo defendiendo la violencia individual y dionisíaca frente a la violencia hobbesiana del ministro del interior y sus hoplitas. Pues ya es sabido que los efectos de ese anodino acto son dispares y disparatados, según lo diga Mortadelo o Filemón, Tip o Coll, Epi o Blas, y, por supuesto, Ortega o Gasset.

Lo gracioso no es que se afirme que escribir sea un riesgo, sino sostener que existen escritores que entregan todo su ser en cada sintagma que emborronan, mientras que otros, a los que habrá que suponer gandules de una sola talla, no ponen ninguna tensión ni se cortan una vena a la hora de escribir, por ejemplo, “el perro se durmió”.

Es todo un misterio de la interpretación cómo llegan a saber algunos críticos que ciertos escritores se producen un esguince meníngeo escribiendo “el perro abrió los ojos”, mientras que otros letraheridos no  arriesgan siquiera una neurona en el intento a pesar de estampar en la hoja un rotundo y sintético “el can ladró”.

Y, apenas, si acabo de insinuar los enigmas relativos al riesgo de escribir. Un columnista llamado Juan Gracia sostenía que Borges, Rulfo y Bolaño se arriesgan tanto en cada frase que “su descenso vertiginoso por esa montaña de palabras que es la literatura, nos cambia la vida”.

Seguro que sí. Nos cambia la vida, el color de la piel, la mirada y la hipoteca. Tanto que en las farmacias, en lugar de vender paracetamol, deberían vender libros para curar todo tipo de dolencias. ¿Que te duelen las muelas? Échese al coleto un Mark Twain. ¿Que anda mal de las transaminasas? Lea usted a Nabokov, por favor. ¿Que tienes las defensas bajas? Métase un chute de Tito Livio. Al instante, se verá reconfortado.

Lo que llama la atención es que el mismo crítico sostenga que existen, por el contrario, montones de escritores que garabatean novelas sin riesgo alguno. Y, por tanto, el resultado de la lectura de sus libros en el organismo tiene que ser nulo. O, dicho con menos radicalidad, lecturas que apenas modifican los biorritmos del personal. Pues un libro que no te hace mella en el bazo, no merece la pena.

Legión deben de constituir estos conformistas de escritores que el bueno del crítico no se atreve a nombrar uno de ellos. Ni a él mismo, lo que es un signo de humildad digno de aplauso. Pero no habría estado de más que se hubiese descolgado con algunos nombres, digo yo que por lo menos tres, de escritores de la actualidad narrativa y que son representación de la holgazanería ambulante. De esos que no entienden la escritura como una apuesta suicida y escriben libros sin pulso y sin endolinfa alguna en las frases que acuñan.

Sé que la buena educación es, a veces, resultado de un sentido más que larvado de la hipocresía, pero me cuesta entender por qué algunos críticos tienen tanto miedo escénico a nombrar a aquellos escritores que no emulan a la hora de escribir la tensión que adorna al suicida.

Comportándose de este modo, que es tan taimado como cobardica, no hacen ningún favor a lo que ellos llaman “literatura con mayúsculas”, y de la que se sienten sus depositarios y albaceas naturales.

Si de verdad aman tanto esta literatura como dicen, no deberían mostrarse tan pusilánimes y tan amedrentados por ciertos apellidos del gay trinar mediático.

Si consideran que existen escritores que escriben novelas que jamás podrán cambiarnos la vida ni rebajarnos el colesterol, deberían señalarlos, y, no precisamente con el dedo, sino con una crítica bien argumentada y razonada.

Si no, es imposible saber a quiénes se refieren cuando hablan de ciertos escritores, que llevan años repitiendo en sus novelas el mismo estilo, las mismas divagaciones y la misma manera de aburrir a un muerto de la dinastía de Keops. ¿Se están refiriendo a Marías, a Muñoz Molina, a Almudena Grandes, a Pérez Reverte?

Ustedes, los críticos, tienen la palabra.

Publicado en Picotazos literarios | Etiquetado , , | Deja un comentario

Victor Moreno. La gramática no es inútil

vladimir-nabokov-habla-memoriaLa mayoría de las personas que recuerdan su aprendizaje lingüístico suelen echar pestes coléricas contra la enseñanza de la gramática que padecieron. No le guardan ningún cariño. Para colmo, añaden que todo aquello de la morfo y de la sintaxis, de la grama y de la tica, que decía Sancho Panza, no les sirvió para nada. Ni para hablar mejor, ni para escribir. Tampoco para hacerlo peor. En parte, porque en clase ni les dejaban hablar ni, menos aún, escribir de un modo consciente y procedimental.

Sirvan, pues, estas líneas para hablar de un enfoque distinto de la enseñanza y aprendizaje de la Gramática, hacia la que Nabokov en su libro Habla memoria mostraba un entusiasmo recién estrenado.

La verdad es que reducir el aprendizaje de la gramática al análisis puro y duro, o convertirla en una plataforma para trabajar lo que ahora tanto se estila, la coherencia y la cohesión textuales, es un poco triste, porque minimiza el gran potencial creativo que posee.

Es un lugar común sostener que hoy, tal y como se enseña, es fuente de aburrimiento, y, lo peor de todo, de suma inutilidad. ¿Hay algo más aburrido e inútil que consumir diariamente una ración de sintagmas, de complementos y de verbos irregulares? El alumnado puede que llegue a distinguir las subordinadas sustantivas de sujeto que hay en un texto, pero no a tener idea de la intención irónica o argumentativa del autor. Sarcástica situación. Sé que la frase contiene un sujeto elíptico, pero ignoro que el autor me está tomando el pelo, y eso que estoy calvo.

Tal y como he sugerido, el aprendizaje y la enseñanza de la gramática pueden hacerse de un modo sugerente y, por supuesto, de forma creativa. No se trata de optar por una gramática funcional en contra de una gramática del non sense. Pueden ser compatibles. Por la creatividad se puede acceder a cualquier tipo de concepto. Siempre y cuando no reduzcamos la creatividad a mera espontaneidad lúdica, que es, a veces, lo que se quiere dar a entender de ella para descalificarla y desterrarla de la arena didáctica.

Eso, sí, independientemente de cuál sea mi orientación didáctica, necesitaré apropiarme de unos conocimientos gramaticales, asimilarlos y, a continuación, ponerlos a disposición de una intención que no necesariamente será para comunicar algo, sobre todo cuando no se tiene nada que decir. Los conocimientos nunca estorban, ni en una metodología tradicional ni creativa.

Una enseñanza gramatical, que empiece y termine su periplo didáctico en una oración y no se ligue la a la comprensión y producción de textos orales y escritos, se pierde más de un “pleonasmo adverbial”.

No basta con saber exquisiteces sobre el verbo, la elipsis, las subordinadas consecutivas, sino, también, y sobre todo, qué se puede hacer con ellos. ¿Qué sabe hacer el alumnado con la distinción pertinente entre sustantivos concretos y abstractos? ¿Qué sabe hacer el alumnado con las distintas y sutiles maneras de conjugar el verbo?

El punto de partida es el siguiente. En toda noción gramatical –sea de naturaleza fonética, sintáctica o semántica -, existe una posibilidad estética, una apuesta creativa, que es necesario descubrir y poner en circulación procedimental.

Se trata de un principio sugerente, pero lleno de exigencias teóricas y prácticas. Nos obliga a descubrir las posibilidades estilísticas que atisbamos en cada una de las nociones gramaticales que impartimos. Y qué textos de los existentes evidenciarían tal principio de gramática expresiva. Lo que nos llevaría directamente a la lectura de textos de la literatura universal, infantil, juvenil o de Bernardo Atxaga.

Nos es necesario reflexionar acerca de las posibilidades estéticas de las nociones gramaticales que hemos decidido integrar en el programa correspondiente. Es pertinente convertir la forma en un contenido procedimental. Pues viendo cómo funcionan esas nociones en el texto, cómo se organizan produciendo un sentido determinado, es como mejor se adquieren tales conceptos.

Al mismo tiempo, se desarrolla algo que adquiere una importancia indudable: hacernos conscientes, los alumnos y nosotros como profesores, del acto de escribir, y, por tanto, de desarrollar su conciencia lingüística. Si se posee ésta, veremos enseguida que no se trata de poner la primera palabra que nos viene, sino la que conviene a nuestra intencionalidad comunicativa. Una intención determinada exige una utilización lingüística y una composición textual concretas. Por ella, nos acostumbramos a ser precisos, que es la marca fundamental del estilo: la exactitud. Ser exactos no pasa nunca de moda.

Cuando la gramática se contempla como máquina para escribir historias, dejará automáticamente de convertirse en una fuente inagotable de aburrimiento y de inutilidad.

No es verdad que los escritores clásicos estudiaran gramática de una manera distinta a la que está acostumbrado el alumnado actual. La mayoría de ellos sufrieron y padecieron este sistema de disecar sintagmas, obligados a hacerlo por el taxidermista del lenguaje de turno, alias profesor de lengua. Igual que los actuales alumnos, los autores clásicos fueron aturdidos por cantidad de términos y conceptos gramaticales. ¿Entonces?

Entonces quiere decir que tampoco nos conviene el fatalismo. El sistema siempre tiene agujeros por donde puede escaparse la mirada del genio potencial. Como la mayoría de las personas no son geniales aunque tengan mucho genio, bueno será que a estas, sobre todo a estas, no les amarguemos la fiesta del sintagma mandándoles analizar qué tipo de palabra es contubernio, si parasintética, compuesta o un hiperónimo de tristeza.

Mucho mejor sería proponerles escribir un texto utilizando precisamente dichas palabras: hiperónimo, pluscuamperfecto, lexema, pleonasmo y complemento circunstancial. Y si lo queremos mezclar con vocablos matemáticos, como hipotenusa, cateto y logaritmo, mejor. Y así decir: “Aquella mañana me desperté con el hiperónimo hecho un desastre. Ignoraba el porqué. Pronto me di cuenta que el dolor que me producía el lexema derecho era pluscuamperfecto. Me tomé dos logaritmos acompañados por un chupito de güisqui. La mejoría fue instantánea. La hipotenusa recobró el esplendor de todos los días, aunque con mucha pena para mis complementos circunstanciales que seguían sin muestras de vida. Me senté en el sofá esperando que con las horas pasara el dolor y que, en algún momento, el pleonasmo de la felicidad se pintara en mis catetos. Pero ni así…”.

Ya se sabe, cosas de la gramática.

Publicado en La letra con sangre entra | Etiquetado , , | Deja un comentario

Víctor Moreno. El lenguaje de la Iglesia sobre sexualidad

Carles Santos

Carles Santos

Que la iglesia sigue teniendo un poder inmenso lo prueba el hecho de que posee un lenguaje propio, exclusivo y excluyente. Un lenguaje que no entiende nadie. Ni siquiera los elegidos. Una gramática que nadie, con dos dedos de frente, es capaz de explicar de forma convincente. Cuando a un creyente le preguntamos qué significa la expresión «Dios existe» o «Dios es Amor» o que «Dios es nuestro Padre», su única respuesta es que para saberlo es necesario creer en él. Ya.

Como la mayoría de las cosas que dice la iglesia son atentados contra la razón, porque ésta es incapaz de entender las “maravillas” transcendentales que aquélla suelta, se cree en la caritativa obligación de explicar y de explicarse continuamente. Esto ha sido terrible. Porque al tratar de explicar las cosas, las ha ido inventando a la medida de sus miedos, de sus obsesiones, de su ansia de poder. Ha ido construyendo todo un discurso inquisitorial cuyo único fin ha sido controlar, vigilar y castigar. En definitiva, de crear en serie sujetos dependientes de su discurso y de su control. Repasen lo último acontecido con la palabra infierno y limbo, y se caerán del guindo como un servidor.

La Iglesia es y ha sido la medida de muchas cosas desagradables que ha tenido que sufrir la humanidad. Si la iglesia hubiera hablado claro desde el principio, hace más de un milenio que habría desaparecido. Como señalan algunos analistas, el único resultado visible de la implantación del cristianismo en el Imperio romano fue la introducción de un cáncer gravísimo para la vida social: el fanatismo religioso, con todo su cortejo de miseria moral y sufrimiento humano. Hasta Voltaire, que no era ateo, lo reconocía.

Los confesores, al nombrar el sexo, lo inventaron y lo descafeinaron. Y al inventarlo crearon un código tan poco claro, tan poco transparente que, al final, necesitaron de entendidos para descodificarlo. Casi toda la función de la iglesia y de los curas se ha reducido a ese cometido: a hacer de intermediarios y de intérpretes de los designios de un Dios que nadie ha visto, que nunca ha hablado, ni nunca ha dicho esta boca es mía. Por esta razón, pueden construir todos los juegos malabares metafísicos que quieran en su Nombre, porque éste, pase lo que pase, no ha de decir ni pío.

La iglesia y sus mediadores, los curas, desde un principio se inventan una ortodoxia y una heterodoxia. Ello, los convierte en verdaderos peligros de la Historia, ya que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso, político, sexual o social. Distinguen entre el fiel y el hereje, el creyente y el apóstata. Por todo ello, no es de extrañar que Nietzsche advirtiera que «mientras no sintamos la moral del cristianismo como un crimen capital contra la vida, los defensores de aquél tendrán todos los triunfos en su mano».

Estos mediadores ordenan, interpretan y condenan. Con su discurso, que ellos catalogan de origen divino, niegan la autonomía civil y la autodeterminación individual en todos los terrenos, pero, muy en especial, en los del libre pensamiento y el de la sexualidad.

Conocimiento y sexualidad son las dos fuentes indomeñables de la emancipación humana. La iglesia, como poder hegemónico sobre almas y cuerpos, ha sido la más feroz enemiga de ambas fuentes de emancipación. Ignorancia y castidad son para ella los factores más potentes de las disciplinas sociales del orden establecido. El saber puede, hasta cierto punto, instrumentalizarse, domeñarse, tergiversarse. Pero el sexo, en cambio, tiende impetuosamente a romper los diques del consenso hegemónico que sostiene las estructuras de opresión.

La consecuencia más negativa y más perversa que el cristianismo ha inoculado en el ser humano ha consistido en hacer de la sexualidad un problema; en convertir el sexo en una obsesión problemática. La sexualidad para la Iglesia ha sido siempre un problema, nunca un placer. Al menos de pico y de catecismo, pues en la práctica ya sabemos que para los papas y los curas ha sido un placer nada problemático y “pederástico”.

Haciendo un examen retrospectivo de la historia, nadie negará, y menos aún un teólogo moral, que los creyentes de cualquier época se enmarañaron enseguida en la cuestión de los pecados sexuales. En esta visión, entre otras muchas cosas quedan claras las siguientes: que la organización penitencial católica nunca se abstuvo de pecar; que nadie lo supo hacer mejor que el clero; y, en tercer lugar, que toda esa coerción sexual no trataba tanto de provocar una moralidad, una ética o una enmienda del pecador, como de crear personas dependientes: «Un ego te absolvo, no impide al pecador, gozar de otro pecado que borre al anterior», decía Nietzsche.

El clero necesita del pecado. Vive de él. Y vive especialmente bien de aquel pecado que es, con mucho, el más frecuente y constituye por ello su criatura favorita: el sexual. Este es el que esclaviza al creyente respecto a la Iglesia hasta la última fibra de su cuerpo y de su cerebro, recibiendo desde muy niño una educación hostil al instinto, al placer, inoculándole una conciencia de culpa.

La iglesia lo que ha hecho muy bien es hacer a la gente más desdichada, hacerla crecer con un complejo de culpabilidad respecto a su propio cuerpo inaudita. Para la Iglesia el sexo ha sido siempre motor de maldad.

¿Cómo es posible que alguien se avergüence de tocarse o de acariciarse su propio cuerpo, y que, para colmo, tenga que “pedir perdón” por ello? Este crimen solamente ha sido posible gracias a la Iglesia y a todos los padres putativos que le dieron fijeza y esplendor como Ireneo, Agustín, Atanasio, Cipriano, Ambrosio, y, sobre todo, Pablo.

Todos ellos auténticas cimas del pensamiento reaccionario e integrista.

Publicado en Contra el fundamentalismo religioso | Etiquetado , | Deja un comentario

Víctor Moreno. Céline

Celine

wikipedia.org

Existen nombres de escritores que apestan a mierda. Uno de ellos es el de Céline. En Francia, pensaban hacerle un homenaje para celebrar/conmemorar el aniversario de su muerte, acaecida hace cincuenta años, pero, al final, la memoria de los huérfanos de la Shoah lo ha impedido. Y, por supuesto, la mala o buena conciencia que pesa todavía sobre gran parte de la población gala.

Sus escritos antisemitas, Bagatelas para una masacre (1937) y La escuela de cadáveres (1938), entre otros, siguen pesando sobre la memoria de las víctimas judías.

A estas harturas de la vida, después del baño ideológico que hemos recibido, cualquiera se atreverá a negar que Céline era un cabrón y un antisemita de cuidado. Lo dice la gente como si lo hubieran tratado noche y día. Pero de Céline sólo se puede hablar de lo que dejó escrito. Y reducir su obra a los escritos antisemitas anteriormente citados es pura baba ideológica. Lo mismo podría hacerse con Quevedo si se rescatara su libelo La isla de los monopantos, texto rabioso contra los hijos de Sión como ninguno de los que, más tarde, escribieron casi todos los escritores españoles, a excepción de Galdós.

El problema de Céline es que, también, era un genial escritor de los que aparecen una vez en una época o en un siglo. Su novela Viaje al fin de la noche (1932) es tan buena que la obra de Marías y de Muñoz Molina juntas palidece al lado de aquella.

A Céline se le recuerda por su odio a los judíos, pero estaría bien señalar que su otra literatura, la que él tenía como verdadera, iba directa contra la buena conciencia o estómago de la burguesía de su tiempo, hipócrita y putrefacta. Una burguesía que se enriquecía mediante todo tipo de crímenes, alentados desde la esfera del poder. La burguesía de la derecha y la de la izquierda.

En Viaje al fin de la noche, como un Zaratustra de bitácora, lo advirtió a quien quiso oírlo: “Os lo digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, siempre empapados de sudor. Os lo advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amaros, es porque van a convertiros en carne de cañón”.
O en chivo expiatorio, que es en lo que devino su figura, donde persona y personaje diluyeron a posta.
Sería tan cínico como hipócrita considerar que el único caso de antisemitismo francés fue el de Céline.
La verdad es que la sociedad francesa venía siendo antisemita de forma consciente y pragmática desde la Ilustración. Ni Voltaire ni Diderot ni los socialistas utópicos se libraron de serlo.
Al final, el caso Dreyfus puso a cada uno en su sitio. Hasta hoy.

Publicado en Picotazos literarios | Etiquetado , | Deja un comentario