Víctor Moreno. En un abrir y cerrar de hojas

journalEn efecto, en un abrir y cerrar de hojas, el lector puede toparse con unos titulares que sólo producen incertidumbre y buena dosis de incredulidad ante el amarillismo informativo del que hacen inconsciente ostentación ciertos periódicos.

Dicen que ahora estamos más informados, pero más incomunicados que nunca. Mi impresión es que jamás hemos estado informados bien de nada, y que la información, sea de cualquier clase, no genera ningún tipo de comunicación entre las partes. La información, desde Tito Livio, se ha utilizado siempre para aplastar al otro.

Y se trata de los mismos periódicos que en sesudos editoriales suelen lamentarse del avance de una subcultura y analfabetismo crítico de la ciudadanía en general y de los borregos en particular. Olvidan groseramente de qué modo y manera ellos, si se lo propusieran, es decir, si fueran unos profesionales con cierta dignidad y ética, se palparían los machos del sentido común antes de poner en circulación ciertas noticias y comentarios. No sólo se degradan a sí mismos, sino que, también, lo hacen a los protagonistas de las mismas noticias.

Uno tiene la artera sensación de que, por ejemplo, son los propios escritores, o, más propiamente, sus agentes literarios, o sus negros blancos, quienes mueven ciertos hilos para conseguir salir en los periódicos aunque sólo sea para asegurarnos que su representado ha dormido bien y en el día de ayer tuvo una espléndida digestión. O que tal o cual escritor ha salido indemne de una gripe A o que la habitación, donde tiene por costumbre escribir, le han pintado, ¡por fin!, las vigas de azul. O que la caja de lapiceros de la casa Shuster&Shuster, que esperaba con insólita agitación, le ha llegado de Londres, y empezará, por tanto, a redactar el comienzo de su nueva novela. Porque sin estos lapiceros de la casa Schuster&Schuster, el hombre se veía incapaz de escribir un sintagma adjetival en condiciones.

También los hay que, gracias al conducto de sus agentes, eso es lo que habrá que imaginar, comunican al ancho mundo que se han ido a una cabaña de Arkansas o a la parte oriental de Mongolia a escribir su última novela, porque aquí, en su pueblo o en su ciudad de origen, les es imposible concentrarse. ¡Y es que vas a comparar tú el soto de tu pueblo con la sabana africana o la pampa argentina! Por eso, algunos escritores, cuando publican algunas de sus novelas, deberían ser menos pudorosos y decir que dicha novela la escribieron en un poblado de Mongotú, rodeado de vete a saber qué especies de animales maravillosos e inexistentes por estos lares.

Me pregunto qué grado de categoría humana se esconde detrás de la máscara de estos escritores que tienen que echar mano de estas mierdas sintagmáticas para asegurarse unas cuantas líneas en un periódico. Naturalmente, se trata de escritores que continuamente hacen gala de su inveterada inclinación por la soledad y el autismo.

Por datos estadísticos, sostengo que Marías será el escritor que más sale en los periódicos, especialmente en el que escribe. No existe movimiento de su vida que tenga una consignación inmediata en las páginas del polancustriano decir. No sólo se puede seguir en ellas la evolución física del autor, sus gripes, sus estornudos, su agitación emocional, sus encontronazos con Goytisolo, o con quien no le ría sus anacolutos o sus digresiones espásticas.

Cuando leo un titular como el “The New Yorker” elogia la grandeza clandestina de Marías”, me descubro incapaz de comprender semejante titular, que parece tan sencillo en su significado. Acostumbrado como estoy a dar vueltas a las frases que me resultan ininteligibles, me pregunto: “¿Grandeza clandestina de Marías?

¿Cuándo ha sido clandestino Marías? ¿Alguna vez militó durante la época del Innombrable en el comunismo? Recuerdo que los sinónimos de clandestino son recóndito, enclaustrado, oculto, ignorado y, sobre todo, anónimo? Si algo no posee este escritor de Chamberí, es esa inclinación por pasar desapercibido en la sociedad, en general, y en la sociedad literaria, en particular.

Si un escritor optara por una radical clandestinidad, lo primero que tendría que hacer es inventarse un pseudónimo y no decírselo ni a sí mismo. Porque, en cuanto se lo comunicara a su amante, se habría de enterar hasta el más obtuso de sus enemigos. Luego, una vez camuflada la identidad verdadera en un yo falso, el camino a seguir sería desaparecer del mapa o campo literario que le da brillo y contraste. Por ejemplo, irse a vivir a una borda en los Apalaches o a la aldea más recóndita de Lugo o de Orense, donde como es sabido por la prensa, nunca ocurre nada.

Cuando los escritores hablan de valores como la soledad, me viene a la memoria aquella frase de Samuel Johnson: “Sabiamente se alejó del bullicio de la vida lo justo para ser capaz de encontrar el camino de vuelta con facilidad, no fuera que al acabo la soledad se le antojara tediosa”.

Si el escritor tuviese la soledad y la clandestinidad como relativos valores, que tampoco me voy a poner espléndido y decir absolutos valores, debería vivir encerrado en un pequeño círculo, tan pequeño que sólo podrían estar él y su gato, y éste con dificultad. La mayoría de los escritores actuales no saben vivir sin que el resto de los que llaman conocedores de la literatura los ponga por las nubes de la torre engreída de Babel o de Babelia, que para el caso lo mismo.

Si es deprimente la poca vergüenza y la sarcástica contradicción de una sociedad que hace todos los posibles por conocer a los futbolistas del mundo mundial y no pone nada de su parte para que los científicos sean celebrados, más lo es que un escritor –una plusvalía mental de la que se puede prescindir sin que ocurra ninguna catástrofe-, se rebaje hasta lo indecible para ser noticia por cualquier tontería.

Cuando ya uno ha dado todo de sí y ha demostrado de forma fehaciente que nada de lo que escribió, después de su primera novela, ha sido mejor, lo único que le queda es morirse, literariamente hablando. Es decir, callarse para siempre o meterse en un convento de cartujos. Eso, o escribir sus memorias para que las lean sus nietos.

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Víctor Moreno. La última primavera de la II República

diario_de_navarra_1936Desde marzo de 1936, después de las elecciones de febrero, ganadas por el Frente Popular, existía ya una conspiración militar contra la II República. Eso lo sabe todo el mundo, especialmente quienes defienden actualmente dicha conspiración. Lo que, quizás, no se sepa, dado el insularismo informativo en que se vive a pesar de internet, es que, de entre quienes más se esforzaron en que dicha rebelión tuviera éxito figura el que fuera director de Diario de Navarra, el periodista madrileño Raimundo García García, alias Garcilaso o Ameztia, entre otros seudónimos.

La postura del Diario fue en todo momento enemiga de una solución pacífica a la crisis política que por estos momentos se vivía en España. Crisis política, que no social. Porque es mentira que las descripciones catastrofistas, de las que hacía gala el periódico de la calle Zapatería, se pudieran extrapolar a todas las ciudades y provincias españolas, empezando por Navarra. Aquí, como se ha demostrado por activa y pasiva refleja, es mentira que los meses anteriores al Alzamiento, la provinci navarra  viviese días de sangre y de enfrentamientos callejeros. En la táctica de inventarse una situación social caótica, para justificar un golpe de estado, el Diario seguía miméticamente la senda de los grandes fascistas de la época: Hitler y Mussolini.

Para comprobar la catadura de Diario de Navarra y, más en concreto, de su director Garcilaso, bastará un ejemplo.

En la primavera de 1936, durante el mes de mayo se produjo un nuevo intento por salvar la República con un viraje hacia el centro. Por iniciativa de Besteiro, Maura, Sánchez Albornoz y Jiménez Fernández se promovió una operación en torno a la idea de un gobierno parlamentario de centro apoyado por Azaña, Prieto y también Luis Lucía, cabeza de la democracia cristiana de la CEDA. Es decir, un gobierno que, en modo alguno, representaba ni a los comunistas, ni a los soviets, ni a los anarquistas, ni nada que se le pareciera. Era un gobierno de centro, de talante autoritario, incluso.

La postura del Diario ante ella fue de abierta confrontación. El Diario no hizo absolutamente nada por evitar la guerra civil. Nada. Todo lo contrario. Se esforzó en convencer a sus lectores de que la única salida a la República era matarse entre sí. El Diario deseaba más el golpe incívico militar que el propio Franco.

La noticia de aquella operación política la comentaría Ameztia en sus Divagaciones del 8 de mayo. Y lo haría siguiendo su habitual retórica de satanizar a sus oponentes mediante la ironía y el sarcasmo más crueles.

Ya antes, el 3 de mayo, Ameztia negaba cualquier mérito a Azaña que lo avalara como dictador (DN. 3-V-1936). Hemos dicho bien: como dictador. Porque para el Diario y el conservadurismo más reaccionario, a quien representaba el periódico, la dictadura era la única opción en la que creían. Cualquier otra posibilidad, sería dejar el campo libre al “marxismo de tipo soviético”. Azaña, según decía Ameztia, era “un tímido amedrentado, con arranques de mal talante a veces” (DN.3-V-1936).

Lo que opinaba Azaña de Garcilaso, con quien mantuvo una entrevista, puede leerse en sus Memorias. El retrato que Azaña hace de “García” es, en su brevedad, antológico. En tres líneas refleja que la honradez no parecía ser la virtud que mejor cultivara Garcilaso. Dice Azaña de éste: “Insiste mucho en que en Navarra no puede haber guerra civil. Ignora si hay armas, aunque cree que no; pero bien pudiera haberlas sin que lo supiese. Pero está seguro de que no hay una organización, pues si la hubiera no podría serle desconocida. Y empeña en ello su palabra de honor». (M. Azaña, Memorias políticas y de guerra, Barcelona, tomo I, págs. 131-132).

El 8 de mayo Ameztia  en clave sarcástica diría: “¡Qué diantre! ¡Ni Prieto, ni Besteiro quieren violencias revolucionarias…! Nada de rebeldías, y abajo los energúmenos frenéticos… Eso» (se refiere a la operación política) «suponen ellos, sentará muy bien en la burguesía; y si sienta mal en los energúmenos que se aguanten”. Luego añadirá: “En este tejemaneje están políticos de todos los grupos. Sigamos practicando la pequeña política: política de ardillas y ratones” (DN.8-V-1936).

Garcilaso no creía en el diálogo, ni en el parlamentarismo, a pesar de ser diputado. Para él, la política basada en el diálogo era “una política de modos viejos, ruinucos y tontos”.

Según su opinión autoritaria y militarista, todo eso era inútil ante la realidad social en la que, según su visión maniquea, las masas del Mal eran las dueñas de la calle. La operación de centrar la República, diría Ameztia, no cuenta con un proyecto ni con un jefe. Azaña y Prieto eran además unos monigotes, que manejaba como quería el ala radical del PSOE. (DN.4-VI-1936).

El 28 de junio Ameztia escribirá su último artículo en la sección Divagaciones. En él, además de disparar contra el gobierno republicano, terminará gritando: “¡Alerta! ¡Muy Alerta!”, (DN. 26 y 28 de junio).

Ya el 7 de mayo había dicho: “hay que estar muy prevenidos, muy alerta y muy preparados para cuando llegue el momento de una sola y formidable provocación”.

El 14 de julio con gran alarde tipográfico y a toda plana Diario de Navarra recogerá la noticia del asesinato en Madrid de Calvo Sotelo.

Ameztia hablará entonces de “la pluma que quisiera ser espada”; y acusará de su muerte al “tártaro de chata faz y ojos oblicuos, aborto de infierno”, es decir, “a las fuerzas secretas de la revolución” (DN. 14-VII-1936).

Cuatro días después estallaría la sublevación. Mola, que estaba en Pamplona, y Garcilaso se habían salido con la suya: sublevarse contra un gobierno legítima y legalmente constituido.

Lo demás es apestosa justificación ideológica.

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Víctor Moreno. Para el día del libro con carácter retroactivo

lectura

Suele decirse que la mejor manera de celebrar el día del libro es pasar dicha fecha leyendo. Pero, en realidad, mucho mejor que todo eso sería no leer ni una coma, y no, porque lo que se publica deje mucho que desear, sino por razón de cierta higiene mental, que paso a precisar.

Llevar toda la vida haciendo algo sin pensar en si hemos elegido bien dicha actividad, no sólo nociva para la propia salud, sino, incluso, la menos apropiada al carácter personal, sería terrible. En especial, si dicho hábito o afición lo hemos convertido ya en un modo de ser.

Hablar de la lectura como un modo de ser significaría que los libros nos han tallado no sólo el cerebro, sino el carácter y la misma mirada hacia las cosas y las personas.

De hecho, cuando alguien dice que la lectura se ha transformado en su vida en un modo de ser habría que echarse a temblar. El mismo estupor experimentaría ante el sobrado escritor que afirma que si no escribiera, se moriría. Siempre que escucho esta expresión, a la que vive pegada la escritora Rosa Montero, recuerdo la idea, aquí parafraseada, de T. Bernhard: Lástima que dicha correlación no se corresponda con el principio de causalidad que invoca, porque, caso de que así fuera, la sociedad literaria se habría de ver libre de unos cuantos lenguaraces.

A mí me daría cierto repelús descubrir en este día que todo lo que soy y lo que no soy pudiera ser fruto conductista de las lecturas que me he chutado a lo largo de la vida. Me acongojaría un montón saber que las ideas que tengo son exclusivo producto de mi relación con los libros.

Aconsejaría, por tanto, más que dedicarnos a leer, considerásemos qué es lo que ha hecho la lectura de nosotros.

Que pensáramos, sobre todo, en lo que perdemos y en lo que ganamos invirtiendo nuestro ocio en la lectura, en lugar de hacer otro tipo de actividades.

Que analizásemos, siempre subjetivamente y sin ayuda de un libro, en qué se nos nota que somos lectores y en qué no.

Que evaluásemos si las decisiones que tomamos están determinadas por una página leída o, precisamente, por no haberla leído. Es curioso, y a la vez tranquilizador, que nunca se diga cuando alguien comete un crimen que el asesino lo perpetró después de leer un libro de Marías o de De Prada.

Los libros no son las cosas, ni las personas. Son un sucedáneo de lo que deseamos y no logramos. De ahí que resulte sospechosa esta tendencia tan habitual a desear más el simulacro que la realidad. Los libros, en lugar de conducirnos a los otros, nos llevan a otros libros, es decir, a atrincherarnos más en la propia intimidad.

Porque los libros nos ensimisman. Y a los escritores, ni te cuento. Sí, claro, lo digo por experiencia.

Más todavía: cuanto más se lee, menos comprensivas se vuelven las personas hacia la ignorancia de quienes no conocen una página siquiera de Mortadelo y Filemón.

La lectura no nos hace más libres, sino más esclavos de la necesidad de leer. Y en el ámbito de la necesidad, la libertad es un camelo. Así que, ¿cómo hablar de la lectura como espacio de libertad cuando la hemos convertido en una necesaria droga, sin la cual, decimos, no nos es posible vivir?

Desde luego, algo huele a podrido en esta forma de argumentar.

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Victor Moreno. Comentarios sobre la religión y efectos colaterales

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Comentario 1

¿Qué ha supuesto la religión -como catecismo y conducta cristianos- en la historia? Me atrevo a decir -osadía que me puedo permitir porque no me asiste la fe, sino los datos de la propia historia- que la religión ha constituido el más formidable escalpelo para cercenar de cuajo todo tipo de tolerancia, de ciencia, de investigación, de libertad y, en consecuencia, de responsabilidad.

La religión ha intentado capar a todo el mundo el intelecto y la sexualidad. La religión ha constituido el fundamento de muchas de las conspiraciones que se han forjado contra la inteligencia, contra la racionalidad, contra el progreso y contra la felicidad de los hombres y de las mujeres.

No quisiera molestar a nadie al afirmar que la religión es una solemne superstición, cuyos componentes más señeros son la credulidad y el fetichismo. Entiendo por superstición aquella operación mental -un tanto animista e infantil, desde luego- que funde y confunde lo personal y lo impersonal, lo exterior y lo interior, lo lejano y lo próximo, lo sensible y lo que no se ve, ni se toca, ni se oye, ni nada. Es decir, el caldo de cultivo más apropiado para dejarse sobornar por el chantaje de la promesa de la resurrección de la carne.

Comentario 2

Dios no es ni la verdadera cuestión ni la cuestión capital en la vida de muchas personas. Ni, menos aún, la realidad objetiva, ni la realidad previa, ni la realidad original, ni la realidad envolvente. No es, siquiera, una realidad. Y, a pesar de ello, muchas personas, que viven ajenas a este soborno transcendental, mantienen una profundidad vital y una identidad personal tan seria o más que la que pueda tener un cristiano convencido y coherente.

El atavismo secular, con el que se ha analizado sempiterna y obligadamente la religión, ha derivado en una serie de tópicos y lugares comunes que, más que en creencias, se han convertido en supersticiones.

Se acepta como dogma que el ser humano necesita necesariamente referencias objetivas y universales, ideas e ideales, para superar el nihilismo en que supuestamente transcurre su existencia. A continuación, como única salida a ese vacío se presenta la religión, como si ésta fuese la única alternativa posible que revele el sentido de la existencia.

Más aún. Algunos jerarcas de la Iglesia, entre ellos el papa, sostendrán que no se puede ser buena persona si no se cree en Dios. Y que sólo la fe en “el Dios vivo y verdadero” le otorgará la etiqueta auténtica de bondad.

Comentario 3

¿Desde cuándo los llamados Derechos humanos son producto de la cultura cristiana? Más bien, lo serán de una lucha endiablada contra la cultura cristiana, que es muy distinto. Si se nos apura, diríamos que la historia de Europa es la historia de la resistencia del individuo a la violencia del catolicismo como religión de poder. Y, desde luego, no fueron las cruzadas, ni los crímenes cometidos, derivados de la confusión entre teología y política, quienes produjeron la ilustración y, menos aún, los Derechos del Hombre.

Los valores, que ha fundado el Derecho, se deben a una lucha enconada contra quince siglos de civilización oscurantista, representada por el cristianismo. Lucha que supuso muchos miles de muertos debidos, precisamente, al poder religioso en connivencia con el poder político, ambos enfrentados a cualquier avance de la libertad individual.

La Iglesia aliada del Poder político ha sido la gran adversaria de la coexistencia pacífica entre los pueblos. La historia de las religiones si algo demuestra es que todas ellas han intentado imponerse por la violencia. ¿Por qué? Porque toda religión representa una amenaza para los otros, ya que ninguna está libre de integrismos

Comentario 4

A priori, creer o no creer es inocuo. Es decir, no nos hace ni peores ni mejores personas. La jaleada validez y utilidad moral de la religión es un camelo. Las pretensiones éticas y morales de todas las religiones son falsas. El sistema de creencias, que una persona pueda tener, no convierte a ésta en un dechado de virtudes, ni de vicios.

Considerar que, por el hecho de creer en Dios, alguien se convierte en virtuoso es de una ingenuidad intolerable. Y en cuanto a la correspondencia, más o menos congruente, entre lo que pensamos y lo que hacemos se dan tantos hiatos en el comportamiento humano que es imposible afirmar que nuestros hechos sean resultado de lo que creemos o pensamos.

Como decía Lichtenberg “no hay que juzgar a los hombres por sus opiniones, sino por aquello en lo que sus opiniones les convierten”. Ahora bien, ¿cómo saber las razones por las que una persona actúa de una manera determinada? Pues con toda probabilidad de ningún modo. Spinoza ya advertía de que sabemos lo que hacemos, pero rara vez por qué.

Lo único que sabemos es que la religión, cuando se organiza en plan colectivo y es manipulada por la Jerarquía, es una amenaza permanente para la felicidad individual del género humano.

Omentario 5

Formulado de una manera desgarradora podríamos preguntar: El día en que el mundo se quede vacío, ¿quién se acordará de Dios? Y formulado de otro modo mucho más incómodo para quienes creen en él: si la fe les abandonara –al fin y al cabo, Pablo dice que la fe es un don de Dios al hombre-, ¿significaría eso que dejarían ipso facto de ser amables, solidarios, respetuosos, honrados, justos, sinceros y cumplidores con los deberes que manda, pongo por caso, el orden ético o constitucional?

Mucho me temo que la mayoría de los creyentes estén cautivos de su fe, es decir, sobornados y chantajeados por el cielo. ¡Cuándo llegará el día en que proclamen, como aquel personaje de Bernard Shaw, “he dejado atrás el soborno del cielo”!

Hay quien asegura que la religión le ha servido de consuelo y de alivio en la vida. Sin duda. Del mismo modo, que a otros les ha confortado el psicoanálisis, el alcohol, el senderismo, el parchís y la lectura.

Pero los casos de carácter individual, en los que alguien ha encontrado desahogo psicológico a su atormentada intimidad, no son comparables a los mismos efectos de esa misma religión en su pertinaz intento de destruir la convivencia pacífica entre iguales. Este es, ciertamente, otro nivel. Un nivel trágico.

En este sentido, la historia de la religión, convertida en partido de masas y en empresa moral, es la historia de una infamia que ha dejado a la humanidad convertida en una herida parpadeante.

Comentario 6

A los obispos les gusta proclamar una y otra vez que ellos no se meten en política Hacen mal en decirlo. Porque ése es, precisamente, el ámbito social en el que debería zanjarse toda cuestión que realmente interesa a la res pública. Afirmar, como hacen ellos, que su influencia es de “naturaleza religiosa y moral” sólo cabe entenderlo como producto de su cinismo y de su mala conciencia. Porque la pretensión de influir en la moral y en la religión de las personas es la cosa más política que existe, especialmente en España.

La Iglesia católica española lo viene haciendo desde que se instituyó como tal. Y espero que siga haciéndolo de este modo. Porque es la única manera de saber qué es lo que está tramando contra el tejido social y político democrático en el que ella no cree con la misma fe que cree en el dogma de la Inmaculada Concepción, por ejemplo.

Y no es cierto que la Iglesia respete “las normas civiles comunes, legítimas y justas”, cuando estas normas van en contra de sus intereses. Hace, sí, ejercicios malabares para hacer como que las respeta y que las acepta, pero ni las respeta, ni las acepta.

Comentario 7

Vivimos en una época realmente insólita. En una época, en que la vitalidad de las cosas se manifiesta en que pueden ser discutidas, la Jerarquía se resiste a que las creencias religiosas se pongan en el tablero de la interrogación o del humor.

Si la fe religiosa es una creencia, ¿por qué, entonces, no darle acceso al mismo derecho que tiene la democracia a ser criticada, censurada o motivo de risa? Si las creencias sexuales, políticas, gastronómicas o artísticas, no cesan de sufrir el acoso dialéctico de todo el mundo, ¿por qué no han de gozar del mismo estatus polémico las creencias religiosas? ¿Acaso porque tengan un fuero especial?

Desgraciadamente, éste es, quizás, el peor celofán que envuelve la religión: su intangibilidad. El que no pueda ser tocada, cuestionada, puesta en la higiénica picota de la reflexión y de la negación como la inflación económica o un plan de pensiones. Pero tal cualidad, más que una virtud, es su peor defecto.

A quienes se empeñan en subirla al banquillo de la perplejidad, se les acusará de estar tocados de “fundamentalismo irreligioso”. Y a quienes se muestran razonablemente incapaces de aceptar la “potencia humanizadora de la religión” se les tildará de “inflexibles enterradores del espíritu”.

No perciben que si algo podría redimir a la religión de su oscurantismo es su puesta en entredicho. Al fin y al cabo, cada cual tiene la creencia que está más acorde con su raciocinio o su estómago, que de todo hay en la viña del señor marqués.

La Iglesia sabe, mucho mejor que Mandeville, que son los vicios privados, la búsqueda del interés personal, lo que permite acrecentar el bienestar colectivo, y no la moralidad, sea ésta practicada en clave subjetiva o colectiva.

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Victor Moreno. Premio europeo para una Literatura Europea

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Otorgar premios, incluso a quienes no se los merecen, es fácil. No lo es tanto justificar razonablemente dicho fallo. Semejante incapacidad va pareja con el ejercicio de la crítica. La novela es buena, pero el crítico, en lugar de mostrarlo con razones objetivas textuales, saca a pasear su poderoso talento para cultivar tópicos y adverbios terminados en mente.

Dicho estado de cosas ya no constituye un problema excitante, porque es toda la crítica la que se sumerge en esta especie de atonía valorativa. Por lo tanto, nadie se estira de las meninges al escuchar que un escritor ha sido premiado porque es, ha sido y siempre lo será, “la conciencia crítica de Europa”. ¿Conciencia? ¿Y crítica? ¿Y Europa? Parafraseando a Baudelaire uno diría: “No tengo el gusto de conocerlas. ¿Quiénes son estas señoras?”.

Yo pensaba que esto de la conciencia y Europa, y de la conciencia europea para qué contar, era pura abstracción con el fin de atormentar el juicio y el euro de los ciudadanos. Pero, hete aquí, que me topo con la noticia de que a Javier Marías se le ha otorgado el Premio Austríaco de Literatura Europea por “una obra de auténtica dimensión europea, donde combina la reflexión sobre los abismos de la naturaleza humana con el pensamiento sobre la moral, la historia y la política”.

Leyendo esta justificación y sin saber el nombre del galardonado, no sería extraño que alguien pensara que el receptor de estas palabras fuese un filósofo, un moralista o un maestro zen; en fin, uno de esos cerebros con denominación de origen que se ha echado el mundo a la joroba de su espalda para redimirnos de nuestros delitos de indiferencia hacia Europa y su conciencia.

Sin quererlo, dicha justificación pretende resaltar más la capacidad intelectual del galardonado que su capacidad narrativa.

Hasta se podría establecer un canon de escritor y de novela siguiendo el reguero de esas apelaciones a entidades más o menos abstractas, y en las que de forma modélica sucumben desde hace muchos años los fallos de los jurados. Se premia un escritor por ser conciencia de su tiempo, por poseer integridad moral, por mantenerse coherente con los principios de quienes mandan, por su lucidez siempre cervantina, y, ahora, como no podía ser de otro modo, por “poseer su escritura una auténtica dimensión europea”. A la vista de lo cual, uno se pregunta: ¿cuándo premiarán estos fallos la literatura?

Para mayor ofuscación, el texto del fallo habla de “auténtica dimensión europea”. Auténtica. Lo que hace suponer que quienes se expresan de este modo poseen la concepción verdadera de Europa. ¡Qué pena que no viva el escritor Bernhard para escuchar sus piadosos comentarios al respecto! ¿Tienen los miembros que han otorgado a Marías una concepción de Europa verdadera? ¿Cómo saberlo? De ningún modo. La razón es simple: ¿acaso existe Europa?

Decía Marías que estaba muy contento con este premio, porque viniendo de fuera, del extranjero, de Europa, oiga, “está más centrado en lo literario y menos sujeto a simpatías y antipatías personales”. Seguro. ¡Vas a comparar un premio otorgado por la parroquia de Chamberí que por los maestros vieneses! Y sin embargo… Los juicios literarios en ese fallo son invisibles. No hay en sus frases ninguna argumentación basada en la literatura. Sí queda claro que Marías es escritor de “auténtica dimensión europea”. Como dirían los críticos de la falange y de las Jons, “un escritor de raza europeo”. Enhorabuena. Ahora bien. Supongo que reflexionar sobre las simas de la condición humana, mezclando moral, historia y política, no será circunstancia específica, exclusiva y excluyente, de lo que se pretenda escribir como “genuinamente europeo”, ¿no? Una novela china, pongo por caso, que reflexionara sobre la condición humana, evidenciando sus dimensiones éticas y blablaba, ¿podrá ser considerada como hecho significativo de estar trabajando, aunque sea sin saberlo, por la dimensión auténtica europea?

¿Existen valores literarios que sean específicos de esa dimensión? Quienes lo saben, deberían dar un paso hacia Estrabusrgo y decirlo a los cuatro puntos cardinales que son dos, norte y sur. Si lo hacen, es posible que ayuden a muchos desnortados a la hora de afrontar su próxima novela.

¿Por qué los valores humanos que defiende esa Europa auténtica han de ser mejores que quienes se refugian en lo local, lo particular y lo nacional? ¿Puede un ciudadano de Alcorcón ser europeo sin saber quién es Yourcenar, Duras, Peter Handke o Bernhard? ¿Pueden serlo sin haberlos leído? ¿En qué consiste ser europeo? ¿Y escritor europeo? ¿Cómo se mide la influencia de una trayectoria genuinamente europea en la escritura de un novelista?

He leído a Marías desde su primera novela –si no, cómo iba a tener prejuicios, nada europeos supongo, sobre su obra-, y nunca había reparado en que estaba leyendo a alguien con tan potente conciencia europea literaria como la que podrían tener, qué sé yo, Claudio Magris, Ítalo Calvino o Sebald, quien sostenía que le “interesaban más los muertos que los vivos”, lo que afirmarlo no sé si es europeo o gilipollez, o una gilipollez europea, entiéndase.

Cada escritor hace lo que puede dentro del abanico de sus posibilidades. Tener conciencia patriótica o europea -¿no es lo mismo a fines de intendencia?-, nada tiene que ver con poner un adjetivo detrás de un sustantivo sin arrugarlo.

En los tiempos que vivimos, existe cierta prensa que considera que los escritores calificados como cosmopolitas o apátridas son mejores escritores que quienes no lo son, y, por no ser, no son nada, geográfica y mercantilmente hablando.

Vendernos a estas alturas la leyenda de que son mejores escritores, porque son más europeos que el polvo del toro que fecundó a su madre y más cosmopolitas que un cuento de Borges, es un insulto a la propia condición creativa humana, que ni es europea ni apátrida, sino tan sólo eso, humana, con sus particulares abismos, tanto en Viena como en Chamberí. ¿Alguien lo duda? Mírese dentro de sí mismo.

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