Víctor Moreno. Leyendo a los fachas

jorgevigonEn 1957, los escritores franquistas se relamían de gusto haciendo hagiografías con el olor a mierda que destilaban los cuerpos de ciertos militares sublevados en 1936 contra el gobierno de la II República, legítima y democráticamente constituido. Y si estos escritores eran militares –valga el oxímoron-, el resultado aproximado no podía ser otro que la imagen sinestésica de la explosión por los aires de una letrina pública.

En realidad, no podría ser de otra manera, porque la impunidad y la autosuficiencia con que estos escritores contaban lo que supuestamente sucedió antes, durante y después del golpe militar, era absoluta. Sabían que en 1957 nadie les replicaría ni nadie les echaría en cara la falsificación que estaban perpetrando con más premeditación y con más alevosía que la que se acostumbra en un crimen abyecto. Porque nadie como los militares sabía cómo se coció, cómo se desarrolló el golpe militar, y cómo se aplicó el régimen de terror, implantado por Mola, durante y después de la guerra. Nadie como ellos conocían los crímenes que se cometieron bajo su imperativo categórico.

De ahí que resulte de lo más didáctico y esclarecedor leer a estos militares metidos a escritores cuando elevan a categoría de héroes a energúmenos de la calaña de Franco y Mola.

Cuando escriben, no tienen pelos en el paladar para contar de ellos todo lo que nunca hubiéramos sospechado que podrían llegar a ser y hacer. Estos militares confunden burradas y crímenes impunes con virtudes épicas.

Hace tiempo, compré en una librería de viejo varios libros firmados por militares, cuya finalidad era glosar a otros congéneres de su casta. Estos libros formaban parte de una colección presentada bajo el epígrafe de “La epopeya y sus héroes”. La Epopeya era la Guerra Civil, claro. En esta colección de émulos de Aquiles y del Cid figuraban granujas como Franco, calificado como “Centinela de Occidente”, J. A. Primo de Rivera, Calvo Sotelo, Ledesma, Sanjurjo, Queipo, Varela, Millán Astray, la División Azul, El Requeté y hasta un libro –“Acción de España en América”-, de Florentino Pérez Embid, opusiano, y padre del actual presidente del Real Madrid.…

El dedicado a Mola se titula “General Mola (El Conspirador”), y está editado, como el resto, por la Editorial AHR, (Barcelona, 1957). Su autor fue el general Jorge Vigón Suerodíaz, militar, claro, y con el tiempo ministro de Obras Públicas, merced de Franco, con quien fue uña y carne. No extrañará que también obtuviera el Premio Nacional de Literatura en 1950 y el Nacional de Periodismo en 1949.

Él, y su hermano Juan, ambos militares de carrera, cuando llegó la proclamación de la II República, acogiéndose a la ley de Azaña (Decreto de 25 de abril de 1931), pidieron la excedencia voluntaria, pero perdieron el culo para reincorporarse en cuanto supieron lo del Golpe, que, por saberlo, lo fue prematuramente, exactamente, en marzo de 1936. Cabe recordar que Juan Vigón sería uno de los treinta y cinco altos cargos del franquismo imputado por la Audiencia Nacional –auto del 16 de octubre de 2008- en el sumario instruido por Garzón, por los delitos de detención ilegal y crímenes contra la humanidad cometidos durante la guerra civil española y en los primeros años del régimen, y que no fue procesado al comprobarse su fallecimiento.

Como digo, resulta higiénico leer a este militar gallego, no porque su prosa sea una maravilla, que no lo es, sino porque cuanto más se esfuerza en alabar a su biografiado, Emilio Mola Vidal, más hijoputa se me presenta éste. Lo mismo sucede con las figuras que glosa de forma hagiográfica: Garcilaso, director de “Diario de Navarra”, y brazo corrupto de Mola, el conde de Rodezno, y un largo etecé que da dentera pronunciar.

E. Mola Vidal, al que se le dio el mando de la 12ª Brigada de Infantería que llevaba aneja la Comandancia Militar de Pamplona, llegará a la capital del Viejo Reino el 15 de marzo de 1936. Según cuenta Vigón, desde mediados de enero se sabía que existía una conspiración militar, chispa prendida en la guarnición de Pamplona. Quienes la habían encendido fueron los militares Vicario, Lastra, Barrera y Moscoso, “cuyos nombres se registraron en una lista en clave”.

Cuando Mola fue requerido por el Gobernador Civil, Mariano Menor Poblador, para que le pusiera al corriente de la situación de Navarra, en todo momento le aseguró que la provincia era una balsa de aceite, y que todos los militares cumplían con sus deberes con la República. Cuando el general Batet, inmediato superior de Mola, sospechando de las intenciones de éste, le requirió concertar una entrevista para cerciorarse de que “no se saldría de la supuesta legalidad republicana”, el militar golpista –el encuentro tuvo lugar en monasterio de Irache-, le dio todas las seguridades y garantías de que “ni él conspiraba ni sabía de ninguna conspiración en marcha”. A los días, el cabrón de él daba el golpe. Para mayor irrisión lo recordaría más tarde con estas palabras: “Yo en aquella ocasión le mentí a Batet a conciencia de que por encima de mi palabra y de mi honor estaba el interés de España”.

La verdad es que Vigón posee una virtud narrativa sobresaliente. Convierte en detritus lo que alaba y eleva a virtud lo que desprecia. Esto último lo hace cuando se refiere al comandante Rodríguez Medel, “el único sujeto que hubiera podido evitar que Mola diera la orden de la sublevación”. Detalle curioso. Cuando Vigón habla del resto de los militares todos son señores y excelentísimos. Cuando tercia sobre Rodríguez Medel, que era comandante, lo llama sujeto. Y al describir su compromiso con la República, lo hace de este modo: “Rodríguez Medel, que desde el primer momento hizo patente su devoción republicana, traducida libremente en infracciones de ciertas prácticas militares, que, a su tiempo, hubieron de ser corregidas por el General. Pero deseoso Mola de evitar, en lo posible, violencias, llegó a pensar que podría obtener llegado el momento, la dócil sumisión de Medel” (Cursiva es mía).

Lo que Mola ignoraba era que el honor, la palabra y el interés de aquel comandante sí estaban por la España republicana. Mola se entrevistó con Rodríguez Medel la misma mañana del 18 de julio de 1936. Como enseguida comprobó que por las buenas el comandante no cedía, Mola le advirtió por las malas que dicha resistencia podría ser fatal para él. Al salir del Palacio de Capitanía, dice Vigón que lo hizo “sin la menor dificultad, pese a que eran muchos los que, no habiendo mediado la orden más severa de Mola en contra, hubieran estado dispuestos a eliminarlo y deseoso de hacerlo”.

El desenlace ya lo sabemos. Rodríguez Medel “fue muerto” –muerto, dice, no asesinado- “por sus subordinados”. Se cumplió lo que Mola le había anunciado por las malas… Por lo que cabe sospechar que la orden de su muerte ya estaba dada en el caso de que R. Medel dijera que no a Mola.

Moscoso y compañía fueron sus ejecutores, pero quien así lo dispuso fue Mola. Eso es lo bueno que tiene que los fachas hablen con tanta claridad de los crímenes que perpetraron alevosamente y de los que nunca se arrepintieron.

Publicado en Ilustres prendas | Etiquetado , , | Deja un comentario

Víctor Moreno. De elecciones

eleccionesCuenta J. Swift en “Los viajes de Gulliver” que los liliputienses “al elegir las personas para toda clase de empleos, siempre se tenía en cuenta más la moralidad que la capacidad o las grandes aptitudes”.

Hoy, sin embargo, la sensibilidad social tiende a exigir de la clase política ambas virtudes: moralidad, ética y principios, por un lado, y competencia, profesionalidad y especialización, por otro.

Si esta premisa liliputiense es verdadera, y estaría bien que lo fuese de forma pragmática, seleccionar a los candidatos más idóneos, para acceder a una banqueta municipal o sillón parlamentario, tiene que ser una tarea bastante difícil, complicada e incómoda.

Se agrava este incordio, si se repara en que existen personajes que contradicen el principio de Arquímedes y que, desalojando más de lo que pesan, experimentan un impulso hacia arriba muy superior al valor de su vida o ejemplaridad de sus hechos. Los conocemos a casi todos. Basta leer las listas de los candidatos en estas elecciones para echarse la mano a la cartera y decirse. “¿Pero cómo tendrá este tipo la barra de presentarse?”.

Pienso que se ha llegado a una situación tan esperpéntica que las elecciones tendrían que ser resultado de unas oposiciones. Nos evitaríamos que ingresaran en política -arte de lo posible, de lo real y de lo necesario-, personas incompetentes e inmorales.

Con el método de las oposiciones ganaría la sociedad varias cosas: un ahorro económico considerable; la estética de las calles y ciudades no se vería alterada por la presencia ominosa de carteles insufribles; y, sobre todo, nos ahorraríamos de escuchar un sinfín de tonterías, es decir, mentiras, injurias y vilipendios palabráticos.

Por si cuela, este método debería contemplar las siguientes pruebas.

En primer lugar, el currículum vitae no debería puntuarse. Ciertos políticos han dado ya tantas vueltas y revueltas al propio linaje que es preferible que no lo meneen más. Con tanto fuguismo y transfuguismo es imposible hallar el linaje verdadero de donde se procede. Por ello, será conveniente fijarse únicamente en la oposición en sí, y no en su para sí.

Las pruebas serán de doble tipo y, dado que en democracia la forma, el saber estar, la urbanidad se ha convertido en garante del sistema, las primeras afectarán a los aspectos formales del opositor. Las segundas, en cambio, tendrán más enjundia, es decir, apelarán al contenido, a la miga, al intelecto, al pesquis, a la estructura óseo-mental del opositor.

Veamos las primeras.

A). Pruebas de resistencia física. Formulada de forma desnuda sería como sigue: “Se someterá a los opositores a estar sentado durante una hora seguida en un sillón al que, previamente, por lo secreto y por sus bajos, se le habrá aplicado a una distancia prudencialmente rectal un brasero eléctrico. Aquellos opositores que muestren desfallecimientos visibles –cabezadas, sueños y fugas al mingitorio-, no son dignos de figurar en un Parlamento. Puntúeseles en consecuencia”.

B). Arte y confección en el vestir. Condúzcase a los opositores a unos grandes almacenes. Quienes logren cambiarse más veces de chaqueta en el menor tiempo posible, no lo duden: reúnen las mayores probabilidades de salir por la puerta grande de la oposición.

C). De habilidad codo-motriz. Sitúese a los concursantes en una parada de autobús en una hora punta o redonda. Quienes logren subir entre los cinco primeros, serán puntuados. El resto, cero. El jurado deberá mostrar especial predilección por aquellos que se caractericen por el uso abusivo de pisotones, codazos y empellones varios, porque muestran un conocimiento psicomotriz superior al resto en el arte desgraciado de trepar.

Las pruebas de contenido serán las siguientes:

A). Hablar mucho sin decir nada. Se solicitará que los futuros padres de su labia compongan un texto con el máximo posible de extensión y con el mínimo de significado. Pues la aspiración de un verdadero político es llegar a ser un mar de palabras en un desierto de ideas.

B). Demagogia en el razonamiento. Se les entregará un texto constitucional para el que se les pedirá tres interpretaciones distintas. Con un imprescindible requisito: la primera contradirá la segunda y la tercera aclarará el estado de la cuestión, y, si es pertinente, la cuestión del estado.

C). Aprender a olvidar. El opositor contará con pelos y señales los últimos diez años de historia del partido por el que se presenta. Deberá mostrar su capacidad para olvidar todos aquellos textos y hechos de sus líderes que comprometan la salud e ideología actual del partido.

D). Comentario de Texto. Medirá la capacidad dialéctica del opositor. Si éste es de derechas, se le presentará un texto –que comentará en folio y medio (en Canarias bastaría con un folio)-, con el siguiente contenido: “Defiende los planes de jubilación del Gobierno socialista”. Al de izquierdas, el texto vendrá a decirle: “La derecha tiene mejor plan económico para salir de la crisis”.

Al finalizar todas las pruebas, se entregará a los ganadores una imagen o una estampa del partido correspondiente con una leyenda que podrá elegirse libremente de estas dos.

La primera, tomada del libro “Alicia en el País de las maravillas” y que dice así: “Habiendo llegado hasta aquí, necesitas correr todo lo que puedas para permanecer en el mismo lugar”.

La segunda, tomada del libro “El principio de Peter” y que anuncia la siguiente bienaventuranza: “Has llegado a la meta final de tu incompetencia y por más esfuerzos vigorosos que realices no llegarás más lejos”.

Y colorín colorado estas oposiciones se han terminado.

Publicado en Ilustres prendas | Etiquetado | Deja un comentario

Víctor Moreno. Coherencia

coherenciaEn ciertas ocasiones, cuando se celebra la efemérides de alguna ilustre prenda, se suele decir de ella, como si se tratara de la mayor de las alabanzas que «fue toda su vida coherente con sus ideas». Existe, también, otra versión muy fácil de leer en cualquier periódico dedicado a hacer necrológicas: «Nunca renunció a sus ideas y se mantuvo fiel a ellas durante toda la vida».

«Fue un hombre coherente con sus ideas», se dice. Ya. Pero nunca se dice cuáles fueron esas ideas. ¿Tal vez, porque, al concretarlas, el oyente percibiría lo monstruoso de ellas? ¿Tal vez, porque, al confesarlas, revelarían la estrechez mental de un hombre fiel a un manojo de ideas estúpidas, con las que llenó de infelicidad, no sólo su propia vida, sino también, la de su familia? ¿Cómo pasar toda una vida sin cambiar de ideas? ¿Cómo puede Rajoy dormir a pierna suelta con sus ideas, sabiendo corno sabe, que las ideas de Rubalcaba son mucho mejores y más brillantes que las suyas? Es algo incomprensible. No sé, pero a mí esto me huele a chamusquina. El hecho de que la gente no renuncie a sus ideas por las ideas mejores de los demás, muestra a las claras que, en el fondo más superficial, las ideas de la gente nos importan un pepino. Sólo a ciertos filósofos parecen importarle las ideas de los demás, aunque sea, no para comprobar si son mejores que las suyas, que casi nunca lo son, sino para fustigarlas, que es una manera, tan educada como otra cualquiera, de tener en cuenta a los otros para afirmarse uno.

«Fue uno de esos ejemplos escasos que mantuvo la coherencia en medio de tanta claudicación», leía yo hace tunos días en un periódico, refiriéndose a urna persona «muerto en olor de coherencia». Pues la coherencia, cuando pertenece a un muerto, huele, también, como las multitudes. Estoy convencido de que, quien mantenía esa frase, consideraba que le estaba haciendo al muerto el mayor de los elogios posibles. Sin embargo, y aunque parezca mentira, le estaba llamando inútil, inmovilista y tonto. Porque ser coherente, no tiene ningún mérito. Es la cosa más normal. Yo no conozco a nadie que no lo sea. La coherencia es vitola de: gente dogmática, cerrada y mostrenca.

¿Cómo tener como un valor, el hecho de mantenerse toda la vida con el mismo armazón ideológico, cambiando como cambia la vida que es un primor? Sólo los amonites permanecen imperturbables al cambio. En esta vida, lo lógico y lo sensato es mudar de camiseta ideológica, en cuanto esté sudada, avinagrada y llena de sietes. Me sorprende que algunos de los ensayistas, mayormente filósofos, que escriben en los periódicos, mantengan sin variar un sintagma las mismas ideas que, desde hace veinte años o, incluso más, vienen defendiendo. Ellos, con absoluta seguridad se considerarán más coherentes que una tautología de Heráclito, pero, en mi opinión, lo único que muestran es una osamenta ideológica más herrumbrosa que la coraza del Cid, o, si se quiere más proximidad analógica, que las lanzas de Benet. Es verdad que, si tienen el honrado desliz de cambiar de ideas, muchos energúmenos, es decir, cráneos por lo general sin pulir y sin idea alguna en sus encefalogramas planos, se les echarán encinta señalándonos con el dedo acusador de esa incoherencia. Nada. Ni caso. El progreso de una sociedad está en relación inversa a la existencia de personas coherentes. Cuantas más personas coherentes, más reacia al cambio será esa sociedad. ¿Han reparado, alguna vez, en las ocasiones que Rajoy utiliza la palabreja en cuestión para afear a Zapatero? Yo, en cuanto se la oigo pronunciar, me terno una actuación palabrática y reaccionaria de su segunda de abordo, madame Cospedal…

Los políticos son quienes más alardean de coherencia, de su práctica necesaria y rígido cumplimiento. Bueno, los ladrones y los asesinos les van a la zaga. ¿Conocen, ustedes, a algún asesino o a algún ladrón, que no sea coherente con su idea de matar y de robar? Yo, cada día que pasa, pienso que la coherencia sólo está bien para las salidas y entradas de los trenes en una estación. En el comercio de las ideas, lo más higiénico es cambiarlas como de chaqueta, sobre todo si la propia está vieja, y se dispone de otra de mejor calidad. Se suele decir en plan despectivo: «Ese cambia de ideas, como de chaqueta'» o «es un chaquetavuelta». ¿Por qué nos molestan tanto los tránsfugas ideológicos? Yo pienso que lo que nos molesta de ese cambalache no es el despelote de ideas del que hace gala, sino el hecho de que el citado chaquetavuelta elija unas ideas que no son las nuestras. Rara vez nos molesta el cambio de ideas en una persona, si, al hacerlo, se identifica con las nuestras.

Son tantísimas las ideas que abundan en cualquier campo de la teoría social, educativa, científica, que hacerse con una sola idea que, verdaderamente, se adapte a nuestro temperamento y carácter, más que una odisea intelectual, es un verdadero milagro. Las pocas ideas, que tenemos propias, a lo sumo dos o, exagerando un poquito, tres y media -¿de dónde proceden? Si proceden de la experiencia personal, entonces, reconoceremos que nos han costado un huevo o un ovario hacernos con ellas; seguramente, casi toda la vida. Si proceden de lo que leemos, entonces, lo mismo, porque hasta que una idea que leemos en un libro la hacemos parte íntima de nuestra carne, transcurre, como decía Nietzsche, casi otra vida y, en ese largo periplo, nos olvidamos de casi todo lo que hemos leído, para quedarnos con lo que nuestra piel ha padecido y gozado.

Juzgar a alguien por las ideas que tiene o, casi mejor dicho, por sus prejuicios, es una aberración. Sólo los hechos hablan bien o mal de nosotros. Las ideas sólo muestran el grado de evolución y de desarrollo que ha adquirido nuestra envoltura craneal.

Franco fue un virtuoso coherente con sus ideas. Milans del Bosch, también. En cuanto el primero puso en práctica las suyas, el mal aumentó en progresión geométrica. La coherencia del primero nos jodió durante más de cuarenta años. La coherencia del segundo estuvo a punto de jodernos otros veinte más, si aquel 23F resulta coherente con la idea de quienes lo perpetraron.

Así que, ¿para qué se quiere ser uno coherente con las ideas si éstas no nos hacen más humanos y caducan en dos días como un yogur? ¿Para qué empeñarse en ser coherente con las ideas propias si las ideas de los otros son mejores? ¿Para qué empeñarse en ser coherente con unas ideas que no hacen sino llenar de infelicidad a quienes nos rodean?

En realidad, y como dijo Mark Twain, la auténtica filosofía de la coherencia es el cambio.

Publicado en Insoportable sociabilidad | Etiquetado | Deja un comentario

Víctor Moreno. Entender a los otros

entendimientoProduce no sólo curiosidad, sino incertidumbre, indagar en qué nos causa más impacto, si las ideas de una persona o sus actos. Dicho con mayor plasticidad: ¿qué nos causa más perplejidad, leer esta idea de Schopenhauer, «el ruido sólo lo soportan los cadáveres y las mujeres», o, enfrentarnos a la anécdota, protagonizada por este mismo filósofo, y que, como la cuenta E. Lynch, la refiero yo. En plena revolución de 1848, Schopenhauer invitaba a los gendarmes a subir a su piso para que pudieran llevar a cabo su tarea con la mayor eficacia, disparando desde la ventana de su salón, «incluso se permitía ayudarles indicándoles dónde se escondían los rebeldes y contra qué blanco debían apuntar»?

¿Qué nos proporciona más conocimiento de la persona de Schopenhauer, su idea sobre el ruido o el hecho que protagonizó en plena revolución de 1848?

Con frecuencia, solemos descalificar, o alabar, a alguien, trayendo a colación sus ideas. En este sentido, recuerdo haber leído dos artículos, publicados en periódicos distintos, cuyo contenido se limitaba a consignar de forma generosa las afirmaciones de dos personas, una viva y otra muerta.

Ambos textos pretendían, no sólo descalificar sus ideas, que, también, sino, especialmente se le pedía al lector que repudiara a estas personas, que eran capaces de sostener aquellas tesis. Sutilmente se sugería que una persona, que defendiera tales ideas, no podía ser, en modo alguno, buena persona.

¿Se puede tener una ideología horrible -generalmente la del vecino lo es- y ser, al mismo tiempo, una buena persona o, por el contrario, tener una ideología implica intrínsecamente una perversidad moral manifiesta? Lo sugiero, entre otros matices, porque hay gente que considera que ser nacionalista, no sólo es incompatible con ser demócrata, sino con ser un ciudadano, ya no ejemplar, sino simplemente ciudadano. Y si no, que se lo pregunten a Savater, Arteta y Juaristi. Y a Vargas Llosa, ni te cuento.

Cuando algunas personas renegaban de la urbanidad de Cela, aclaraban ipso facto que sus exabruptos, acerca de lo humano y divino, no invalidaban su literatura. Es decir, los actos que protagonizaba Cela, no lo cuestionaban como escritor. Sin embargo, este mecanismo mental no se aplicará jamás con simétrica justicia a otros casos. Pienso, por ejemplo, en Sabino Arana. Se sacan a pasear sus ideas para, no sólo ponerlas a horcajadas de asno, sino, también, estigmatizar y «demonizar» su persona. Curiosamente, ninguna de las lenguas, que arremeten contra las ideas racistas de Arana, aporta un hecho de la vida del fundador del nacionalismo vasco que lo ponga a la misma bajura ética, que colocan a Cela algunos de sus detractores, entre ellos J. Llamazares. En Cela, sus declaraciones, no mermaban su literatura. En cambio, a Arana, sus ideas lo invalidan de forma total, como persona y como ideólogo.

Los libros, que narran anécdotas o hechos de una persona también intentan que, a través de aquéllas, deduzcamos lo maravillosa o malévola que era dicha persona, tuviera o no ideas, porque en el texto hagiográfico no aparecen, a no ser que se considere que éstas se esconden en dichos actos, como si fuesen su pátina o palimpsesto. Lo curioso es que, tanto si se trata de ideas como de anécdotas, quien recopila lo hace de un modo selectivo y, quien las lee, las interpreta a su manera. Por ejemplo, ¿qué puede deducirse de la anécdota de la famosa Teresa de Calcuta, volando al Haití de Duvalier, para estrechar las manos de este dictador? ¿Qué se puede deducir del hecho, también protagonizado por Teresa de Calcuta, al defender a uno de sus más importantes benefactores, el magnate norteamericano Charles Keating J. juzgado por de uno de los fraudes más importantes de la historia reciente de EUU?

Algunos, como P. Bourdieu, lo tuvieron siempre muy claro: «Se trata de una fundamentalista religiosa, una operadora política, una sermoneadora primitiva y una cómplice de los poderes terrenos y seculares» (Contrafuegos. Reflexiones para servir a la resistencia contra la invasión neoliberal. Anagrama. Barcelona, 1999). Es decir, Bourdieu deducía de varias anécdotas un tratado de ideología reaccionaria, y que él, como progresista, condenaba sin paliativo alguno. Pero ¿es correcto y justo este mecanismo? ¿Se puede deducir una ideología de un conjunto de anécdotas o, más grosería aún, de una sola anécdota? Y, al revés, ¿se puede deducir de una ideología el componente ético de una persona? ¿Cuáles son los límites de ese trasvase? ¿O no los hay? Eres la ideas que tienes y actúas en función de ellas. O eres lo que haces, importando muy poco si piensas esto o aquello. ¿Sí? ¿No?

La razón, ciertamente, es una poderosa maquinaria para justificar y descalificar todo tipo de hechos y de afirmaciones. Nada escapa a su influencia. Lo mismo podría decirse del sentimiento. Pascal ya decía que «todo nuestro razonamiento se reduce a ceder a nuestro sentimiento».

En unos casos, apelamos a la razón para justificar o descalificar a los otros. En otros, son los sentimientos quienes funcionan como confabuladores de nuestros movimientos y apetencias intelectuales. Y, tanto en un caso como en otro, el resultado final siempre es la justificación de nuestra conducta. Pero, rara vez, se dice en función de qué y para qué nos convienen dichas justificaciones.

En esa falta de verdad, subyace gran parte de lo que realmente se es y que, rara vez, aflora a la superficie.

Lo que pensamos de los demás está en relación directa con lo que pensamos y sentimos de nosotros mismos. Pensamos bien de los demás en la medida en que se parecen a nosotros. Cuanto más clónicos sean de nuestro yo ideológico y afectivo, más cariño les tendremos.

Y, como contrapartida, pensamos mal de los demás en la medida que nos advierten de lo que no somos, es decir, lo que son ellos.

Estamos condenados a entendernos con quienes ya nos entienden que, generalmente, son los que piensan como nosotros; y a rechazar a quienes ni nos entienden, ni, según nosotros, quieren entendernos.

¿Hay algún mérito en que Rajoy esté siempre de acuerdo con Cospedal, o al bies, y que Rubalcaba haga el mismo ejercicio meníngeo con lo que dicen que dice Rodríguez Zapatero?

Publicado en Ilustres prendas | Etiquetado , | Deja un comentario

Víctor Moreno. Palabras para el día del libro

books

Habla el libro

Todos los años sucede lo mismo.

De ahí que me haga las mismas preguntas: ¿por qué no me dejarán en paz? ¿Por qué no dejarán de darme tanta importancia? ¿Realmente me conocen para hablar de mí de la manera en que lo hacen a todas horas y en todos los lugares del mundo?

No sé si son muy conscientes de sus palabras, pero me gustaría advertir de que, otorgándome la importancia que me dan, me culpan, sin quererlo, supongo, de casi todas las cosas que pasan en este mundo.

Veamos. Para unos, la culpa de las muchas calamidades que cometen los seres humanos se debe a las cosas que leen en mis páginas. Las leen y al querer llevarlas a la práctica, la arman. Si no me leyeran, vivirían tan tranquilos y en ningún momento tendrían problemas de que si éste ha escrito esto y tienes la obligación de rebatir su opinión, porque, además es falsa, y lo es porque no es lo que tú piensas.

Para otros, en cambio, la culpa de todo se debe a que la mayoría de las personas no lee ni siquiera un prospecto de aspirinas. Si leyeran, serían cultas, conocerían los porqués de las decisiones, serían respetuosos con los demás, y educados en el más amplio de los sentidos. Pero como no leen ni a Corín Tellado, pues pasa lo que pasa: hablan a gritos, tiran las colillas de los cigarros en el primer sitio que pillan, meten un ruido en sus casas sin reparar en que hay vecinos más o menos delicados de oídos, y, por no saber, no saben ni el nombre de un premio Nobel español de literatura. Y así por el estilo.

La cosa es que, mírese como se mire, al final, da igual. Porque me lean o no, la culpa siempre la tengo yo: el libro. Así que bien se comprenderá que esté un poco mosqueado de tanto homenaje y de tanta palabra, más o menos exagerada.

Es que hasta hay gente, incluso lectora, que asegura que mi nombre está emparentado con la palabra libertad. Dicen que libertad tiene que derivar de la palabra libro, porque quienes leen mucho son más libres que quienes no leen ni a Mortadelo y Filemón.

Bueno. Que esto lo diga alguien que jamás me ha tenido en sus manos, pase, pero que lo diga gente que va por la vida alardeando de haberse leído a toda mi parentela, es un poco triste.

Así que, por esta vez, y aseguro que no servirá de precedente para otras ocasiones, diré de dónde procedo que es la mejor manera de señalar el camino más seguro para hacer mi alabanza o mi ultraje.

Mi madre se llama Biblos, y mi padre Líber. O sea, nada que ver con la palabra libertad.

Mi madre era griega. Biblos es la fibra interior de ciertas cañas, especialmente del papiro, del que tanto supieron mis amigos los egipcios.

Mi padre, en cambio, era latino. Líber es la membrana que tienen los árboles entre la corteza y la madera, en la cual se escribía antes de la invención del papel, según lo cuentan los escritores latinos Virgilio y Cicerón.

Mi familia es, desde luego, numerosa. Por parte de mi padre descienden librero, librería, libresco, libreta, libretista, librillo, librote, libracho y, también, libelo, descendiente de un sobrino de mi padre, libellus, librito, que aunque diminutivo de líber, suele tener muy mal genio. Tanto que quienes suelen escribirlos no los firman. Por si acaso.

Por la parte de mi madre, que como queda dicho era del linaje de Platón, emergió todo orgullosa la palabra biblioteca –lugar donde se guardan mis familiares-; bibliotecario –persona que estaba al frente de la biblioteca- y, también, según Plinio el Viejo, salió la palabra bibliopola, que era el mercader de libros. Una especie de vivales que se dedicaba a hacer negocio con todo tipo de papeles.

¿Más palabras derivadas de mi linaje griego? Muchas más. Pero sólo recordaré una que a mí me gusta mucho: Bibliofagia (de biblio, libro y phagoo, comer), que es la costumbre de comer libros o documentos manuscritos o impresos.

En tiempos no muy lejanos, llegaron a existir hasta clubes secretos que se preparaban auténticos banquetes con mis lomos y mis páginas, que imaginaban hojaldre purísimo. Aseguran que su gusto y las vitaminas que producían eran mucho más saludables que un chuletón de buey. ¿Por qué se los comían? La respuesta no es sencilla, pero se dice que lo era porque de esta manera, gastrosófica habría que decir, se apropiaban mejor de mi contenido, mucho mejor que si los leían. A saber. Pero ya se dice que de lo que se come se cría. Así que…

Y se piense que la bibliofagia haya desaparecido. Para nada. Actualmente, sigue practicándose de forma general, pero de un modo distinto, que para eso ha llegado el progreso.

Los bibliófagos de hoy no se comen el libro ni literal ni físicamente, pero se tragan lo que leen sin provecho alguno. Vamos que cuando leen no se enteran de nada.

Y la verdad: leer sin sentido no tiene mucho sentido. Cuando la gente lee de este modo, dicen de mí cosas que no se corresponden con la realidad de los sentidos, ya se sabe: la vista, el oído, el olfato, el gusto, el tacto y el sentido común.

Espero que, cuando tú me tengas en tus manos, me leas con los cinco sentidos. Seguro que, entonces, sabrás a qué sabe un libro de verdad.

Publicado en Picotazos literarios | Etiquetado , | Deja un comentario