Víctor Moreno. A propósito de la palabra laico

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Ya es sabido que las palabras nacen, crecen, se desarrollan y algunas, más que otras, se mueren de un infarto lingüístico. Esto es lo natural y no es que nos agraden estas muertes, sobre todo cuando son debidas a la incuria de los tiempos y a la vagancia palabrática de las gentes. La desaparición de las palabras nos sientan mal, porque reflejan un estado de salud cultural nefasto. Palabra olvidada, parte de la historia de los hombres y mujeres a la tumba.

Pero hay palabras y palabras. Una de ellas, y que se resiste a morir, es la palabra laico. Bien por ella. Probablemente, quien más ha trabajado por su supervivencia ha sido la jerarquía católica, la cual, cada cierto tiempo, la recuerda como si fuera invención del mismo demonio. No la inventó Satán, pero tiene cierta retranca el hecho de que laico esté emparentada con la palabra pueblo, y, a partir de éste, con democracia, soberanía y voluntad popular. Paradoja que sea una institución hiperjerarquizada, antidemocrática y teócrata la que más haya hecho por ese término bisílabo llamado laico.

En los últimos eventos acaecidos en Madrid, y que tan catatónica dejaron a la jerarquía eclesiástica y a la clase política en el poder, la palabra laico ha circulado en los medios de comunicación con tanta prodigalidad como impropiedad semántica.

Tanto en El Mundo como El País han aparecido titulares como los siguientes: “La Policía carga contra manifestantes laicos tras fuertes disturbios en Sol”; “Manifestación laica en Madrid”; Marcha laica”,” Manifestación de los laicos”.

Leyendo estos titulares podría deducirse que los denominados laicos son gentes de mal vivir, unos gandules e impresentables tipos contra los que la policía tiene argumentos más que justificados para darles con la porra donde más les duele, en la espalda y en la cabeza. Tratándose de gente así es lógico que la policía, como hacían antes los grises en tiempos del franquismo, arremetan violentamente contra ellos. ¡Qué tiempos, Miquelarena, qué tiempos!

Sin embargo, cuando se habla de los laicos como si se tratara de un grupo social organizado están contraviniendo la semántica y el sentido común. No quiero decir que los laicos no tengan derecho alguno a sindicarse o a formar grupos de presión o que se manifiesten protestando contra el clericalismo del que una y otra vez hacen gala los obispos españoles. Y no lo quiero decir, porque laico, lo que se dice laico, somos todas las personas que habitamos debajo de la capa de ozono, exceptuando a los curas, sean rasos u obispos, cardenales y papas.

Un laico es, sencillamente, una persona que no es cura. O, si quiere la precisión lexical de la RAE, que “no tiene órdenes clericales”.

El término laico procede del griego laikós, alguien del pueblo, ya que su raíz es laós que significa pueblo. La palabra laico nace en un contexto cristiano y surge para diferenciarse precisamente del sacerdote. Es un término de geometría espacial. Tú allí, cura; y yo, como laico, acá.

Laicos eran todos los jóvenes que asistieron a las jornadas metafísicas y transcendentales que tuvieron como finalidad sacralizar la figura de un líder, en este caso, un cura convertido en papa. Paradójicamente, ningún periódico advirtió en sus titulares que un grupo de laicos creyentes asistieron a recibir un baño de principios dogmáticos. O “jóvenes laicos” aplaudieron todas y cada una de las comas de la verborrea de su sacratísimo líder.

La palabra laico no es incompatible con ser creyente, religioso, de comunión diaria y confesión anual. Para nada. Hay laicos que se comen las tibias incorruptas de los santos como Rouco Varela se bebe el vino que llaman consagrado. Y hay laicos que pasan olímpicamente de cualquier manifestación religiosa sin que por ello sean antirreligiosos o, incluso, ateos.

Ser laico da para mucho. Lógico. Mayormente lo es casi toda la sociedad.

Hay laicos que son anticlericales –hoy día parece que se trata de una actitud tan higiénica como necesaria-, pero eso no significa que, por no tragar a los curas, sean de la categoría que estos tengan, dichos laicos hayan de ser antirreligiosos o ateos.

Es verdad que hay muchos laicos que no saben que son laicos, y, dada su ignorancia, consideran que serlo es adoptar por principio actitudes contrarias a los intereses de la iglesia y de sus sacerdotes. De ahí que algunos ciudadanos consideren que alguien, por ser laico, tenga que oponerse al obispo de su diócesis y al obispo de Roma.

Hay también muchos laicos que no saben que existe una corriente de pensamiento llamado laicismo, que defiende una sociedad organizada según principios aconfesionales, es decir, de forma autónoma e independiente de cualquier confesión religiosa. Ellos son laicos, pero ignoran por completo cuáles son las exigencias conceptuales y pragmáticas de un laicismo militante y combativo.

Más todavía. Probablemente, los militantes más furibundos de este laicismo radical sean comulgantes por Pascua Florida y saben de teología más que Celso y su enemigo mortal Tertuliano, gracias al cual supimos de la existencia del primero.

Así que vuelvo al principio: ¿Qué es una manifestación de laicos? ¿Y una marcha laica? Quien escribe estos titulares, si lo hace con premeditación y alevosía, mal; si lo hace de forma inconsciente, muchísimo peor.

Nadie que vea una manifestación de un sindicato dirá que por la calle equis circula una manifestación laica o de laicos. Y, sin embargo, hasta Menédez y Toxo son laicos, y, quizás, no lo sepan.

Rodríguez Zapatero es laico, pero de laicista tiene muy poco. Doblar el espinazo como hizo ante Ratzinger es de poca entereza laicista. Si Ratzinger es un jefe de Estado, es incomprensible que no se le trate como tal, y, en cambio, se le prodiguen, no sólo muestras de servidumbre medieval, sino que se le permita decir en público que el gobierno en ciertos asuntos no está actuando conforme a Dios. Hasta el rey que, en otro tiempo se mostró tan expedito, mandando callar a otro jefe de Estado, aquí, por el contrario, no sólo no le interrumpió dicha homilía, sino que le aplaudió.

Y es que, a veces, ciertos laicos se comportan peor que los curas. Cuando esto sucede, el Estado de Derecho, no sólo pierde palabras, sino que algunas comienzan a significar lo que no significaban.

Malos tiempos, desde luego, para la poética.

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Víctor Moreno. ¡Qué silencio de Dios ni qué ocho cuartos!

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La muerte de Dios, o su silencio, es una expresión que los obispos toman como pretexto lingüístico para escandalizarse únicamente de las causas que, según su verbo, la producen, el relativismo moral y el pansensualismo, pero no como acicate para estudiarla ad intra. Al fin y al cabo, la Iglesia sigue empeñada en considerar que han sido los otros quienes han asesinado a Dios, olvidando que su muerte tiene un aire a crimen de familia sobresaliente.

Decir que “Dios ha muerto” significa que Dios no constituye una presencia real, que diría Steiner, para el hombre actual. El mundo actual, muy a pesar de los obispos, no es un mundo que esté por o contra Dios. En todo caso, es un mundo sin Dios. Incluso lo es en la vida de muchos creyentes. Y la cosa debería preocuparles, porque la mitad de los ciudadanos españoles entre 15 y 24 años el 49% se declara católico. Hace unos años, se declaraban así el 77%. (Jóvenes españoles 2005, Fundación Santa María).

Supongo que a los obispos esta penúltima secularización de la sociedad les está creando innumerables problemas, y que por la forma que adoptan para resolverla –descalificación completa de la sociedad-, lo van a tener muy crudo.

Para los teólogos, que intentan relacionar cultura y evangelio, la situación es envidiable, porque de este modo pueden ofrecer sus alternativas que nada tienen que ver con las pastorales e instrucciones episcopales. Nunca como hoy se habían conocido tantos teólogos disidentes con la jerarquía.

Y es que ser disidente hoy día resulta muy fácil. Con los obispos actuales, lo puede ser cualquiera. Lo más sorprendente es que los obispos “excomulguen” a los teólogos críticos utilizando para ello palabras del evangelio. La situación no puede ser más contradictoria. El evangelio, que según los obispos es mensaje de amor, lo utilizan para condenar.

La cultura actual tiene muy poco de cristiana. Y esto lo saben muy bien ciertos teólogos como Tamayo, Pagola y Vidal, que escriben unos libros que vuelven epilépticos perdidos a los carcamales de la obispada.

La muerte de Dios es un hecho cultural. Se inicia con el espíritu crítico y con la observación científica del mundo. Es decir, nada que ver con esas olas de impiedad y de erotismo, concubinato y desenfreno, condones y sexualidad animal, como suele decir el aprendiz de talibán De Prada.

La ciencia no necesita a Dios como hipótesis explicativa, ni hay sitio para sentarlo en su ámbito. No es que sean incompatibles, es que caminan por sendas distintas. Si la ciencia se ha despojado de compañero tan incómodo, los sucesos lamentables de la humanidad lo han echado casi definitivamente de la historia. Y casi podría decirse que en el campo de la moral y de la ética está también ausente.

La muerte de Dios no ha producido ni el superhombre de Nietzsche, pero tampoco un hombre angustiado, desorientado, desnortado, que ha perdido lo mejor de sí mismo, como dicen tanto los curas progres como los reaccionarios. Digamos que el hombre se siente solo, que es lo que siempre ha estado. Sin muletas ortopédicas transcendentes. Ni los ateos, ni los agnósticos, ni nadie con mínimo raciocinio, viven este hecho como una victoria, sino como un hecho. Lo que sí sucede es que Dios, vivo o muerto, más muerto que vivo, no interesa mucho. Más bien nada. Yo, desde luego, en las conversaciones que suelo escuchar a mis contemporáneos rara vez, por no decir ninguna, les oigo nombrar dicha palabra, a no ser para ciscarse en él, como es arraigada costumbre en estas tierras más o menos carpetovetónicas.

El hombre actual, y esto no lo pueden negar los obispos aunque se ofusquen en lo contrario, está dotado de una gran dosis antimetafísica. Paradójicamente, liquidar a Dios del plano metafísico es liquidarlo transcendentalmente. Pero, por favor, que no se venga diciendo que el hombre actual ha cambiado a Dios por unos ídolos. Estos han funcionado desde siempre: el sexo, el dinero, la fama y el honor.

Los obispos de España para llenar este vacío pretenden una restauración de tiempos pasados. No sólo no quieren entender que su objetivo debería ser salvar la laicidad del mundo y buscar la relación entre Dios, un hombre y un mundo secularizados, sino que hacen todo lo contrario.

Hace ya unos cuantos años, hubo unos teólogos a los que la jerarquía eclesiástica condenó una y otra vez. Planteaban sin tapujos la irrealidad de Dios en nuestro tiempo. E insistían sobre la necesidad de una teología que hiciera mella en la cultura contemporánea. Ni que decir tiene que abogaban por un alejamiento de la Iglesia actual, la gran culpable de la irrealidad de Dios en el mundo.

No extrañará que acabaran siendo expulsados de sus respectivas cátedras.

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Víctor Moreno. Por una literatura que corrompa

lecturaAnte las dificultades objetivas y subjetivas que presenta la crítica literaria a la hora de juzgar con solvencia si una obra es buena o mala, tal vez, convendría echar mano del concepto de corrupción, que tanta raigambre tuvo en épocas pasadas.

Bastaría con decir: “Esta novela corromperá absolutamente a quien la lea”. Ahorraría mucha tontería discursiva, tópicos desleales con la inteligencia y afirmaciones sin base empírica alguna. Naturalmente, el primero en demostrar que dicha novela merecería la vitola de corruptora tendría que ser el propio crítico, mostrando de forma empírica en qué aspectos concretos la novela le ha corrompido. Si la novela no alcanza los mínimos exigibles corruptores, también convendría aclararlo. Y el crítico tendría que especificar en su caso dicho niveles, porque es bien sabido que no todos nos corrompemos de la misma manera, leyendo a secas y leyendo contratas.

Es una pena que la palabra corrupción haya sido secuestrada por el proselitismo semántico de la religión y haya derivado su significado a parcelas referidas esencialmente al sexto mandamiento y a la política de los trajes.

La palabra corromper procede del verbo latino corrompere. Ya es bien ilustrativo que entre sus múltiples significados se encuentre el de seducir y el de ruptura, de romper drásticamente con algo o con alguien. O, como señala en una de sus primeras acepciones la RAE, “alterar y trastocar la forma de alguna cosa”. Por supuesto, corromper admite sinónimos como destruir, arruinar, enturbiar, echar a perder, seducir, sobornar, falsificar, viciar y depravar.

En la historia de la lectura, todos estos verbos se utilizaron para, en un principio, reducir a la nada literaria cantidad de obras. Luego, vendría el tiempo a establecer que las obras más importantes de la literatura universal consiguieron ser, cada una de ellas en su género, obras corruptoras. Lograron corromper, seducir, romper lo que hasta ese momento había dado una época, modificando incluso el punto de vista de la clase lectora sobre realidades vividas e imaginadas. Se trataba, en el sentido estricto de la palabra, de obras corruptas. Transportaban escondido en sus sintagmas el virus de una ruptura.

Quienes mejor entendieron este significado de la corrupción fueron los jerarcas eclesiásticos y sus redes sociales, que han sido siempre omnipresentes tanto en el pasado como en el presente.

El sentido eclesiástico del término, aplicado a los libros, no se redujo, como pudiera bien pensarse, al sexto mandamiento. Ya sabemos que a la jerarquía católica es fácil escandalizarla con cualquier cotufa de la entrepierna –menos la pederastia de sus fámulos-, o con tesis que defiendan sin contemplación la superioridad del poder civil frente al religioso o de la ciencia frente a los dogmas derivados de una fe sin fisuras. No. La censura de la Iglesia no se ha reducido únicamente a condenar el uso del tanga y el juego de las moléculas vibrátiles que oculta.

En este contexto, recuerdo la reprimenda apocalíptica que el periódico El Tradicionalista echó a El Eco de Navarra, porque éste en su folletín publicase “El Werther”, de Goethe, por “ser obra de un escritor ateo y protestante de origen” (11.8.1887).

Los aspectos ideológicos que podrían perturbar el orden establecido por la Providencia desde ab aeterno fueron siempre objeto de especial miramiento censor. Y, si aquellos venían estampados por un ateo, la mirada episcopal –recuérdese que obispo tiene el mismo origen etimológico que microscopio-, era tan siniestra como intensa. El censor leía hasta entre líneas, donde se esconde parte del vacío de una página.

La obra higiénica y depuradora de la Iglesia, sea mediante Índices de libros prohibidos o guías de lecturas morales, escritas por jesuitas al estilo de los padres Ladrón de Guevara y de Garmendia de Otaola, ha sido portentosa. Nunca habrá que agradecérselo bastante. Piensen en las horas y los días, los meses y los años, de su entrega voluntariosa a la lectura de obras que nadie había leído, ni siquiera pensado que tales monumentos literarios de corrupción pudieran existir. Gracias a su rabicorto sentido de lo moral, nos depararon un arsenal de lecturas maravillosas y que, probablemente, si estos censores no las hubieran señalado como corruptoras, no hubiésemos reparado jamás en ellas.

Reconozco que me dan un poco de pena. Porque el tiro les salió por la gatera. Nunca supieron hasta qué punto nos prepararon el terreno para leer aquellas obras que, en su opinión, planteaban una ruptura con lo establecido. Menos mal que la mayoría de ellos se murieron, porque, si no, tendrían que estar sufriendo lo indecible al comprobar que, gracias a sus dicterios, la gente ha leído sobre todo lo que ellos desaconsejaban. No sólo lo hacían quienes de por sí eran pecadores lectores, sino incluso sus propias gentes, de cilicio y ayuno cuaresmáticos.

Cuando la revista católica La Avalancha (1895-1950), dedicada a difundir gratuitamente buenas lecturas, afirmaba en 1905 que los suicidios habían aumentado en la sociedad debido a las malas lecturas, estaba ponderando como nadie el valor incalculable que tenía la lectura en una época en que, demográficamente, sobraba mucha gente. Que hubiese gente que entendiera a la primera que debían desaparecer para que el mundo fuese más habitable, y que este cioranesco pensamiento le viniera otorgado por la lectura, decía mucho de la potencia corruptora del texto leído.

¿Qué escritor de los consagrados actualmente logra corromper a sus lectores? Mucho me temo que la mayoría ha caído en una atonía creativa que ni siquiera es objeto de censura por parte de la clerecía andante. Leyendo la crítica, que se hace de sus novelas, nadie deduciría que el crítico se sintiera corrompido por dicha lectura. Cuando alguien se corrompe leyendo, se le nota hasta en la forma de mirar. Quizás se trate de un juicio exagerado, pero digo que la literatura actual, si de algo adolece, es de falta de escritores que corrompan, es decir, que establezcan rupturas literarias y cognitivas con lo tradicionalmente dado hasta estas témporas.

Para corromper en otras parcelas de la existencia, bastantes modelos de corrupción tenemos en el espejo de la política actual.

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Víctor Moreno. Censuras

estupidosEn USA, hace ya unos años, una sentencia judicial acabó dando por el culiandro a la censura artística. Los buitres de la moral ajena habían conseguido que los creadores más atrevidos no recibieran un miserable dólar del Nacional Endowment for ther arts (NEA). Un juez dictó que “el derecho de los artistas a desafiar los valores y conocimientos convencionales es uno de los pilares de la libertad académica y artística”. Y hubiera podido añadir: social y política, y, para completar el cuadro, humana. Y religiosa, claro. Sobre todo, religiosa.

Cuando Joseph Alois Ratzinger era solo Ratzinger, es decir, director del ex Santo Oficio, llamado eufemísticamente, Congregación para Doctrina de la Fe, renovó sus votos de inquisidor entablando un nuevo combate contra la influencia de las malas lecturas. Remitió a todos los obispos una Instrucción sobre algunos aspectos del uso de instrumentos de la comunicación social en la promoción de la Doctrina de la Fe”. Uno de los primeros libros en sentir esa mirada secularmente afable de la Iglesia fue Harry Potter, donde, a decir del clerizángano de turno, había mucha magia y poca fe de la buena. Como si creer en la transustanciación del vino en sangre del Cordero Pascual no fuera magia y potagia sintéticas de primera magnitud.

Este guardián de la ortodoxia dogmática, conminaba a los obispos a que se compraran unas tijeras de podar así de generosas y se aplicasen como los diseñadores esos al bies y a la sisa censuriles de todo papel y hoja impresa liberales. Y, cuando procediera, mantuvo que “deberán iniciar las correspondientes acciones administrativas y penales”.

No es por nada personal, pero idéntico arpegio cantaban los obispos a principios del siglo XX: “Cometen pecado grave aquellos que lean periódicos sectarios; recordamos a los sacerdotes que no deben conceder la absolución sacramental a todos aquellos que se obstinan en favorecer la prensa sectaria”. Copiado del Boletín Eclesiástico de la provincia, lo reproducía para alborozo de su feligresía el sacristanesco Diario de Navarra (1.3.1907).

A estos obispos, como a ese Ratzinger raso, se les podría acusar de cualquier zarabanda, pero en esto de las lecturas han chamullado siempre con claridad y articulación. Sus instrucciones sobre la lectura han sido siempre la mar de saludables para el bienestar ecológico y mental del individuo. Y no sólo para la gente atea y descreída, pues un texto teológico siempre es un regalo de humor negro de la providencia.

También, digo, han sido saludables, y mucho, para los católicos. Y, no porque se tomen a risa eso de las indulgencias, de los pecados de la carne cuando es de primera, o lo de las lecturas procaces y sicalípticas. Al fin y al cabo, los integristas casulleros, como el escritor Juan Manuel de Prada, se toman todo esto muy en serio.

Los católicos tienen que agradecer sobremanera este tipo de proclamas. Menudo servicio. Les ahorra el duro contubernio ése de pensar o de pensar sin miedo a meterla hasta el floripondio. Los católicos se tienen que sentir como aves protegidas en proceso de extinción. ¡Qué delicia! Todo lo que vayan a leer les llevará directamente al altar y a jesusear de teológica manera.

Y para los no católicos, también. Pues nada tan edificante como la censura eclesiástica. En la historia del libro no han existido mejores argumentos para invitar a leer al personal que los esgrimidos por la santa Sede. ¡Cuántos libros geniales habremos descubierto, gracias a los índices de los padres jesuitas Ladrón de Guevara, autor de “Novelistas buenos y malos”, y el de Garmendia de Otaola, “Lecturas buenas y malas a la luz del dogma y la moral”!

Decir que las malas lecturas corrompen es el mejor panegírico que se puede hacer a un escritor o a un periodista. De ahí que me dé que hoy hay poco buen escritor. Por ejemplo, ¿a quién corrompen hoy día los escritores como Marías, Muñoz Molina y Pérez Reverte? ¿Y quién se corrompe leyendo a Rosa Montero, Rosa Regás y Elvira Lindo? ¿Cómo puede considerarse alguien buen escritor si ya no despierta la animadversión del hisopo eclesial? Bueno, sí; es verdad. Hoy no se corrompe nadie leyendo. Una pena. Leyendo literatura, desde luego que no. Contratas, es posible.

De algún modo, que ahora no quiero especificar, se puede criticar al gran inquisidor resucitado, Ratzinger papa, pero la mayoría de los periódicos de este país, por no decir todos, operan con idénticos mecanismos de censura. Se ve que imitan a la buena madre y maestra que los ha educado en estos avatares.

Si el papa vela por la pureza de la fe de los católicos y, de este modo profiláctico, estas buenas personas puedan escribir, comer, dormir y fornicar como tales, el resto de los periódicos hacen lo propio: vigilan, censuran y amenazan, no para llevarnos en fila india al valle de Josafat, pero, sí, para hacernos clones democráticos. No invocan a los santos padres de la Iglesia, porque, además de no haberlos leído, los han sustituido por santa Democracia, santa Constitución y santa Europa Convergente, la nueva fe política de los transidos por la transición.

En sus periódicos no aparecerán el nihil obstat y el non licet eclesiásticos de rigor y vigor, pero bien que se sabe y se siente que ninguno de ellos está libre de las lacras de la censura, más o menos laica más o menos constitucional. Es decir, ni laica ni constitucional completamente.

¿A cuántos pensadores no expulsan diariamente de sus páginas estos periódicos que presumen de tolerancia, de libertad y de pluralismo? Como diría aquel hermano lobo de la transiqué: “Uuuuuuuh!

Pues, eso.

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Víctor Moreno. Diario de Navarra, un periódico golpista

Diario_de_Navarra“Mal síntoma es querer volver sobre la guerra del 36. ¿No sería mejor olvidarse de una vez de la guerra, que casi nadie ha conocido?” (Ollarra, Diario de Navarra, 23-III-2003).

¿Por qué molesta tanto a la derecha recordar su pasado? ¿Por qué le incomoda tanto al Diario de Navarra lo sucedido hace ahora 75 años? Por una sencilla razón: porque los valores, que defendió desde 1903, año de su fundación, hasta que se autodeterminó demócrata de toda la vida, se dan de bruces con los valores que hoy más se cotizan. Diario atacó y ridiculizó siempre los valores que actualmente son identidad de la dignidad individual y la esencia democrática de lo que se llama  Estado de Derecho. Y en el 36, lo quiera o no reconocer, se sumergió por voluntad propia en el más tenebroso túnel del tiempo.

Tampoco conviene extrañarse. Diario fue siempre un periódico de derechas, reaccionario, y “conservaduro”, que decían los canalejistas de El Demócrata Navarro. El mismo dijo que su creación se debió a la flojera ideológica de El Eco de Navarra frente a los movimientos socialistas que operaban en 1903 en la provincia. Fue detractor de las elecciones libres, del sistema democrático, del sufragio universal, del parlamentarismo. Por el contrario,  defendió dogmáticamente las sucesivas dictaduras, de Primo de Rivera, de Franco, de los sistemas totalitarios y fascistas de Mussolini y de Hitler, a quien felicitaba efusivamente el día de su cumpleaños.

En la crisis de 1917, reivindicará una Dictadura, rogando al ejército que intervenga para salvar a España del “Eje del mal”. Dada su esencia militarista apoyará cualquier intervención del  Ejército, como lo hizo en 1917, en 1923 y en 1936. Su director  y mentor ideológico, Raimundo García (Madrid, 1884-1962), lo expresaría de este modo: “Si la censura es necesaria al mejor servicio de España, venga la censura, si para tan elevados fines se necesitara de la dictadura, también diríamos con toda lealtad: venga la dictadura” (11.X.1917).

En vísperas del golpe de Primo de Rivera, defenderá el fascismo y la represión contra la prensa. Resueltamente dirá: “A España le hace falta un Mussolini” (20.7.1923).

Como anuncio premonitorio de lo que vendría, en las elecciones de febrero de 1936 advertirá: “La mejor esencia de los pueblos, la sustancia que debía producir frutos benditos de paz, de fraternidad, de caridad, de progreso y de alegría, se la lleva esa mala raíz del sufragio  universal, de la cual se extrae luego el veneno del parlamentarismo que aniquila toda posibilidad de bienestar y de paz social” (12.2.19136). Y en tono digno de un profeta del antiguo testamento proclamará que, si no tuviera la certeza de que ésta es la última vez que se utiliza el “Parlamento de tipo liberal para salvar a España, él no se presentaría a las elecciones”.

Lo diré sin tapujos. La guerra civil tuvo lugar gracias al periódico fascista de la calle Zapatería. No sabría graduar su responsabilidad ni en qué medida fue principio y fin de la barbarie que aterrorizó a España, pero en lo que hace referencia a Navarra, las cosas están muy claras: si la Iglesia y Diario de Navarra lo hubiesen querido, el golpe de estado no se habría dado. Al darse, y fracasar, la guerra civil tomó carta de naturaleza porque tanto la Iglesia como dicho periódico la aceptaron y la impulsaron. La Guerra Civil sin Diario de Navarra y sin la Iglesia no hubiera sido la guerra civil que fue.

Diario buscó y alentó este golpe militar desde que se instauró la República. Pues la odiaba con todas sus fuerzas. Por laica, por atea, por abrir paso al comunismo, por su democracia, por su parlamentarismo…, pero, sobre todo, porque no favorecía los intereses económicos de los ricos.

Como Mola, Garcilaso mentiría una y otra vez acerca de los movimientos golpistas que se estaban dando en Navarra desde principios de enero. No sólo mentirá a Azaña, sino que con su particular cinismo acochinará a los socialistas cuando estos denunciaron que “en los montes de Navarra hay muchas pistolas y los cavernícolas se preparan para renovar la guerra civil” (22.8.1931). Garcilaso saldrá al paso mintiendo: “No crea el gobierno en guerras civiles con pistolas en Navarra” (Ídem).

Garcilaso había estado dos veces en África durante la guerra de Marruecos, el 14 de febrero de 1922 y el 10 de septiembre de 1925. Allí conoció y trabó amistad con dos de los militares que acabarían llevando a España a su ruina moral, económica, cultural, política y social: Mola y Franco.

El papel jugado en la conspiración golpista por Garcilaso, que es lo mismo que decir Diario de Navarra –a su junta de administración jamás se le oyó decir una palabra en contra de la deriva fascista en que había caído el periódico-, fue fundamental. Sin Garcilaso, el golpe no hubiera sido posible.

Lo sostienen sus propios hagiógrafos. Hay declaraciones que son muy reveladoras. Por ejemplo, la de Maíz: “Y sé que la persona ha sido don Raimundo García, “Garcilaso”, Diputado a Corte del Bloque de Derechas, uno de los hombres del movimiento. Ahora y hace años”. Lo definiría como “una gran figura de la conspiración”, como “ese hombre cuya pluma no descansa al servicio de Dios y de España, es una de las finas aristas que mellan al comunismo en nuestra patria: Don Raimundo García, Garcilaso”. El Gran Fascista por Excelencia, debió añadir. ¡No es de extrañar que las derechas de esta tierra lo nombraran Hijo Adoptivo de Navarra! ¡Quien a los suyos se parece, honra merece!

Garcilaso, como ya hiciera en la dictadura de Primo de Rivera, convirtió el periódico en el órgano de los fascistas-golpistas. No es de extrañar que fuera el único papel que publicase en primera página el bando sanguinario de Mola, impreso, ahí es nada, en los talleres del propio periódico.

Diario de Navarra se constituyó en el portavoz oficial del golpismo antes, durante y después de la guerra. Tanto que podría hablarse de la guerra civil que nunca fue, contada por el Diario. Fue el primero en llamar a la depuración del adversario (26-VIII-1936); el primero en pedir la depuración de los maestros nacionalistas (26-IX-1936); el primero en pedir la depuración de los trabajadores con ideología republicana (27-IX-1936); el primero en rendir homenaje público a los muertos en el frente del mal llamado bando nacional, y que serán los  mártires de la Cruzada (2-VII-1937), mientras que calificará como ratas a los otros muertos (20-IX-1936) o de masones siniestros (8-X-1937).

En definitiva, fue gracias al Diario de Navarra -el propio Ollarra lo glosará en 1962 (24-X-1962)-, como se perpetró con premeditación y alevosía la barbarie que se hizo en Navarra. Garcilaso no sólo fue un simple correo entre Mola y los sublevados, sino uno de sus gestores ideológicos fundamental. El opusdeísta A. Fontán diría que Garcilaso fue de “esos pocos hombres beneméritos a los que España debe el Alzamiento de 1936 y luego la victoria y la paz de 1939” (Diario de Navarra, 30.10.1962).

Quien fuera su discípulo más querido, Ollarra, comentaría: “La Navarra del 19 de julio, a cuya preparación inmediata colaboró tan eficaz y estrechamente con el general Mola, debe mucho al trabajo cotidiano y sufrido de Garcilaso, que supo conservar y hacer el ambiente” (20.10.1962).

Entiéndase: Un ambiente de terror.

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