Víctor Moreno. Cosas del lenguaje

ministrosNo quiero establecer una relación conductista entre las formas de actuar y las maneras de fijarlas lingüísticamente. No me refiero sólo a la violencia verbal contenida en casi todas y cada una de las intervenciones públicas de algunos ministros actuales, sino, también, a la deficiente expresión lingüística en la que una y otra vez incurren estos preclaros cerebros, que, en palabras de su corifeo mayor, eran los más privilegiados aunque no hubieran pasado previamente por un escáner de talentos.

La ministra de Trabajo, doña Fátima, que, en apariencia, se muestra afable y sonriente como una hipotenusa, demostró en la última contienda dialéctica en el Parlamento un carácter que yo creía pasado de moda y que sólo los negreros de La cabaña del Tío Tom usaban con violencia de geiser. Su manera de zanjar una polémica arreando un manotazo al brazo del micrófono consiguió comunicarme más del talante autoritario y tentetieso de esta hoplita de Rajoy que su defensa pavorosa de la Reforma Laboral.

Como he dicho, no sé si las formas expresivas verbales deficientes, impropias de gente con carreras aunque algunos no las hayan cursado, expresan, también, un fondo de desprecio y de superioridad con relación a quienes se dirigen cuando lo hacen, porque lo habitual no es dirigirse a ellos, sino que, inmersos en un autismo estomagante, se limitan a mirarlos como si fijasen su pupila en un punto fijo del espacio.

A la vicepresidenta le convendría pasarse por el despacho del Director del Cervantes, ahora que tendrá rango de secretario de Estado, y que García de la Concha le aleccionara acerca de ciertas expresiones, ya que cada vez que las utiliza conculca su correcta expresión. Debería enseñarle que no puede decir que un proyecto o una propuesta de la izquierda “hace aguas”, porque, además, de ser una cosa muy fea, es mentira. Y no, como se verá, porque sea de la izquierda.

Lo siento por García Concha porque tendrá que verse en la ominosa situación de explicarle a la vicepresidenta que hacer aguas puede de ser dos clases, mayores y menores. Le dirá con mucha delicadeza y metáfora que sobre las mayores suele pagarlas, si son en exceso y en alud, como diría Quevedo, el recto, mayormente conocido como ano, y que es perfecto porque tiene la forma del astro mayor. Y si son menores, le sugerirá muy sutilmente que, entonces, habrá de disponer que la cámara acarree un buen cargamento de dodotis, a la vista de cómo dicha infracción lingüística se perpetra una y otra vez. Si Sáenz Santamaría es adicta a dicha expresión, convendrá con García de la Concha en que lo haga en singular, y no pasará, entonces, ningún desdoro mayor ni menor: “Señor Cayo Lara, su intervención hace agua…”.

He dicho que con media hora de lección sería suficiente para ilustrar a esta insufrible monosabia, pero me temo que García Concha tendrá que emplearse más a fondo como buen sparring de la lengua. La vicepresidenta del Gobierno tiene a gala hacer “análisis en profundidad” hable de lo que hable.

La verdad que, si los hace como dice, lo suyo es actividad de submarinista o de espeleólogo, que son, habitualmente, quienes bajan al fondo del mar o al de una sima para hacer análisis en la profundidad del piélago tenebroso o de la áspera espelunca, que dijera Góngora. Dudo, pues, que la vicepresidenta haga “análisis en profundidad”, porque si es así, ya me la veo gastándose sus emolumentos como ministra en la compra de equipos de buceo. Si consulta a García de la Concha es posible que éste le advierta de que la expresión de marras, para que tenga su efecto formal positivo, es “hacer análisis con profundidad”, que es como se estudian y se analizan los proyectos: con profundidad. Aunque, a decir verdad, no tengamos ni repajolera idea de cuánta profundidad se está hablando.

Reconozco, sin embargo, que el mayor asombro lingüístico de estos primeros meses de legislatura –no “singladura parlamentaria”, señora vicepresidenta. Una singladura es la distancia recorrida por una nave en 24 h, que ordinariamente empiezan a contarse desde las 12 del día-, me lo ha proporcionado quien menos iba a imaginarlo: el ministro de educación, cultura y deporte.

Cada vez que abre su pico, deja caer su carnaza palabrática a los pies de quienes la estamos esperando para celebrarlo. Sus torpezas, que él eleva a categóricas decisiones sublimes de su departamento, vienen acompañadas por sus correspondientes expresiones defectuosas. No sólo se prodiga en utilizar la expresión “en relación a” en lugar de “en relación con” o “con relación a”, sino que, para mi artera alegría, reconoció que “enviaría a la mayor brevedad posible un estudio para elaborar una ley antidopaje”.

Estoy convencido que el señor Mayor Brevedad Posible tiene que disponer en la casa donde viva toneladas de misivas que habrá recibido en estos últimos quince años. Ministro Wert: las cartas se envían, cuando apremian, con la mayor brevedad posible. Si no, lo más lógico es que dichas cartas acaben todas ellas en el Mar Muerto donde dicen que vive Mayor Brevedad.

Termino refiriéndome al ministro de Interior, cuya intemperancia verbal va pareja con la contundencia de sus gestos y de su tono. Así le pasa. Cada vez que suelta una, tiene que envainársela con la subsiguiente explicación.

Hace unos días, hablando de los presos de ETA, se refirió a las “circunstancias que rodearon sus asesinatos”. El señor Fernández y sus circunstancias deberían saber que éstas siempre rodean. No lo pueden evitar. Es marca de la casa. El prefijo circum lo dice claramente: alrededor. Circunstancia: lo que rodea. En la próxima ocasión, en lugar de ser redundante, haga un esfuerzo mental y especifique cuáles eran esas circunstancias, si agravantes, atenuantes, eximentes o paralelepípedas.

Puestas así las cosas, es verdad que, ojalá, todas las infracciones de la “ministrada” del PP fueran sólo meteduras de lengua

Desgraciadamente, su lenguaje es performativo, es decir, de los que se derivan acciones contundentes contra quienes ni piensan ni sienten igual. Su lenguaje, con errores de bulto, común a la especie del mono gramático, tiene un matiz diferenciador actualmente: es un lenguaje que se acompaña por la ortodoxia de una violencia que, en momentos, raya con la venganza.

Tanta que parecen olvidar que son Gobierno. En estas circunstancias, no me extraña que cambalacheen tanto la lengua, como diría un personaje de Galdós. ¡Es que lo cambalachean todo, señor Mendizábal!

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Víctor Moreno. Así no vamos a ninguna parte

carretera¿Qué se quiere decir cuando se dice «así no vamos a ninguna parte? Repárese en que se trata de una frase hacia la que todo el mundo siente una inevitable y morbosa inclinación. Se oye en la familia, en política, en los sindicatos, en el Parlamento y en la conversación callejera: «Tío, así no vamos a ninguna parte».

Tal vez el origen del uso mayoritario de esta expresión radique en que no quiera decir absoluta y realmente nada. Las palabras como los animales y las personas enferman y mueren. Pierden el vigor significativo que en tiempos pasados tuvieron.

Quizás, nos hallemos ante un comodín lingüístico muy querido por todos, porque ahorra reflexión y cultiva la pereza. Al usarlo nos excusamos de todas aquellas explicaciones que debiéramos hacer para hacernos entender de verdad (si tal caso es posible y uno quiere decir la verdad).

¿Qué se quiere decir cuando decimos «así no vamos a ninguna parte»?

La expresión contiene tres elementos básicos.

El así. Como todo modificador adverbial goza del atributo de lo circunstancial, de lo efímero y de lo cambiante. Aunque por su categoría gramatical debe estar supeditado al verbo, del cual es un agregado o subalterno, en muchas ocasiones, es él, el así, el que determina fatalmente el contenido del verbo.

No basta con ser y existir, aparecer y estar, ir y venir. Es preciso hacerlo de una determinada manera, «así», si no, no hay tal ser, no hay tal existir, ni tal ir o venir. Las formas, los adverbios, se han comido sustancialmente a los verbos. La condición de ser no basta para afirmarse como tal ser, no es suficiente porque no es «asá», es «así».

El mismo status de pensar no es tal status, sino es «así». Por eso hay intelectuales «así» e intelectuales «asá». Demócratas «así» y demócratas «asá». Reformas laborales “así” y más “así” todavía.

En estos tiempos, «asá» es sinónimo de anormal, de mala persona, de intolerante, de irrazonable, de violento. Pero los contenidos de normalidad, de bondad y de tolerancia han sido previamente codificados por quien tiene el poder de dotarlos de significados «así”, y no de otra manera. Las otras maneras son taxativamente condenadas.

No se pueden decir las cosas más que de forma constructiva o instructiva. No se puede atentar contra la libertad que goza el poder para amordazar la expresión o el pensamiento. No existen más caminos para solucionar los conflictos colectivos que el «así» institucional («así» en este caso significa por principio de autoridad, cada vez más localizada en la región del bajo vientre).

En fin, gracias a la patente del «así» existen menos espacios para el divergente, para el que, como Bartleby, dice “prefiero no hacerlo”.

Como si hubiese una única manera de amar a la madre, al padre o a santa democracia. Como si todos tuvieran que mirar por el mismo ojo. Como si todos tuviéramos que leer el mismo libro y extraer de él la misma lección. Como si todos tuviéramos que amar y ser amados de la misma manera.

El «no vamos».

Resulta gracioso oír esta retórica frase en boca de quien te reprocha tus modales dándote a entender que va en el mismo barco y en el mismo viaje que tú.

Vivimos en una época en la que ya ni todos los barcos son iguales -aunque se pretenda confundirlos demagógicamente- ni todos los viajes conducen al mismo puerto de secano, allá en Roma.

Por tanto es un insulto que te involucren en un plural cuando ni somos compañeros de viaje, ni lo queremos ser. Cada uno elige sus compañeros, porque sabe que el viaje es largo y la compañía es fundamental para que aquel sea bueno y dulce.

El «a ninguna parte». Lo primero que me gustaría saber es si hay que ir a alguna parte concreta. Y por qué precisamente a ésa y no a otras o a ninguna.

¿Es más feliz el que va a alguna parte que el que se limita a vivir sin ninguna meta concreta, sin ningún horizonte?

En general se piensa que el viaje tiene una meta distinta a la del viaje mismo. ¿No son ambos lo mismo, la misma sustancia? ¿Que la distinción cartesiana entre lo primero y lo segundo lo único que engendra son esclavos y amos? Usted mismo.

Lo llamativo de la frase que comento es que presupone que se debe ir necesariamente a algún sitio concreto. Y que es preciso hacerlo en grupo o en manada. ¿Por qué no hacerlo solo, sin más ayuda que la propia experiencia, la propia razón y el propio viaje?

El hecho de que te coloquen delante de las narices la meta del viaje resulta algo más que sospechoso. Es la convicción de que la condición misma de viajar está desvirtuada por el modo en que te obligan a hacerlo.

Así que, ¿para qué ir alguna parte?

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Víctor Moreno. Chulear a los clásicos

literatura_clasicaEl sociólogo I. Sánchez Cuenca cuestionaba el modo con que ciertos novelistas intervenían en la opinión publicada dando lecciones para solucionar los problemas de la vida de los demás.

En ningún momento, cercenaba el derecho de los escritores a intervenir y a decir lo que les dictase su inteligencia parva de las cosas. Sólo les recriminaba sus maneras, pues éstas revelaban que su idea acerca de lo que hablaban no era muy acertada o conveniente. No decía que hablaban de lo que no tenían ni pajolera idea, pero sí podía obtenerse una implícita conclusión mucho más venenosa aún: sus intervenciones, más que ideas políticas o económicas solventes, eran pajas mentales. Muy bien licuadas como correspondía a tales sustancias grises, pero eso, simples ocurrencias. No los acusaba de triviales, pero casi.

Siguiendo este cauce, me gustaría hablar aquí de otro hábito de los escritores, hablen o no de política, consistente en concitar la presencia de la literatura clásica como remedio o cataplasma a casi todos los problemas de la vida, que aquellos, en particular, no suelen padecer.

Con la crisis económica actual, la proliferación de artículos recordando a los clásicos se ha extendido como plaga, superando, incluso, la verborrea del mexicano Carlos Fuentes, quien con perversa periodicidad recuerda una y otra vez la necesidad de leer El Quijote, para que todos seamos más buenos que el pan de horno. Eso, si, jamás superará en este cometido de santero vudú a Vargas Llosa, para quien la ficción es el mejor antídoto inventado contra la depresiva situación existencial por la que pueda atravesar cualquier humano que no tenga la renta per cápita del nobel.

Nunca confié en que la literatura nos hiciera mejores ni peores sujetos de lo que ya lo somos por prescripción facultativa del genotipo y de las circunstancias en que vivimos, así que tampoco me será posible aceptar ahora los requerimientos literarios que se hacen para conjurar la crisis que acogota a los pobres de este mundo.

Chulear a los clásicos ha sido una constante de los contemporáneos. En este sentido, el fenómeno del proxenetismo literario es una de las cosas más feas que practican algunos críticos y escritores. Lo hacen, además, sin pudor, y, como diría Bourdieu, de forma tan descontextualizada que caen en estupro. Y lo hacen por delante, por detrás. En privado, y en público. De forma individual, copulativa e interdisciplinar. Y sin vergüenza alguna.

Se olvida que los problemas y las preocupaciones de los clásicos no son los nuestros. Y no lo son, porque el espacio y el tiempo en que se inscribe nuestra problemática, es, no sólo distinta, sino contrapuesta en muchos órdenes de la existencia a la de aquellos. Ni Cervantes, ni Quevedo, ni Baroja, nos han de hacer más demócratas de lo que somos; y, probablemente, menos crápulas de lo que podamos ser en la vida por méritos propios.

La consecuencia práctica más negativa de este procedimiento es que los escritores dejan de ser buenos o malos, no porque lo sea su literatura. Este detalle es lo que menos importa. Lo que resulta definitivo de un escritor –sea de la quinta de Cicerone o de Clarín-, es si nos sirve para justificar nuestras posiciones amañadas de hoy. Se arramplan sus citas como si fueran voces del más allá conminándonos a actuar de una manera determinada. Tratándose, a veces, de textos de más de mil años, el gesto no puede resultar más ridículo.

En ocasiones, lo más patético es que ni este último movimiento de carácter ideológico parece interesar demasiado a las intenciones didácticas de quien así chulea a Terencio o a Kafka. Pues lo que realmente interesa a estos saqueadores no es ni siquiera lo que realmente saquea, sino demostrar lo bien que saben exorcizar el tiempo presente con textos de la época de Lao Tsé.

Aprovechando que una golondrina no hace verano, pero lo anuncia, con motivo del bicentenario del nacimiento de Charles Dickens, algunos escritores hodiernos se han dedicado a recordarnos, no la necesidad de leer a tan recio escritor realista, sino lo bien que éste ya prefiguró la crisis que íbamos a pasar y, no sólo eso, hasta los remedios que serían necesarios tomar para conjurarla. El escritor Benjamín de Prado, el más entusiasta de estos intérpretes acomodaticios, sostendrá que todo lo malo que pasa hoy ya estaba anunciado por el visionario Dickens: lucha de clases, explotación infantil, ineficacia de la justicia. Ni Marx, ni Engels, lo describieron mejor.

Recordaba B. de Prado el accidente que sufrió Dickens cuando viajaba en un tren, en el que los siete vagones que precedían a su compartimento cayeron por un precipicio. La reflexión del escritor madrileño no puede ser más ajustada a su entusiasmo: “No hay que tener una gran imaginación para ver en esa escena una metáfora de esta Europa que hoy descarrila poco a poco, primero Grecia, luego Irlanda, después Portugal…”.

Ignoro si es necesario poseer una gran imaginación para captar el intríngulis de la metáfora del descarrilamiento. Pues, en efecto, se trata de una metáfora muy compleja. No está al alcance de cualquier caletre. Seguro, además, que en esta época no hubo más accidentes de este tenor. De ahí que a mí me cueste tanto entender cómo un accidente ferroviario ocurrido hace casi doscientos años pueda servir como imagen visionaria de una Europa derrapando la pobre en 2012. Quizás, tenga que forzar un poquito más mi precaria imaginación.

Pero, sin duda, donde el arrobamiento dickensiano del escritor madrileño se desborda es en este comentario: “Tal vez el derrumbe se detenga a tiempo, y los que nos conducen a la catástrofe recuperen el sentido común igual que lo hizo el tacaño señor Scrooge en Un cuento de navidad, que al ver el negro porvenir que le anunciaban los espíritus del Pasado, el Presente y el Futuro, donde podía verse una tumba con su nombre y sin ninguna flor encima, supo cambiar a tiempo y convertirse en un hombre generoso. Es una parábola que, hoy más que nunca, merece la pena no olvidar”.

Ni el cardenal Rouco Varela lo hubiera dicho mejor: la crisis económica actual es una crisis moral. Así que todo será cuestión de esperar que los empresarios se monten en un tren, descarrile éste, y aprendan por inspiración divina a ser generosos, hayan leído o no a Dickens o a Carpanta.

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Víctor Moreno. Subvenciones y cobardías literarias

Hace unos meses, el novelista F. Aramburu culpaba genéricamente a los escritores vascos de ser unos esclavos de la gleba ideológica de quien les da de comer. Obviamente, se trata de un pleonasmo. ¿Acaso no come él del pesebre de quienes comparten con él su perspectiva política e ideológica? Supongo que, viviendo en Berlín, no será tan ingenuo de pensar que si él defendiera en sus novelas a las víctimas propiciatorias del Estado, las editoriales Alfaguara, Tusquets, la Real Academia, la crítica oficialista, le iban a reír sus gracias novelescas. Por mucho y bien que escribiera, sería imposible que fuese portada de ningún periódico afín al españolismo, tan demócrata él, del Estado.
¿Cómo se coarta la libertad de un escritor?
Aramburu consideraba que los vascos no son libres porque, según él, han guardado cómplice silencio ante ETA, mecanismo de dejadez moral que les ha supuesto seguir comiendo del pesebre vasco.
Ignoro qué patente de corso posee Aramburu para repartir cédulas de identidad ética. Para sostener lo que dice, tendría que haberse leído todo lo que los escritores vascos han escrito durante estos diez últimos años. ¿Lo ha hecho Aramburu? ¡Qué, diantres, lo va a hacer estando en Berlin! Por poner un ejemplo, está claro que no leyó en su día aquel artículo titulado “La violencia no es cobijo” del año 2000, y firmado, entre otros, por Atxaga y Lertxundi.
Y, si han existido escritores vascos que compartían las tesis de ETA, ése habrá sido su particular e intransferible reconcomio. Ignoro qué comparte Aramburu con los actuales políticos del Estado de Derecho, pero seguro que dichas afinidades no le hacen ni mejor ni peor escritor.
Ser terrorista y escritor no es un oxímoron. Muchos no pueden aceptar esta realidad, pero es así. En realidad, nadie ha demostrado que el hecho plausible de guardar silencio ante ETA te hace mejor novelista. Del mismo modo que ser un degenerado o un carmelita descalzo, tampoco. El tema elegido no mejora la novela, sino el tratamiento literario, que se da a la masa verbal. Del mismo modo, tampoco está demostrado que recibir dinero del Banco Europeo mejora la adjetivación del escritor. Quinto Horacio Flaco, el gran poeta latino, recibió ayuda económica de Cayo Mecenas –de ahí lo de mecenas y mecenazgo-, y nadie, cuando leía sus poemas, consideraba si aquella protección augusta se reflejaba en el acento de sus versos.
La idea motriz que subyace en la infantil acusación de Aramburu es que quienes reciben ayudas de la “gobernancia vasca” es para que sellen la boca y no denuncien a los sedicentes vascos. Pero Aramburu no demuestra que ese supuesto silencio, repercuta necesariamente en la bondad o maldad literaria.
¿Qué es de lo que se trata cuando hablamos de literatura? ¿De la valentía y la cobardía de un escritor ante unos hechos políticos y sociales? La cobardía y la valentía no constituyen valencias literarias, sino resortes morales que nadie puede exigir bajo supuestas superioridades éticas.
Resulta sarcástico que se exija a los demás dicho imperativo categórico cuando se ha repetido hasta la saciedad que la instrumentalización de la literatura hace que ésta se devalúe hasta volverla irreconocible. Al parecer, defender ciertas causas transforma la literatura en algo maravilloso. Y otras defensas la convierten en algo denigrante.
Nadie es quién para decir a alguien qué es lo que tiene que escribir, ni a favor o en contra, en activa o aoristo griego. Quien así hablase demostraría un egocentrismo y paternalismo moral estomagante. Además, si tal dejación se considerase como cobardía, habría que añadir que se trata de un mecanismo psicológico, pero no literario.
¿Cómo medir la cantidad de cobardía o de valentía latente en cualquiera de las novelas que escriben los novelistas actuales? Según el diapasón moralizante, ¿cuántos escritores españoles de hoy son unos cobardes por no escribir novelas denunciando la denominada transición democrática, la novela contra los fondos reservados del Estado y la corrupción reinante?
Antonio Muñoz Molina aseguraba que la novela española, que escribían él y sus amigos, de gran arrojo moral y valentía ética, como es sabido, se consolidó gracias al Premio Planeta, ya que por los emolumentos recibidos, algunos escritores, él y cinco más, pudieron dedicarse a escribir sin preocuparse de fichar todos los días en la fábrica, en la mina, en el ayuntamiento, o en el paro. En ningún momento, Muñoz Molina consideró que los dineros recibidos del premio más corrupto de España invalidaban su literatura y la de todos los que doblaron el espinazo a los requerimientos de Lara father. Pero Muñoz Molina es un Grande de España porque, naturalmente, condenó ETA, e, incluso, dijo aquello tan evangélico y radical de “dejad que los vascos se maten entre sí”
Si se parte del a priori de que toda subvención o premio capa las cualidades protestonas del escritor, entonces habría que preguntarse qué sucede con las subvenciones y premios que reciben los escritores españoles. O me van a decir a mí que estas subvenciones y lisonjas se conceden por la gracia de Dios, sin contaminación alguna, sin contraprestación alguna.
¿Acaso cuando alguien escribe una novela sobre las víctimas de ETA, piensa que lo que está escribiendo está libre de cualquier imposición o censura? La censura no sólo procede del exterior. También anida en el interior de cada uno y produce tantos desvaríos como la censura tradicional del cura rijoso.
El mecanismo de escribir por miedo a ETA o por el afán de congraciarse con quienes tienen el poder económico o político, no es idéntico, desde luego, pero su funcionamiento participa de las mismas servidumbres interiores a las que, como escritor, uno tiene derecho, o no, a ejercer. ¿Libremente? A saber.

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Víctor Moreno. Vida y obra del artista

Blanca_UrgellCuando los dioses dominaban la tierra, las relaciones entre bondad y belleza, estética y ética, formaban una Arcadia feliz. Y fueron los dioses quienes, según la mitología griega, hicieron añicos ese lugar ameno con el fin de complicar la vida de los seres humanos.
Fue Pandora, creada por los dioses, quien entró en escena para enturbiar las relaciones entre los seres humanos. Robó el corazón de Epimeteo, quien, desoyendo los consejos de su hermano Prometeo, aceptó el regalo de la famosa cajita. En cuanto la abrió, la mirada humana quedó turbada por las legañas de la confusión. No podía entender que Pandora, encarnación de la Belleza, pudiera esconder el Mal (no femenino, sino el Mal universal).
A muchas personas, que parecen suspirar por aquella etapa mitológica, les gustaría que la vida y la obra de un escritor discurrieran como figuras simétricas, sin fisuras de ninguna especie. Que entre ambas no se diese ninguna discontinuidad ni ruptura. Que una vida virtuosa produjera obras artísticas excelentes y, por el contrario, una vida de crápula sólo generase engendros éticos, y, por lo tanto, estéticos.
Hace unos días consejera de cultura del Gobierno vasco, Blanca Urgell, confesaba que le resultaba imposible separar la vida y la obra del autor. Una pena padecer tan lamentable insuficiencia mental. No es la única persona. A la mayoría de los obispos de la Conferencia Episcopal les pasa lo mismo. Son incapaces de entender que un ateo pueda llevar vida ejemplar. Del mismo modo, un escritor, que lleve existencia regalada y patibularia, además de prostibularia, es imposible pueda escribir obras dignas, ética y estéticamente hablando.
Si eres una persona mezquina, así será tu literatura. Si eres un desastrado, tu poesía jamás alcanzará las cotas sublimes de la poética de Gamoneda.
Y, ahora, que nos dejan los dioses, puntualicemos. ¿Cómo es la vida de un escritor famoso? Aceptemos que no tenemos ni la más remota idea aproximada. Nada sabemos de su vida virtuosa o de crápula integral que puedan llevar al unísono y ex aequo et bono.
Asociar la vida de un escritor con su obra es de las correspondencias más desternillantes. Se quiere ver en dicha relación un principio de causalidad que funciona como un resorte conductista, avalando que lo que uno escribe está en consonancia con las relaciones que mantienes con su perro y con el vecino de arriba, a quien si no asesina es porque el tipo no se lo merece.
Sería estético, ahora sí, que Blanca Urgell, que tan segura se muestra en sostener que es imposible separar la vida de infame que llevó el crápula Villon y su portentosa poética del ubi sunt de las nieves de antaño, estableciera de qué modo exacto y riguroso el sintagma del poeta o del narrador están determinados por el tipo de vida zarrapastrosa o evangélica que lleva alguien.
Hay gente que, perteneciente a la mitología anterior a Pandora, sigue pensando que un asesino o un terrorista con denominación de origen, no es que esté incapacitado para escribir obras maravillosas, que eso ya no lo discute ni la Urgell, sino que no pueda acceder a recibir un premio de una institución cuyas bases del premio, paradójicamente, no establecían en qué consistía llevar una vida decente y democrática aunque lo más cercano a dicho modelo de decencia moral debe de ser la vida de monja clarisa que suelen adoptar ciertos cargos de cultura autónoma.
¿Se puede plantear el asunto en su cruda realidad? Gracias. En consecuencia: ¿tienen derecho los asesinos en general, que, además, son escritores, a presentarse a un premio? Sin duda. ¿Y a ganarlo? Sólo lo impedirá su talento, no su pasado de pederasta o de defensor de la legitimidad de la violencia del Estado.
Si las convicciones que alguien pueda tener sobre la libertad, la responsabilidad, la democracia, el vicio y la virtud, afectan al sintagma, a la metáfora y a la frase hecha, habrá que demostrar dichas correspondencias en vivo y en directo. Si alguien que tiene el antiguo poder de los dioses de otorgar premios no quiere que sean dados a gente impresentable, porque uno los tiene por indeseables, debería advertirlo en las bases de dicho galardón: “Impresentables, absténganse”.
En realidad, la gente que antepone la moralidad al sintagma no debería figurar jamás en los jurados de cualquier premio. (y no me estoy refiriendo a los miembros del jurado que dictaminaron a favor de Sarrionandía y cuyo comportamiento en el “affaire” fue ejemplar) Me refiero a esos jurados que se resisten a aceptar que alguien, vicioso y mala sombra, pueda escribir mejor que san Antonio Muñoz Molina, lo que no resulta tan complicado. La gente que antepone la virtud a la belleza será, sin duda, tan virtuosa como Bono, pero se convierten, si es que ya no lo son por esencia, en tipos peligrosos para la vida y para la literatura, como fueron los inquisidores y los sotanosaurios que confeccionaron los Índices de Libros Prohibidos.
Tiene que encalabrinar mucho otorgar un premio a quien se considera en las antípodas del pensamiento y del modo en cómo hacer más justo y más demócrata esta mierda de mundo en que lo han convertido los neocapitalistas y liberales del mercado. Pero es muy probable, aunque, quizás, no lo sea tanto, que, quienes estén contra las ideas políticas y sociales de un escritor, comulguen, sin embargo, con sus criterios estéticos. ¿Cómo reaccionar ante el hecho de que a Mario Vargas Llosa, a quien no soportamos como ideólogo, le guste Flaubert, tanto como a nosotros?
Muy complicado de explicar, y, quizás, lo sea porque las convicciones ideológicas del ciudadano no coincidan con las del escritor. Y es que la ética y la estética, por mucho que quieran fusionarla algunos nostálgicos del mito, tienen una mecánica de funcionamiento distinta. La literatura se hace mayormente con palabras y no con obras de caridad. Y son las palabras las que hay que juzgar. No, si quien las firma es borracho, necrófilo o voyeur empedernido, como era Proust.
Así que, para posibles convocatorias, lo ideal sería que las bases establecieran claramente las exigencias para participar y ganar dicho premio. Es decir, además de escribir obras de claro contenido moral democrático, los escritores tendrán que enviar certificados de buena conducta, certificado timbrado de estar a bien con Hacienda y con la Justicia, y, por si acaso, un certificado de limpieza de sangre democrática expedido por Basagoiti.
Se evitarían así todo tipo de estériles confusiones, incluso las creadas por motivos zarrapastrosamente políticos.

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