Víctor Moreno. Fútbol, filosofía y arte

A unos les quedaba París o Ceuta, y a otros nos queda el fútbol. ¡Qué sería de todos nosotros sin él! ¡La de suicidios individuales y colectivos que no habrá evitado durante este mes y parte del que viene! Parece un milagro que una actividad tan simple como la de perseguir durante noventa minutos un pelotón, tratando de introducirlo en una portería formada por tres palos y una red, sea el placebo que más consume la ciudadanía. El problema desde luego no está en el balón, como la responsable de todo no era la gravedad, que decía Einstein, sino que está en otra parte.

Exactamente en algunos ensayistas zumbones que han intentado sublimar dicho espectáculo, emparentando el ejercicio de dar zapatazos a un balón con la reflexión filosófica y ética. Y mejor será no referirse a esa retranca literaria, que tiene su propio palimpsesto en los escritores latinos y griegos.

Albert Camus, que fue un gran forofo y practicante como guardameta del fútbol, escribió una novela autobiográfica titulada El primer hombre, donde confesaba que lo que sabía de ética lo había aprendido en los campos de fútbol y que toda la filosofía de la vida la diseñó mentalmente en esa zona donde “el gol es la sublime culminación de un destino común”.

De estas palabras de quien fuera guardameta del equipo de la universidad de Argel, deduje, entonces, que Camus tenía que tener un cerebro muy cualificado, pues derivar una ética y una filosofía debajo de una portería de fútbol no está al alcance de cualquier encefalograma. Desde luego, no es esa la imagen que desprenden, en ocasiones, algunos porteros actuales. Y, cómo no, algunos futbolistas.

Quizás, de esta actitud de Camus se derive el hecho generalizado de que muchos hablen de la filosofía del equipo, del club y del propio juego. Aún no se ha llegado a invadir el territorio de la ética, pero pronto se hablará de la ética del rondó y de su puesta en escena. Sin duda que el fútbol gana atribuyéndose un tipo de filosofía –ignoramos si de talante platónico, hegeliano, existencialista, nietzscheano-, pero la filosofía no, que, de este modo, queda completamente devaluada.

A no ser que, emulando los postulados de Leibniz, haya gente que asocie el balón con una mónada, aunque, más bien, lo haga con una monada.

Y es que el balón y, a su compás, el destino común universal del gol, quizás, sea, como decía el filósofo alemán, una verdad de razón o una verdad de hecho capaz de consolar el epigastrio de un respetable aturdido por las pellas de la vida. Y, muy probablemente, siendo Leibniz uno de los primeros teóricos de la unidad europea, caso de haber vivido hoy, a esa mónada de la unidad universal europea la hubiese hallado en el balón monádico.

De este sesgo filosófico parece derivar, también, el anglicismo que continuamente escuchamos en boca de platónicos comentaristas: “pases en profundidad”. Hay medio-centros que se han especializado en ellos como son los casos paradigmáticos de Xavi Hernández y Andrés Iniesta. Podría hablarse, en este caso, de futbolistas abisales. Algunos de sus toques son tan profundos que van a dar al fondo de una fosa. La verdad es que los jugadores lo hacen muy bien, dar pases con profundidad, pero, a lo que se ve, los locutores no es que estén en la inopia, sino en la sima de su destartalada verborrea.

Que sigan llamando la atención del espectador con su horrísono grito de “fijaros”, al que una y otra vez recurren estos maestros de la evidencia y de la repetición más cansina, es una lata y una demostración de que ciertas especies son imposibles de mejorar lingüísticamente hablando. En lugar de repetir una y otra vez las jugadas maestras de sus deportistas más queridos, podrían encerrarse en sus estudios y repasar, después de cada partido, sus maneras de estropear la lengua que hablan.

Pero no se piense que sólo es el fútbol quien reverbera filosofía, ética y formas de pensar disciplinadas y metódicas.

El escritor Haruki Murakami sostiene que nada como un maratón para, no sólo pensar, sino, sobre todo, para escribir. Toda la disciplina y concentración que precisa para escribir derivan de los métodos empleados para correr maratones. Lo cuenta en De qué hablo cuando hablo de correr. Nada que objetar. Sólo que la actividad de pensar es tan democrática y generalizada que el ser humano la practica a todas horas, aunque, es verdad, no se nos note demasiado en la práctica.

Un pensamiento que no se traduce en la mejora de los demás, ¿qué es, una idea o una puñalada trapera a punto de instalarse en tus clavículas?

Todo lo que se dice del fútbol cuando uno se pone transcendental, es aplicable a cualquier parcela de la vida. Por ejemplo, sospecho que es lo mismo que debe pensar el profesor de filosofía José Antonio Marina cuando pasa el rato en su jardín, como personaje volteriano y cándido que es, entre hortensias, orquídeas y madreselvas varias. Entre col y col, pensamiento al canto. Pues nada como andar entre una floresta vegetal para ordenar y ordeñar, a continuación, el argumentario acerca de cómo deben comportarse los demás para sentirse felices, autoqueridos y autoestimulados.

Y, siguiendo esta ruta interdisciplinar, habría que añadir que, si andas entre virutas, como es el caso de ciertos poetas carpinteros, ídem de viga. ¿Acaso, existe algún método inspirador de metáforas más sutiles y exquisitas que las caricias tenues y tenaces al vientre reposado de un tronco de abedul?

Los griegos utilizaban para llamar al deporte: ascesis. Los deportistas modernos utilizan, a veces, el vocablo de trabajo y, los más atrevidos, lo califican como arte. Que sea un trabajo, pase, si se hace caso a Horacio cuando decía: “El que ahora se esfuerza por llegar / corriendo hasta la meta deseada, /antes mucho sufrió y entrenó mucho/, /sudó y se quedó frío, se privó / de Venus y de vinos”.

Aunque habría mucho que terciar acerca de esta ausencia de sexo y alcohol, por esta vez dejaremos rehogar dicha asociación en la marmita de la pregunta insidiosa: ¿se juega mejor al fútbol, después de haber relajado las embestidas del apéndice inferior transformable, o no? Quien lo haya probado, que lo cuente.

¿Y arte, el fútbol? Hace unos días, un comentarista aseguraba que el regate de un jugador constituía “una obra de arte”. Un arte a secas, sin adjetivación, esencial. Menos mal. Habría sido atroz que hablase de un arte absoluto y total, como he tenido ocasión de escuchar en otras ocasiones.

Asociar arte con fútbol es muy habitual en boca de quienes, probablemente, no han dedicado ni dos minutos a reflexionar en dicha palabra, sea como concepto o como sistema. Pero queda tan fino. Ahora bien, ¿lo es? Si arte es lo que dice que es el mercado, y el mercado actual es el que don Balón manda y ordena, habrá que bajar la testuz y decir amén.

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Víctor Moreno. Enterradorres de palabras

Georges Perec en su novela La vida instrucciones de uso nos cuenta la historia de Cinoc. En el momento en que lo conocemos cuenta con cincuenta años. El habitual afán exhaustivo a la hora de describir del autor sólo se limita a contarnos cuál era su profesión: Cinoc era un “matapalabras”, o, más propiamente, un “enterrador de palabras”.

Su labor era complementaria a la de aquellos profesionales de la misma empresa, el diccionario Larousse, afanados en descubrir nuevas palabras y significados.. Cinoc, para dejarles sitio en el diccionario, debía eliminar todas aquellas voces y acepciones que, con el tiempo, habían caído en desuso y nadie usaba.

Cuando se jubiló, después de cincuenta y tres años de un trabajo tan escrupuloso como higiénico, Cinoc había hecho desaparecer de los diccionarios cientos y miles de vocablos relativos a técnicas, medicina, guisos, costumbres, juegos, juguetes, creencias, herramientas, dichos, manjares, apodos, pesos y medidas. Borró de los mapas, conocidos hasta la fecha, decenas de islas, centenares de poblaciones y ríos, millares de cabezas de partido, aldeas, poblaciones y pueblos. Arrojó al anonimato centenares de tipos de vaca, especies de pájaros, insectos y serpientes, peces un poco especiales, variedades de moluscos, de plantas no del todo idénticas, tipos particulares de frutas y verduras. En fin, había hecho desvanecerse en la noche de los tiempos a legiones de geógrafos, misioneros, papas, obispos, descubridores, entomólogos, Padres de la Iglesia, literatos, militares, políticos, santos, dioses y demonios.

La muerte de las palabras, cuya desgracia que se da en todas las sociedades, es síntoma de una cultura enferma, en general, y de una comunidad ágrafa, en particular. No me atrevería a decir que esta desaparición conlleva la muerte misma de la propia sociedad, como advierten algunos apocalípticos. Al final, la gente se acostumbra a todo, incluso al uso de un exiguo número de palabras para comunicarse entre sí. Y no parece que el ocaso de tanta palabra le preocupe demasiado. Además, el sistema lingüístico se va regenerando a medida que evoluciona. Mueren unas palabras, nacen otras. Ni mejores, ni peores. Todas en función de una necesidad comunicativa concreta. Quizás, el hecho de que cada vez más hay menos que comunicar, la cantidad de palabras requeridas para ello sea insignificante.

Sin embargo, lo más probable es que la pérdida de tanta palabra acarree, también, un aumento galopante de la dificultad para comunicarse de forma exacta con los demás. Detrás de cada palabra se esconde un delicado proceso de elaboración mental, gracias al cual nombramos y organizamos el mundo. Cuantas menos palabras posea un individuo, además de tener menor capacidad para expresarse, menor será su facultad para generar pensamientos. Porque las palabras no son cosas, sino procesos mentales y afectivos en interacción con el medio social en que surgen.

Hace unos años, los adolescentes poseían mucho mayor vocabulario que el que tienen ahora. Es signo calamitoso de los tiempos, y que no cabe achacar a una sola causa, como variable explicativa de dicha hecatombe lingüística. Los adolescentes de hace veinte años leían ciertos clásicos y, aunque a duras penas, llegaban a sortear con cierto éxito las dificultades de un lenguaje cada vez más lejano de sus intereses. Ahora, este lenguaje de Valle Inclán está a años luz de distancia del léxico que posee un adolescente. Cuando se les enfrenta con estos textos, algunos de estos imberbes preguntan si aquello está escrito en castellano. Y no estoy hablando de los Milagros de Nuestra Señora, del maestro Berceo, o del Poema de Mío Cid, en versión antigua. Hablo, también, de Stevenson, de Salgari y de Verne.

La pérdida de este léxico, que ni se usa en la conversación pero tampoco en la literatura actual, ocasiona un distanciamiento cada vez mayor de la herencia cultural del pasado más o menos inmediato. Una herencia a la que, si se quiere acceder con un mínimo rigor y exactitud, habrá que hacerlo con un lenguaje preciso y contextualizado. Un aprendizaje que requiere lentitud y silencio, hábitos por los que cierta sociedad al uso no guarda ningún respeto.

Lo que se esconde detrás de la pérdida de cada palabra es un drama para la especie. La persona, para saber quién es, lo primero que hace es remitirse a la lengua que habla. Tanto que hay mentalistas que sostienen que un ciudadano es más ciudadano en la medida que domina su lengua. Yo no llego a tanto. Pero cabría sugerir que un individuo que olvida su lengua tiene poco de ciudadano ejemplar. O no. ¿Quién lo sabe? Hay tipos que renuncian a su lengua materna por considerarla causa próxima de comportamientos criminales. Existen actitudes que sostienen que el nazismo venía ya incorporado en la propia lengua alemana. Y, entre nosotros, más de una vez se ha dicho que el euskara es alimento nutricio del terrorismo. Y conste que no sólo lo afirmaba el carpetovetónico Martín Villa. También, Steiner lo insinuaría de modo sutil aunque luego presentara disculpas por sospecharlo. Villa jamás presentó las suyas.

Al criterio de Cinoc se le podría añadir el punto de vista de aquellas palabras que, gracias a la incuria de los tiempos, el poder las ha ido pervirtiendo de tal modo que resultan ya ininteligibles.

¿Qué palabras, caso de que viviera en la actualidad Cinoc, serían objeto de su trabajo? Probablemente, su olfato “palabrático” quedaría fascinado por aquellas que, usándose, ya no significan lo que significaban. Y se preguntaría cómo es posible tamaño dislate: utilizar palabras que ya no significan ni siquiera lo que viene en los diccionarios; términos que perdieron su vigor semántico, pero que, en contra del criterio taxonómico de Cinoc, son omnipresentes en la conversación cotidiana.

Recuérdese que en la historia de Perec, palabra que Cinoc eliminaba, al momento era sustituída por otra. Sin embargo, dudo que palabras como pueblo, democracia, elecciones, voto, parlamento, justicia, libertad, bien común, lo público…, asesinadas de forma sistemática por quienes detentan los tres poderes de Montesquieu, recobren su vigor primero y permitan a la ciudadanía soñar mediante sus significantes otros mundos y otras esperanzas. Pero, si lo que importa es saber quién tiene el poder y no lo que significan las palabras, entonces, y que es, al parecer, lo que de verdad importa, apaga la vela y vámonos de este entierro.

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Víctor Moreno. Escritor clandestino

Carlos_Pujol

En enero de este año, murió el escritor Carlos Pujol, autor de infinidad de traducciones, ensayos, libros de poemas y novelas. Mientras vivió, la prensa especializada en literatura apenas reparó en su producción, que es abundante y de una calidad insobornable a cualquier tentación amarillista. Cualquier texto de Pujol, que el lector tome en sus manos, asombra por su perfección literaria clásica, fruto directo de una elaborada exactitud y sencillez expresiva y conceptual.

Y, sin embargo, Carlos Pujol pasará a la historia como un escritor invisible, inexistente, no sólo para las masas –que esto ya es imperativo categórico de una sociedad que mayormente no lee a ciertos autores-, sino para, paradójicamente, los propios críticos que, una vez muerto, sólo se acordaron de él para despacharlo con cuatro tópicos.

Pujol era un escritor del que no se podía hablar más que de su escritura. Lo que siempre representa una merma para el crítico fulero, quien, para hablar de un escritor, necesita elementos espurios que nada tienen que ver con la escritura. Pujol no llevó jamás “vida literaria”, expresión que le producía sarpullidos. Ni se caracterizó escribiendo artículos hagiográficos con tinta china sobre celebridades de la farándula o temas de gran “transcendencia política”. Nunca metió ruido con esos asuntos.

Como a un escritor sólo se le da carta de naturaleza hablando de sus libros, no extrañará que Pujol pasara por este mundo de locos y de ladrones sin pena ni gloria. Raro será el escritor de hoy que triunfe por méritos exclusivamente literarios. La mayoría de ellos alimenta su imagen con intervenciones públicas ajenas al sintagma y a la metáfora.

De la pésima salud institucional cultural de este país, hablaría el hecho de que Pujol, dedicado toda la vida a traducir escritores franceses e ingleses –entre ellos Voltaire, Stendhal y Shakespeare-, no recibiera jamás ningún Premio a la Traducción. Ni con carácter retroactivo.

Así que, no se sabe si como fruto de la mala conciencia, de una falta de tacto o de inteligencia, se recurrirá al comodín detestable, presentando a Carlos Pujol como un escritor clandestino. O, como dijo alguien, “un sabio clandestino”.

Seguro que sí. Seguro que era sabio y clandestino. Y seguro que disfrutaba con la clandestinidad, con pasar desapercibido sin que nadie lo conociera, excepto en su casa y en la editorial Planeta, donde trabajaba. Y, por supuesto, odiaba que se hablase bien de sus libros delante de él y de los suyos. Como era clandestino, sólo quería que lo dejaran en paz agazapado en su zulo. Y que nadie se acordase de él. Y que sus libros no se vendieran, ni que los leyera nadie. ¡Patrañas!

No existen escritores clandestinos motu proprio, a no ser que huyan de la justicia por haber cometido algún crimen tipificado en el código penal. Los escritores clandestinos lo son por fuerza mayor. Los crea la propia sociedad, por prescripción facultativa del mercado, por una perversa regularidad literaria mal entendida, pero muy bien planificada. Los escritores clandestinos no nacen por generación espontánea. Es un estatus que llega por la falta de consideración social por parte de quienes, mandarines ellos, ordenan y mandan en el cotarro literario.

¿Qué tiene que hacer un escritor para dejar de ser clandestino?

Lo más habitual es responder que reírle las gracias al mercado. Pero no está tan clara la relación. Hay escritores que, por lo que trasciende a la luz pública, nunca se han caracterizado por ser contrarios a toda esa peña de malandrines de sujetos que distribuyen el pastel de lo que produce la literatura: críticos infames al servicio de editoriales, profesores de universidad que escriben en periódicos para hablar bien de sus amigos, directores de suplementos literarios, jurados de distintos premios sobre los que gira el planeta de la fama de muchos escritores… De ahí, por tanto, que sean celebrados públicamente, y no sean engullidos por las termitas de la clandestinidad.

Pero, como suele decirse, en el pecado de la gula llevan la penitencia. Circula la sospecha de que los escritores famosos de hoy no representan ninguna alternativa de pensamiento y de crítica. Que el pensamiento literario y crítico, avalado por toda esta cofradía de instalados, vive en sus horas más bajas. Nada de lo que dicen y escriben ofrece algo que no hayan dicho y escrito hace más de treinta años. Más aún. Estos mismos novelistas, jaleados por esta crítica, nunca se convirtieron en objeto de persecución o de censura por ir más allá de las fronteras que el bien común y la moral dominante establecían antes, durante y después de la transición. Al contrario, sus voces se han concitado una y otra vez para justificar decisiones políticas injustas, en nombre de un “imperialismo de la libertad”, horrible oxímoron, y que algunos han elevado a categoría y norma de conducta del Estado de Derecho.

Si esto es así, cabría preguntarse, entonces, ¿qué sentido tiene escribir hoy si lo que se escribe no se dirige contra la línea de flotación de lo real establecido? Que la literatura que escribe esta tropa deje intacta la estructura social y política en la que se vive, significaría que aquella ha perdido una de sus más apreciadas valencias: desentrañar el mal donde se dice que está el bien, y señalar el bien donde se dice que anida el mal. Que la literatura de los Marías, Muñoz Molina, Vicent y la de todos los siervos de la gleba que beben del mismo manantial no cuestionan la realidad dada, es oráculo que se anunció hace años, y nada permite sostener que existan hechos que lo contradigan. Leerlos es como consumir a diario panceta revenida.

Nadie es quién para decirle a mengano que escriba sobre una realidad determinada. Pero resulta sospechoso que existan temáticas convertidas en plataformas ideológicas y literarias para condenar selectivamente una parcela de la realidad, y otras, en cambio, no sean objeto siquiera de una hipótesis explicativa distinta al canon habitual.

Es cierto que existen escritores –desde luego, no fue el caso de Pujol-, que se han radicalizado ante la sociedad literaria, porque ésta los ha ninguneado convirtiéndolos en escritores invisibles o clandestinos. Y, también, es verdad que, caso de haber formado parte selecta de dicha sociedad, se expresarían de otro modo; incluso, mirarían de soslayo ante ciertos problemas y asuntos de la vida.

Una situación que incita a no caer en la ingenuidad. Pues este radicalismo, sea a favor del establishment literario como en su contra, puede tener orígenes distintos. Casi todos impuros, ya que no surgen de un planteamiento estrictamente literario, sino del abdomen del escritor.

A fin de cuentas, ¿hay algún escritor, clandestino o no, que ame la literatura por encima de todas las cosas de este mundo?

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Víctor Moreno. Revisionismo peligroso

libros-de-historiaEl revisionismo es esa técnica del historicismo ramplón y manirroto consistente en reconvertir personajes y hechos históricos impresentables en santos y héroes modernos.

Yo pensaba que era solo afeite y retoque interesado de los afines al franquismo, que tanto tienen que perder cada vez que echamos la vista hacia el pasado histórico, sea remoto o no. A ellos se les deben explicaciones tan arteras como el origen apañado de la guerra civil. El Frente Popular ganó las elecciones gracias a un pucherazo, lo que dio origen a un régimen infumable contra el que no hubo más remedio que dar un golpe de Estado para salvar a España del comunismo y otras delicadezas judeomasónicas.

Como sugiero, me temo que dicho lifting no sea únicamente técnica exclusiva y excluyente de los historiadores franquistas, sean de la corte de Cristo Rey o de la cuadrilla de Moa y sus gerifaltes de bajura.

Algunos historiadores y estudiosos cercanos, parecen dedicarse a la imitación de esas maneras revisionistas, causando, no sólo perplejidad, sino temor por el cuadro resultante que nos proporcionan con tal perspectiva. .

Se dirá que son interpretaciones distintas de unos personajes y hechos a las que cada historiador tiene derecho por mor de su ideología presente. No me cabe la menor duda. Los hechos y personajes están ahí, pero es que las interpretaciones son tan dispares y rocambolescas, que parece que no se estuviese hablando de los mismos personajes.

A este paso, pronto nos caeremos del guindo de la estupefacción y aceptaremos sin más que Tomás Domínguez Arévalo, conde de Rodezno, era un buen hombre, porque en algunos de sus escritos defendió la identidad vasca de Navarra y mostró un amor hacia Euskalherría tan desaforado como el que sentía por las iglesias y odio hacia las chimeneas de las fábricas.

Con el paso del tiempo, dados los signos calamitosos en que vivimos, quizás, a lo mejor, los incombustibles Del Burgo, padre e hijo, acaben un día formando también parte de ese santoral de ilustres prendas, porque, pelillos a la mar, en su otra vida, mostraron una ternura inconmensurable hacia el euskara, los montes del Amboto y san Miguel de Aralar. Y ya no digamos, los Baleztena, en especial el paterfamilias. Sus arrebatos e insurrección contra la II República, su carlismo carpetovetónico, su rendición genuflexa ante el franquismo, su participación personal en la Junta de Depuración de la Guerra Civil, ¿qué son todas estas menudencias comparadas con su amor al vascuence y su defensa enardecida de la folclorada del País Vasco?

Constituye un error tremendo medir la temperatura ideológica de ciertos impresentables sujetos, según sea el diapasón de su más o menos patente o larvada vascofilia. Esta no puede redimirlos de una ideología que destrozó el entramado civil y democrático de la II República, y, más tarde, compuso la argamasa del nacionalcatolicismo, fuente originaria de toda la cruel represión que sufrió la sociedad tras la guerra civil.

Si algo enseña la historia y evolución de la Asociación Euskara de Navarra, del XIX, es que la mayoría de sus miembros y asociados eran amantes hasta el delirio del euskara y de la fraternidad universal con el resto de las provincias hermanas, lo que no les impedía ser unos conservadores de tomo, cuando no, unos reaccionarios e integristas de lomo. Y, algunos, clericales hasta el intestino grueso.

Se trata de una contradicción, o aporía, con la que el mundo euskaldun tiene que apechugar, a saber, que los grandes defensores del euskara y la especificidad del País Vasco fueron gentes de derecha, conservadores y reaccionarios, entre ellos el integrismo carlista y, al unísono combatiente, los impresentables conservaduros de Diario de Navarra. Las mayores alabanzas que se han hecho del euskara están en las páginas de este periódico. ¿Lo absolveremos, en consecuencia, por ser un periódico golpista y fascista?

Lo único que queda claro es que el amor al euskera y al País Vasco no impidió en su momento que alguien llegara a ser un fascista, como fue el caso de Garcilaso.

La historia intelectual de algunos personajes es cuando menos paradójica. Probablemente, la que más se anega en el riachuelo de la contradicción sea la de Arturo Campión, de quien se dice, ahora, que fue nacionalista antes que Sabino Arana. Probablemente, porque Arturo Campión fue muchas cosas antes que nadie.

Quienes vivieron en su época, y que lo conocieron in situ, por tanto mucho mejor que nosotros, afirmaban que «Don Arturo Campión fue republicano e impío en un tiempo, demócrata y progresista al día siguiente, euskaro separatista un rato, euskaro indefinido luego, dando a la vez pasos hacia el integrismo, integrista para ser diputado y diputado para traicionar a los integristas, despreciado de los liberales, molesto a los carlistas, sospechoso a los integristas y repudiado por los euskaros» (La Tradición Navarra, 14.2.1904).

Por su parte, El Demócrata Navarro, de inspiración canalejista, lo describiría en 1910 diciendo como “aquel señor que paseaba en tiempo por las calles de Pamplona tocado por gorro frigio y ahora se ha puesto el solideo, que, en ocasiones, se parece al de una boina” (21.9.1910).

En cuanto a su acendrado cristianismo, no hace falta escarbar demasiado para toparnos con un personaje anclado en su época, que nunca dijo una palabra contra quienes arremetieron cruelmente contra Basilio Lacort. Al contrario, Campión era de los que sostenían que a los blasfemos y a los ateos había que echarlos del trabajo, porque eran peor que la escoria: “El blasfemo debe ser perseguido sin piedad, como un perro rabioso. Las leyes débiles e impotentes sean reemplazadas por las costumbres fuertes y poderosas. Ciérrense todas las puertas al blasfemo; que lo echen sus patrones de los talleres si es obrero; que se encuentre separado, en una palabra, de trato y de comunicación con las personas bien nacidas”. Luego, vendría Eladio Esparza y pediría en 1936 desde el Diario echar a los rojos de sus puestos de trabajo en la Diputación o en cualquier institución pública.

Pero, claro, Campión defendía el euskara, Euskalherría, las misas y vía crucis en euskara, y la enseñanza en vascuence. Y, encima, era nacionalista antes que Arana. Ignoro si con estos antecedentes se pretende redimirlo de su ideología reaccionaria. Convendría recordar que sus posicionamientos respecto al euskara y el País Vasco fueron el fundamento en el que se basó el director de Diario de Navarra, Garcilaso, para defender lo mismo. Las posiciones lingüísticas de Garcilaso fueron idénticas a las de don Arturo, tanto que el director de dicho papel lo llamaría, “el Redentor”.

Sostener que ciertos carlistas impresentables, franquistas irredentos o clericales furibundos, puedan ser rescatables, porque mostraron rasgos de favor hacia el euskara o la ikurriña, es demasiada condescendencia interpretativa.

El amor al euskara no se traduce per se en un comportamiento sociable respetuoso. Es el respeto a la libertad de los demás lo que nos hace humanos y ciudadanos. La lengua, con ser elemento importante, no juega un papel decisivo en la configuración ideológica y pragmática de los individuos.

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Víctor Moreno. Un periódico menos, y ya van ¿cuántos?

PublicoSiempre que desaparece un periódico de izquierdas surge la misma lamentación. El tópico de sostener que la pluralidad informativa pierde unos enteros. Se trata de un tópico que, por serlo, lleva parte de verdad. Cuantas menos voces, mayor es la amenaza de quedarse con una sola versión no sólo de lo que sucede a los demás, sino, sobre todo, de lo que nos sucede a nosotros. Y mucho más grave aún: una voz menos para no ocultar lo que realmente sí pasa a los demás y nos pasa a nosotros mismos.

Y es que, aunque duela decirlo, la pluralidad informativa le importa a la gente, en general, un pimiento, y a la izquierda, en particular, otro pimiento.

La gente compra los periódicos de toda la vida, porque, como dicen, están acostumbrados a su lectura. Y, además, ya saben perfectamente de qué pie o de qué tobillo cojea dicho periódico. ¡A ellos les vas a decir tú, que llevan desde tiempos del abuelo leyendo dicho papel!

La compra del periódico se convierte así en un acto rutinario, y no un acto performativo, de los que tienen repercusiones en distintos ámbitos de la vida de cada uno y, por tanto, de los demás. Rara vez el personal se detiene a considerar de qué modo y manera la prensa que lee modifica o no su estatura ética, política, informativa y cultural. Admito otro tipo de conclusiones, pero sugiero que la gente no le da ninguna importancia simbólica al acto de chutarse en las cisuras todos los días el mismo punto de vista narrativo e interpretativo de lo que pasa en el mundo. La gente piensa que sus pensamientos son propios, personales, que nacen únicamente de sus vísceras y que, en realidad, lo que dicen y no dicen los periódicos a ellos no les hace ninguna mella. Son lo suficientemente inteligentes para que nadie les pueda engañar. Además, y como suelen añadir como argumento contundente, los periódicos dicen todos lo mismo. Extraña conclusión cuando la mayor parte de las personas son lectores de un solo periódico. Si sólo lees un periódico, ¿cómo sabes que los demás papeles dicen lo mismo?

No. Los periódicos no dicen todos lo mismo, ni lo dicen de la misma manera. Lo dicen de modo tan distinto que los hechos hasta parecen completamente diferentes, según lo cuenten unos o lo manipulen otros.

El periódico de papel Público ha desaparecido. Dicen que parte de la culpa de este sentido óbito la tiene la crisis por la que atraviesa la empresa periodística en España. Seguro. Pero ya es casualidad que siempre les toque la china traicionera a los periódicos que presentan un marchamo de ideología de izquierdas y, mucho mejor aún, decididamente laico que es, por lo que se ve, una cualidad intrínseca de dicho carácter.

¿Conque la culpa es de la crisis?

Me van a permitir el exabrupto porque no me lo puedo aguantar.

Público se ha ido al garete por culpa de la gente de izquierdas que sigue comprando periódicos de derechas. Que sí, que ya te he oído, que no hace falta que grites tanto. Ya lo sé: “Cada uno compra el periódico que le sale de sus esfínteres. Porque uno, ¿me oyes bien?, es libre de comprar el papel que le dé su realísima voluntad”.

¿Es libre la persona a la hora de autodeterminarse en la compra del periódico de cada día? ¿No será que, sumidos en una enquistada servidumbre voluntaria colectiva, no se repara en el porqué de nuestros actos?

Spinoza señalaba que el hombre, la mujer también, sabía para qué hacía las cosas, pero ignoraba su porqué. Y que esa falta de lucidez o de clarividencia era origen de muchos desaciertos, decisiones en falso y, sobre todo, fuente primordial de la infelicidad del género humano, aburrido por naturaleza y ocupado en miles de tareas, creadas por el Leviatán de turno para no caer en el suicidio.

Lo diré sin metaplasmos. ¿Puede un sujeto de izquierdas comprar periódicos de derechas? Por supuesto. Lo viene haciendo desde siempre.

Ensayemos por el otro flanco de la ética política del asunto: ¿Debe hacerlo?

Considero que el compromiso político mayor que puede hacer una persona de izquierdas no consiste en votar a las izquierdas en unas elecciones, sino en no comprar periódicos de derechas.

Es inconcebible que socialistas de toda la vida, con familiares asesinados durante el franquismo, sigan comprando periódicos de derechas que en esos aciagos días de 1936 eran, porque lo llevaban en su genoma fundacional, periódicos fascistas y que, ahora, han devenido demócratas reciclados por el túrmix de las circunstancias. Es sangrante ver a familias de fusilados navarros comprar todos los días el periódico que participó con todo su ardor guerrero fascista en aquella masacre, en preparar el ambiente y en justificar la ola de terror implantada por Mola. Un periódico que, desde sus páginas, pedía a la población civil que “cooperase en la obra depuradora que hemos emprendido”.

Es verdad. El periódico actual no tiene responsabilidad alguna retrospectiva, pero no es casualidad que mantenga oculto el mismo espíritu de aquella cruzada, toda vez que en ningún momento ha levantado la voz para pedir perdón por aquellos actos de barbarie que perpetró con premeditación y alevosía padre putativo del 36.

Y, ahora, un matiz. No digo que no lo lean este periódico y otros de semejante hechura. Digo que no los compren. ¿Que quieren seguir leyéndolos? Lo tienen muy fácil. Por regla general, dada su autosuficiencia económica, los periódicos de derechas suelen estar presentes en la mayoría de los bares y cafeterías de este país. Así que la solución es bien fácil. Entro en un bar, me tomó un café y, de paso, leo gratis el papel del día.

Es incomprensible que la izquierda siga sin comprender que lo peor que se le puede hacer a la derecha es darles donde más les duele, es decir, en no invertir un euro en la compra de sus propias ofertas ideológicas.

Que Público haya desaparecido revela, más que otra superficie del fondo de la cuestión, que la izquierda sigue sin enterarse de lo que supone sostener en la práctica, y no a pie de urna, que también, a quienes defienden una ideología de izquierdas.

El resto, lamentaciones de sirenas, y no, precisamente, de las que asediaron a Ulises.

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