Víctor Moreno. El eccehomo de la estupidez

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Hay quienes pretenden elevar a categoría filosófica la anécdota protagonizada por Cecilia Jiménez, la octogenaria de Borja metida a restauradora de una obra de arte.

Algunos analistas, acuciados por su habitual pedantería, han considerado dicha chapuza pictórica como símbolo de la banalidad actual, como metáfora de la sinrazón en que vivimos, como signo inequívoco de la chapucería estructural en que el propio Estado está sumido por motivos de la crisis y su prima.

Y es que a estos analistas les encanta partir de un hecho individual y concreto y transformarlo en metáfora de toda una colectividad. Les importa muy poco fundir y confundir la parte con el todo, pues consideran que de este modo son más profundos que una idea clara y distinta cartesiana.

Mucho me temo, sin embargo, que tal hecho no llega ni siquiera a anécdota, y que, si no hubiera sido por la prensa extranjera, aquí nadie habría dicho “esta boca es mía. El hecho se hubiese mantenido inédito, no publicado, que es, etimológicamente, el significado primero de anécdota. Solamente habría llegado al conocimiento y cachondeo, más o menos cínico, de sus propios paisanos.

Pero, en contra de lo que sostienen sutiles analistas, cobijados en periódicos de gran tirada nacional, lo sucedido en Borja no representa a nadie ni es signo de nada.

Ni la banalidad, ni la sinrazón, ni la chapucería de nadie. Ni siquiera es la banalidad, la sinrazón y la chapucería intrínseca de la protagonista de esta anécdota.

Una persona, sea cual sea su estatus, no agota su personalidad en uno de los actos estúpidos a los que como humano tiene derecho a perpetrar a lo largo del día, del mes y del año. Los actos estúpidos que nos corresponden como individuos de la especie a lo largo de la vida no están, desgraciadamente, cerrados, sino que la lista está siempre abierta a la gran capacidad del ser humano para cometerlos en todos los ámbitos de su existencia.

Menos mal que sólo somos estúpidos a tiempo parcial. Aun así, nadie se libra de rendir pleitesía a la idiotez, protagonizando alguna anécdota más o menos sonada. Si uno mira dentro de los pliegues de su corazón, observará su lista particular de estupideces llevadas a cabo en los instantes menos pensados.

Como digo, todos somos estúpidos en algún momento, pero cabe afirmar que no todas las estupideces que cometemos y cometen los demás nos representan. Hay unas que tienen más categoría que otras.

Digamos para terminar que lo de Cecilia Jiménez es, cuando menos, una chapuza. Y, por supuesto, una chapuza concreta que le pertenece y le pertenecerá en exclusiva por los siglos de los siglos amén. Pero no es una estupidez. Al contrario, seguro que en el foro interno de su ingenio artístico –más o menos primario-, considerará su lifting pictórico digno de Goya.

En cambio, la gente, que se ha arremolinado en torno al Ecce Homo, es, más que chapucera, estólida. Pues rendir homenaje a una chapuza, aunque sea una artística chapuza, sólo cabe en una mente necia. Así que demos a la abuela Cecilia lo que le pertenece como chapucera y a los peripatéticos sujetos que se acercan a Borja lo que la ubicua estupidez tenga por conveniente concederles, que no será poco.

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Víctor Moreno. Imprecisiones de la Biblia

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La consideración de la Biblia como texto literario sublime resulta un tanto equívoca. Si una de las cualidades fundamentales para juzgar la validez literaria de un texto es su exactitud a la hora de nombrar la realidad, cabría concluir que la Biblia es muy poco literaria. Ya que, si por algo se caracteriza, es por su alarmante imprecisión terminológica. Lo que resulta bien chocante, pues, tratándose de parrafadas inspiradas por la misma tráquea de Javé, nadie se esperaría tanta falta de rigor lexical. O una de tres, o Javé articulaba muy mal cuando soplaba en el cogote de los profetas, o estos estaban más sordos que una tapia de cementerio y no pillaban ni una, o, mucho peor aún, hacían caso omiso de la inspiración divina cuando lo que ésta les insuflaba no se correspondía con su idea sobre determinadas cuestiones.

No sería grave esta imprecisión si se redujera a la terminología, pero el asunto se vuelve serio cuando se cuelan errores científicos de bulto. Lo que son palabras mayores y pondrían en cuestión la sabiduría infinita del Creador del Universo y parte del extranjero.

El más imperdonable de estos errores sería aquel en que Javé inspiró al escriba Josué su equivocada idea de que era el Sol quien giraba alrededor de la tierra (Josué, 10, 12-13). Por muchas vueltas que le da uno al pasaje, concluye que el profeta en ese momento estaba haciendo la picardía o había perdido la audición. Entra dentro de la teología dogmática que el profeta entendiera al revés las palabras de Javé, porque es inexplicable que Dios, en su sabiduría infinita, pudiera equivocarse de modo tan zarrapastroso. Sobre todo, si se tienen en cuenta –y, lógicamente, Javé lo tendría, que para eso es Dios-, las consecuencias terribles que dicha información acarrearía. ¿Cómo permitió la sabiduría de Javé que corriera semejante bulo a lo largo de los siglos, sabiendo que su Mutualidad representativa en la tierra provocaría muertes incontables por contravenir una información que él mismo había trasvasado al texto bíblico? Resulta incomprensible, a no ser que este Dios fuera un perfecto cabrón y se frotara las manos imaginando en el futuro el sufrimiento de Giordano Bruno y otros.

Las tramas de la literatura son tramas de ficción y lo que hacen es representar de una forma determinada la realidad aunque no la realidad, sino la que el autor tiene en su cabeza. Al intentarlo, se esfuerza en utilizar un lenguaje exacto, permitiéndose, en muy pocas veces, la licencia de la vaguedad o de la inexactitud. Y este esfuerzo es lo que consigue que los textos sean literarios. Cualidad que cuesta encontrarla en la Biblia. Y eso que su comienzo resultaba bien prometedor. Leer cómo Adán pone nombres a lo que le rodea es halagador para el futuro homo loquens. En este momento del Génesis, Adán más parece inspirado por Nabokov o por Chomsky que por Javé, a quien no parecen quitarle el sueño las cuestiones menudas de la lingüística, ya que da a entender que el lenguaje es actividad parva, de ahí que la deje al albur de los hombres.

Adán es preciso, pero no lo es quien relata su historia. Por ejemplo. Estamos muy acostumbrados a considerar que la serpiente –ignoramos qué clase de ofidio era-, lo que le ofreció a Eva fue una manzana. Sin embargo, no hubo tal oferta frutal. Lo que es curioso, porque decir manzana hubiera sido compatible con la vaguedad expresiva general de la Biblia, pues no imaginamos que el redactor se hubiese esforzado en concretar qué tipo de manzana sería aquella, si golden, reineta, smith, royal gala…

Pero ni así. El texto sagrado habla de que nuestros primeros padres comieron “el fruto del árbol prohibido”. En ningún momento, se dice que el árbol en cuestión era un manzano. Las citas textuales son las siguientes: “En medio del jardín el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal” (Génesis, 2, 9); “del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (2, 17). Cuando la serpiente invita a Eva a hacerse con el fruto, ésta replica: “Del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios que no comamos”. Luego sigue: “La mujer vio que el árbol era bueno para comerse, y tomó su fruto y dio también de él a su marido, que también con ella comió (3,6). Como se ve, en ningún momento se hace referencia a la fruta pomácea. No en la edición que manejo de la BAC (Biblioteca de Autores Cristianos).

Se ha dicho que el primer enólogo de la historia fue Noé, quien era agricultor y plantó una viña, después del diluvio. Luego, “bebió de su vino, y se embriagó, y se quedó desnudo en medio de su tienda”. (Génesis, 9, 21). ¿Qué clase de vino bebió Noé que lo dejó en tan calamitoso estado? ¿Tinto, blanco, clarete? Imposible saberlo. Idéntica tristeza interpretativa nos invade cuando topamos con Lot y sus hijas, dignas discípulas de Malthus avant la lettre. Emborracharon al papá –que era el único semental que quedaba en la comarca- y lo usufructuaron una tras otra. Para que digan, luego, que el fin no justifica los medios. La especie se salvó, pero, ¡maldita sea!, nunca supimos qué tipo de vino bebió con largueza el bueno de Lot. Una pena.

La presencia del vino en la Biblia es abundante, lo que revelaría del pueblo hebraico una de sus inclinaciones domésticas más o menos esenciales. Sin embargo, ignoraremos qué tipo de vino preferían. Que esta imprecisión se diese en el Antiguo Testamento se entiende, pero que siguiese en el Nuevo Testamento no, pues priva a los modernos exégetas de una información relevante y de alguna tesis más que clarificadora: “En la última Cena, ¿qué vino tomaron los apóstoles, tinto, clarete o blanco?”

Según el evangelista Juan, el primer milagro de Jesús fue en Caná de Galilea. El, su madre y sus discípulos fueron invitados a una boda. En un momento, el vino se agotó. Así que Jesús, requerido por su madre, mandó llenar dos tinajas de agua y las convirtió en vino. No nos esforcemos. Jamás sabremos qué clase de vino prefería el Nazareno para emborracharse con sus amigos. Imaginamos que sería el mismo que convirtió en su sangre en la última Cena, pero no hay modo de saberlo. Y aquí sí que hubiera sido decisiva la precisión, porque un vino transformado en sangre divina no pudo ser cualquier líquido de la vid.

En fin, tras revisar las continuas referencias al vino bíblico, pensaba que éste sería siempre de idéntica calidad, eso, sí, imposible de precisar. Sin embargo, en el relato de la boda de Caná se dice que el agua transformada en vino por Jesús era mejor que “el vino que se había servido en primer lugar en la boda”. Información definitiva que demostraría que la Biblia, con su torpeza lingüística, no fue capaz de transmitir la variedad de vinos existentes en su tiempo y, también, que Jesús entendía de vinos, una cualidad que la teología jamás ponderó. Si Jesús no era un buen catador, habría sido imposible que el agua transformada en vino superase en calidad al primero que se sirvió en la boda.

Lo que no significa, como piensan desaprensivos vinateros del pasado y del presente que el vino escanciado con agua mejora su calidad.

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Víctor Moreno. Patrimonio de la humanidad

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Se han enzarzado dialécticamente, como quienes no quieren la cosa, Rafael Sánchez Ferlosio y Mario Vargas Llosa acerca de la llamada fiesta nacional de los toros.
El primero ha sentenciado que las corridas de toros no son patrimonio de la humanidad, sino una de sus vergüenzas más manifiestas, reflejando, más a más, la españolez de quienes las sostienen teóricamente con sus escritos más o menos esotéricos y prácticamente asistiendo a las plazas para ver cómo el torero filosofa sobre la muerte y hace arte matando a un animal indefenso.
El segundo ha replicado que los toros son un preclaro patrimonio de la humanidad y de la constelación de Orión según han determinado filósofos, pintores, artistas, sociólogos y, por supuesto, toreros insignes. Y que sólo una parva comprensión de las corridas de toros hace posible su rechazo, pues quien va a los toros es persona sensible, sentimental y culta. Para muestra, el propio Vargas Llosa.
A la vista de lo cual, resulta una pena que en tiempos de Jesús el Nazareno no hubieran existido corridas de toros, porque, a buen seguro, fueran los escribas o los saduceos, le habrían abordado al divino con la cuestión: “Maestro, ¿son la fiesta de los toros patrimonio de la humanidad?”.
Como no ocurrió dicho encuentro, nada diremos de lo que supuestamente pudo haber contestado Jesús de Nazaret. Ni siquiera valdría el consabido recurso de decir: “dad a los toros lo que es de los toros, y a la humanidad lo que es de la humanidad”.
El hecho de que los evangelios no terciaran en este asunto revela, en cierto modo, la falta de tacto cognitivo de la Providencia, pues en asunto tan dialéctico, que salta a la palestra cuando le pica a alguien la sarna de escribir y no sabe de qué hacerlo, la teología hace tiempo que tendría que haber resuelto dicha aporía. Si los teólogos de Trento se enzarzaron en dictaminar si Adán tenía o no ombligo, parece extraño que las corridas de toro, que ya en esa época levantaron hogueras dialécticas incendiarias en las clases cultas y analfabetas, no fueran objeto de un decretal definitivo por parte de sus eminencias teológicas. Digo definitivo, y no decisiones coyunturales para prohibirlas o permitir su asistencia tanto a los curas como a los laicos, según dictaran las circunstancias provechosas o no para la Corona y para la Iglesia.
¿Son los toros patrimonio de la humanidad?
La verdad es que a la humanidad le importan un pepino los toros y las corridas que se montan los hombres con ellas. La humanidad no existe.
Si la españolez, como esencia de lo español cutre, que dijera Ferlosio, no existe, como le replicaba oportunamente Vargas Llosa, cabe indicarle a éste que, tampoco, la humanidad tiene visos de existencia. Es una entelequia y una abstracción, con todas las trampas posibles y a disposición de su consumidor.
Así que, si para rechazar las corridas de toros hay que hacerlo por ser reflejo de una españolez más que cutre, barriobajera, o si, por el contrario, para defenderlas hay que considerar que son patrimonio de la humanidad, inexistente por más señas, ¿no cabría la posibilidad de intervenir diciendo “por qué no os calláis ya” y dejáis a los toros en paz de una puñetera vez?
Seguro que la españolez y la humanidad lo habrían de lamentar.

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Víctor Moreno. Modesta sugerencia

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Hay que ser muy sádico para desear a los demás lo que no quieres para ti, que es el fondo ideológico cabrón de quien se exalta y se lo pasa bomba imaginando lo mal que vivirán millones de personas sin un euro en el bolsillo en los próximos años.

Desear verbalmente el mal a los demás es el comienzo de cualquier crimen. Y manifestarlo con alegría y con vehemencia, además de reflejar un odio más o menos soterrado e irredento, es reflejo de una chulería cultivada desde la infancia en los reductos nunca desaparecidos del franquismo o de la autosuficiencia económica.

El exultante “¡que se jodan!” de la nínfula Fabra, más que un exabrupto tradicional y de las jons, es el reflejo atávico del estado mental que la derecha ha sentido y mostrado por la izquierda más o menos lumpen y de ribazo. Porque esta diputada, antes de que su gobierno anunciara al mundo la conversión del estado de derecho en estado de desecho, ya tenía formada en su cerebro la idea rijosamente respetuosa hacia las clases menos favorecidas de este mundo. Lo suyo no fue un acto de habla inconsciente, espontáneo e irreflexivo. En modo alguno necesitaba la retahíla de Rajoy para aclarar cuál era su protervo sentimiento acerca de los obreros y de los parados. Pensó siempre así y así seguirá pensando, a pesar de que haya pedido perdón y reconozca que dichas formas de hablar son incompatibles con su boquita de fresa.

Esa expresión es reincidente en el pensamiento de la derecha. En relación con la clase obrera, la derecha siempre ha pecado por obra y por omisión. Máxime si esta clase obrera estaba estigmatizada por los adjetivos de roja, comunista, revolucionaria y demás eufemismos derivados del maniqueísmo más obtuso. Históricamente hablando, la derecha lo único que ha estado haciendo con la clase obrera, parada o no, es joderla, por activa y por aoristo griego. ¿Qué fueron, si no, los cuarenta años de franquismo, la representación de una obscena jodienda de los rojos por parte de quienes ganaron la guerra civil?

En cierto modo, el grito de esta galopina del franquismo en el Parlamento, quizás, sea el tenebroso recordatorio de esa historia inmediata en que la derecha jodió cuanto quiso y más a quienes, desprovistos de cualquier poder, padecieron sin cuento la dictadura de La Culona. La derecha, y más la que mamó maneras facciosas de cierto sector franquista del PP, nunca ha tenido idea buena sobre la clase obrera, a pesar de que, en algún momento, haya pretendido ser el partido de los señores trabajadores, o de los ciudadanos sableados por el IVA.

El portavoz del PP en el Congreso, Alonso, aseguró que su partido amonestaría a esta lenguaraz por decir en público lo que toda la bancada de derechas dice en particular, pero que no esperase la chusma ninguna satisfacción de verla expulsada de su pesebre. Este portavoz, que parece haberse escapado por los pelos de un incendio, se equivoca si considera que esperábamos el cese de dicha parlanchina. Para nada. Conocemos bien la necesidad que tiene el PP de estos personajes de abajo para que digan lo que realmente piensan los de arriba y no se atreven a decirlo.

Lo que sí resulta desconcertante en esta anécdota es que su ilustrísima, el cardenal Rouco Varela, no tomara decretales en el asunto y excomulgara a esta deslenguada que tan feos modales anticristianos ha revelado poseer, a pesar de pertenecer a la mutualidad católica, apostólica y romana.

Lo que deseó esta diputada a los parados iba contra la línea de flotación de la propia Rerum Novarum, que ya es decir. Es la flatulencia más antievangélica que pueda echarse a la dentada cualquier discípulo del Nazareno. Una persona así, seguro que tiene cabida en un partido político como el PP, al fin y cabo, él y sus antecesores ideológicos se han pasado la vida jodiendo a los obreros, pero no cabe imaginarla en una iglesia que postula para sí el amor al prójimo por encima de cualquier contubernio.

De verdad. Esperaba algo más del ínclito Rouco. La Conferencia de sotanosaurios ha perdido una ocasión extraordinaria para poner en práctica lo que a bombo y platillo ha denominado Nueva Evangelización de España. La Providencia de la Crisis moral y económica, más lo primero que lo segundo, les había puesto a güevo una situación perfecta para demostrar cómo realmente entiende la iglesia jerárquica española dicha evangelización.

Da la sensación que a la Conferencia se le va toda la fuerza doctrinal en su lucha particular contra la cultura de la muerte, representada por los ateos y por los homosexuales, valga la redundancia, pero nada contra los malos cristianos que de modo tan ostensible ensucian el mensaje del evangelio. ¿Cómo puede inhibirse la autoridad de Rouco Varela ante el hecho de que una de sus acatolizadas miembras pida públicamente el mal universal para los parados, y lo haga, además, con expresión tan horrísona a los ojos del propio Martínez Camino? Una diputada, que se expresa tan diametralmente opuesta al evangelio de san Mateo y a la encíclica del papa actual Dios es amor, no puede tener sitio en una iglesia que pretende evangelizar España con, precisamente, las armas del amor y sus derivados vitamínicos.

Menos mal que la Conferencia Episcopal, si lo desea, que no querrá, dispone de otras medidas para enmendarse y corregir así esta primera equivocación. No. No les voy a pedir que reparta sus rentas y estipendios millonarios entre los parados, que es lo que proclamaría cualquier militante cristiano de base.

Mi propuesta va en otra dirección. Como quiera que el Gobierno anda neurótico perdido tomando medidas para recaudar fondos y de este modo rebajar la deuda soberana, rogaría a la Conferencia Episcopal que elevara al gobierno del PP una instancia solicitando que los presos de este país abandonaran ipso facto las cárceles españolas. ¿Imagina la Iglesia lo que se ahorraría el erario con esta higiénica medida? Seguro que con los euros obtenidos se podría sanear más de un banco malo.

Eso, sí. La Iglesia española tendría que comprometerse con dar cobijo hospitalario y alimentación a esta población reclusa egresada. Para ello, sería necesario habilitar los conventos de este país. La convivencia entre monjes y reclusos a buen seguro que daría origen a más de una vida santa y piadosa.

De llevar adelante esta obra de misericordia, la Iglesia secundaría las labores de su querido gobierno en su obsesión recaudatoria, y, mucho más importante, llevaría la buena nueva del Evangelio a esa parte de la sociedad que más lo necesita.

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Víctor Moreno. 1512

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No diré que estoy hasta las cisuras leyendo lo que se está publicando sobre 1512, porque me anima un sentimiento contrario. Tanto que me gustaría que esta fiebre por evocar dicha efemérides continuara. Sería una pena que se terminara esta mecha discursiva. Al fin y al cabo, materiales sigue habiendo para satisfacer a tirios y troyanos. Además, la derecha, siempre que se le recuerda el pasado, se pone muy nerviosa y reluce su talante autoritario y revisionista.

Se trata de una polémica anunciada, pues a Navarra, desde que se hizo “cristiana antes de de Cristo”, como decían los carlistas, le sedujo la práctica de cierto burdo maniqueísmo. Sólo que hasta hace poco sólo lo practicaban quienes heredaron las fustas de la guerra del 36. Ahora, la democracia nos permite ser maniqueos a los que nos acercamos a los hontanares de la historia, sea reciente o perteneciente al paleolítico inferior. Si la historia no sirviera para confirmar nuestras tesis actuales, ¿para qué invertir nuestro tiempo en ella? ¿Para buscar la verdad? Verdad es y será siempre lo que uno tiene por verdadero.

1512, o se trata de una celebración para quienes juzgan que Navarra entraba por el aro gozoso del destino universal de España y transformaba a los navarros en españoles, y, por tanto, forjadores concomitantes con los castellanos de la unidad de España; o se contempla como una conmemoración por quienes lamentaron que el Viejo Reyno dejaba de serlo para convertirse en una piltrafa institucional y un cero a la izquierda en el concierto internacional europeo.

A la vista de lo cual, no cabe sino preguntarse: ¿Existe alguna efeméride causal como la de 1512, a la que se le atribuyan tan magníficas y, a la vez, nefastas consecuencias para el devenir histórico de Navarra?

Resulta tenebroso que haya tanta gente que se sienta al mismo tiempo muy triste o muy alegre por unos hechos que tuvieron lugar –porque, ¿ocurrieron, no?- después de cinco centurias Eso demostraría que Navarra ha sido muy melancólica y muy sentimental. Poco cartesiana y nada racional; mucho menos después de 1512. La gente cambia mentalmente poco o casi nada. La dialéctica que aquí circula no es de ideas, sino de adjetivos, de sentimientos, de prejuicios y de costumbres basados en la argamasa de hechos de hace quinientos años o, peor aún, de hace 76. Unos hechos centrifugados por el túrmix ideológico actual de quien se acerca como un ladrón a ellos.

Estaba cantado que la derecha navarra saliese por sus habituales fueros de la manipulación y celebrara 1512 en términos españolistas, y que la izquierda lo hiciera por la conmemoración, lamentando una y otra vez la gran mentira del Católico y sus secuaces. Da lo mismo que la documentación diga esto o diga aquello. Lo que importa es lo que los hodiernos agramonteses y beamonteses sostengan.

Ninguno de ellos duda de que lo que ellos cloqueen es lo que realmente sucedió. Y, por supuesto, las consecuencias que de tal hecho se derivaron son las que ellos establezcan. Como este apartado, el de las consecuencias, corresponde más bien al imaginario personal que a la ciencia, a mí me gusta sospechar que, si Navarra hubiera salido indemne de la brutal invasión militar del Católico, no sólo disfrutaríamos ahora de la presencia de innumerables castillos en el paisaje, sino que, mucho mejor aún, entiendo que muy, probablemente, la peste del carlismo jamás habría tenido lugar en esta tierra, evitándonos tres guerras de mierda y una ideología de esparto que cabe en un papel de fumar; tampoco, hubiéramos conocido la existencia de un periódico tan nefasto y tan artero como Diario y un fascista hitleriano como su director Garcilaso, y, menos todavía, una tan inmerecida como cruel guerra civil, y un Opus Dei tan chorizo como quienes le han permitido su desarrollo.

Entiendo que en una celebración o conmemoración, lo ideal sería, primero, contar lo que pasó. No lo que la gente interpreta que pasó. Se da un salto ramplón que evita que, quienes celebran o conmemoran, no se pongan jamás de acuerdo. Ambos dan una importancia extraordinaria a lo que consideran que sucedió. Y ambos creen a pies separados en el principio de causalidad histórica. Podría decirse que, del mismo modo que los obispos creen en el providencialismo teológico, estos se apoyan en un providencialismo histórico irredento. Tanto que llegarán a sostener que somos lo que somos por lo sucedido en 1512.

Y que, después de 1512, hubo vida. Eso, sí, una vida espléndida para los conquistadores y sus herederos actuales, y una vida catatónica, para quienes se sienten aún agraviados por ese devenir histórico. Pero lo cierto es que nadie, que yo sepa, nos ha advertido de algo tan prosaico pero tan necesario de saber cómo fue la vida de las gentes después de 1512. Importa más saber si Navarra perdió de forma relativa o absoluta su soberanía institucional, que conocer si la vida cotidiana de los navarros, después de convertirse en españoles por la gracia de Dios y la voluntad traidora del Católico, fue mejor o peor. ¿Pasaron más hambre o la colmaron con más facilidad? ¿Pagaron menos impuestos? ¿Accedieron con mayor facilidad a los comunales, para cazar y coger leña? ¿Aumentó o disminuyó el índice de criminalidad? Y la demografía, ¿se resintió o avanzó en progresión geométrica? ¿Aumentó el índice de alfabetizados? Y las instituciones, además de recopilar leyes y ponerlas bonitas, ¿se acercaron más a los pueblos, a los ayuntamientos, a los ciudadanos?

Lo peor que puede suceder con estas efemérides es dedicarse en plan rapiña a rescatar unos hechos, y derivar de ellos unos interesados conocimientos como instrumento de coacción interpretativa, tal y como hizo el oportunista Borbón en la entrega del Premio Príncipe de Viana, sin que se le cayera a trozos el careto.

En la actualidad, y dado nuestro canibalismo ideológico, acercarse al pasado en plan adánico, no sólo es imposible, sino que será tenido como ingenuidad o como vulgar historicismo. Son muy pocos los historiadores que puedan escaquearse del sambenito de proxenetas u ordeñadores del pasado. En algunos, esta mácula nunca ha desaparecido de sus investigaciones. Meten las narices en los archivos con el exclusivo intento de justificar y apañar su ideología actual. Como el oportunista que le escribió el discurso al Borbón.

Hoy, el pasado sólo recobra sentido si se lo da el presente. No posee un discurso propio y una narración autónoma. Tanto que, leyendo algunos textos, se puede inferir que 1512 importa, no por contar lo que realmente pasó, sino por las supuestas consecuencias políticas que acarreó en siglos inmediatos y, ya es decir, en la actualidad.

Es posible que todos seamos hijos y nietos de 1512, pero habrá que convenir que unos lo son, o lo parecen, más que otros. Lo que, bien mirado, ni los hace peores o mejores ciudadanos actuales. ¿O, sí?

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