Víctor Moreno. Decir lo que nadie dice

El_RotoDijo el escritor Muñoz Molina en una entrevista que los “referentes intelectuales de este país no habían estado a la altura de las circunstancias”, sin especificar cuánto metros mentales serían necesarios para estarlo. No obstante, en honor de la precisión inculpatoria, aclararía que “cuando hablo de la pérdida del espíritu crítico pienso en gran medida en mis propios colegas”. Para mayor vergüenza de estos y de él mismo, sostendría que sólo El Roto había conseguido, como intelectual, salir honroso de esta crisis, que desde 2007 –desde 1970, según otros-, hace estragos en casa del pobre.

Marías, herido en su amor propio humilde, le pediría más seriedad y menos tópicos rancios. Para empezar, negaba que El Roto fuese un intelectual, ya que “sólo hace viñetas, a las que le faltan argumentación”, y un tipo así no puede ser Zola. Y, para seguir, sus compañeros de página, “Savater, Vargas Llosa y Pradera, Ramoneda y Juliá, Azúa y Grandes y Millás, Torres y Rivas y Cruz, Montero y Lindo y Aguilar y otros que no caben aquí, y eso intenta también quien esto firma”, sí habían intervenido como intelectuales ante la crisis.

Para más rechufla, Marías apelaría a la hemeroteca, la cual, mostraba que, si alguien no había escrito ni una línea referente a esa crisis, económica y política, había sido el propio Muñoz Molina, que “lleva años escribiendo en prensa, principalmente, sobre exposiciones neoyorquinas, fotógrafos, e intérpretes de jazz”. La conclusión era vejatoria: “Por eso me extraña que él se permita ofender al conjunto de sus colegas con unas afirmaciones que en el peor de los casos parecen una falsedad y una injusticia, y en el mejor una exageración a la ligera”.

Al margen del infantilismo endogámico en el que ambos escritores naufragaban, cabría preguntarse, siguiendo el reguero de los nombres que se citaban, si hablaban de intelectuales o de otra cosa. ¿Lo son?

Si, como dice el primero de la lista, “el intelectual va siempre detrás de la realidad; uno trata de ponerse a su altura, pero llega al día siguiente”, responderemos que, en efecto, lo son. Siempre llegan tarde a la cita con la realidad. Y si, como sigue afirmando dicho number one, “los intelectuales son como las putas, intentan contentar a todo el mundo”, entonces, la conclusión no puede ser más concluyente: son todos los que están aunque no estén todos los que son.

Hace unos años, Haro Tecglen sostuvo que los intelectuales en este país, más que no existir como clase –lo que haría la delicia de Marx-, lo que hacían era convivir felizmente con el sistema político y económico que les daba de comer. Tanto que, debido a este pesebrismo, habían desnaturalizado su tradicional función, aquella que les había encomendado la burguesía humanista: criticar al poder sin que se notara demasiado. Y, desde luego, en los años en que hablaba Haro, se les notaba demasiado que no estaban por la labor de ser moscas cojoneras de la democracia.

Después de visto, se puede asegurar que ciertos intelectuales –por supuesto, los que citaba Marías, pero, otros muchos más de sus colegas-, forman parte de un fenómeno sociológico evidente: si fueron alguna vez de izquierdas, ahora, no se les nota una cana, a no ser que ser antinacionalista les imprima ese carácter. Sólo un detalle. En 1975, se declaraban republicanos; hoy, si no son monárquicos, les faltará muy poco.

Estos intelectuales de prestigio han sido absorbidos y neutralizados por las mismas causas que llevan al precipicio a los corruptos: ambición, poder, dinero y fama. Para colmo, utilizan el medio en el que escriben como garantía de su esencia y pureza intelectual. Algunos siguen creyéndose que pertenecen a un “intelectual colectivo”, como llamó Aranguren al periódico de Polanco en 1981. Hace ya mucho tiempo que dicho papel dejó de ser “el intelectual por antonomasia” y, en cuanto a lo de “colectivo”, nunca lo fue. Así que la fonje discusión en diferido de Marías y Molina apenas tiene cabida. Sería pedir peras al olmo. El intelectual “aprisado” es un intelectual cautivo que, por principio categórico, no puede ir a contracorriente de los intereses de quien le da de almorzar.

Se trata de intelectuales que han practicado muy poco la fórmula de Adorno “decir lo que no se puede decir”, premisa ética de un intelectual libre.

¿Qué se esconde detrás de esta fórmula de Adorno? Actualizándola, diríamos que se refiere a la lucha contra los problemas que el poder ocasiona a los ciudadanos por razones intrínsecas a su quehacer político y económico, y que fundamenta en decisiones legales, pero, en ocasiones, injustas y arbitrarias. Precisamente, ha sido el poder en estos últimos años quien ha cultivado este tipo de razones, que ha revestido con el ropaje esotérico de lo que no se puede decir, amparándose en que se trata de asuntos difíciles y complejos, imposibles de ser comprendidas por las masas.

Algunos pretenden hacer creer que la realidad es difícil de explicar y complejo su conocimiento. Si lo es, no lo será por sí misma, sino por el pensamiento burocrático y torticero que la envuelve. En estas circunstancias de dificultad interpretativa, quien lo intente y dé explicaciones nada coincidentes con el discurso del poder se encontrará con admoniciones por haberse metido en camisa de once varas, es decir, por decir lo que no se puede decir, y, por tanto, sus explicaciones formarán parte de lo heterodoxo, lo incorrecto, lo inconveniente y lo que incomoda. De ahí su prohibición y represión democrática en aras de una supuesta libertad de expresión, que ni es libertad, ni expresión.

Es en este terreno, donde la presencia de los intelectuales se hace más necesaria. Para decir lo que nadie dice, para agitar y mantener viva la duda ante tanta ofensa intelectual, ante tanta definición concluyente, autoritaria y excluyente, ante tanta sevicia perpetrada bajo los auspicios de una legitimidad cada vez más inmoral.

Ahí es donde el intelectual tiene un trabajo descomunal, elaborando reflexiones e ideas que se alejen de las evidencias que establece el poder y formulando los problemas desde otra mirada, de modo que sus soluciones no pasen por el entramado institucional del pensamiento burocrático o apresado bajo el amparo del poder, sea el que sea, sino desde abajo, desde la propia sociedad.

Un intelectual, si algo hace, es describir y explicar lo que nadie cuestiona, lo que nadie se atreve a decir, generando interpretaciones que hacen visibles aspectos nuevos de la realidad. En este sentido, dudo mucho que la ética de la lista de intelectuales de Marías cumpla con el compromiso de Adorno. Su modo particular de habitar el espacio que la sociedad les asigna deja muchísimo que desear, pues todo lo que dicen y han dicho estaba tan bien dicho que al poder le ha entrado por una oreja y le ha salido por la otra. Para mayor sonrojo, este mismo poder les ha pagado por decir lo que han dicho.

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Víctor Moreno. Idiotas morales

idiotHace ya unas décadas, el ensayista Norbert Bilbeny acuñó la expresión “idiota moral” para referirse a aquel individuo que, teniendo un grado más o menos óptimo de desarrollo de su inteligencia, era, sin embargo, incapaz de distinguir las implicaciones éticas de sus actos y de sus decisiones. En algunos casos, tan alarmante era el grado de su idiocia moral que muchos eran incapaces de distinguir el bien del mal, sobre todo cuando éste afectaba a la infelicidad de los demás.

Si se repara en la historia más reciente, se comprobará que muchos presidentes de gobierno, elegidos democráticamente, han sido idiotas morales en grado superlativo. Es más. Da la agria sensación de que la condición inexcusable para serlo consistía  precisamente en poseer dicha incompetencia ética. Entre ellos, podría contarse Bush, pero, también, los secuaces que le apoyaron en la Guerra del Golfo, Aznar y Tony Blair, los más brillantes idiotas morales de estos últimos tiempos. Sus predecesores fueron Churchill y, sobre todo, Truman, quien, sabedor de la masacre que iba a perpetrar con su decisión genocida, permitió asesinar a la población de Hiroshima y Nagasaki. Todas estas ilustres prendas, y muchas más, hicieron oídos sordos a su inteligencia sensible del dolor ajeno, convirtiéndose en genocidas.

Desgraciadamente, el idiota moral no ha desaparecido. No es animal en proceso de extinción. Todo lo contrario. Los tenemos ahí fuera, moviéndose como reyes del mambo de la corrupción. Y, para colmo, alardeando de que todo el mal que hacen, lo hacen legalmente. Tanto es así que el cómputo de personas con cargos públicos importantes, que hacen gala de ser auténticos idiotas morales, es incontable. Son tan idiotas que no perciben siquiera la banalidad del mal en la que están instalados. Algunos se regodearán, incluso, diciendo las mayores sandeces. La mejor imagen que podría describir este aserto la representaría la bromatóloga Barcina cuando equiparaba sus 3443 euros por no hacer nada con el sueldo de un albañil a destajo.

Como digo, no hace falta salirse del marco geográfico de nuestro país para contemplar in situ en qué consiste el desarrollo mayúsculo de la idiocia ética. Porque Navarra, en cuanto a idiotas morales, ha producido en las últimas décadas una producción importante de tales homínidos. En la actualidad, recogiendo el testigo inmoral de Urralburu, Aragón y Roldán, tenemos idiotas morales para exportar: Barcina, Sanz, Miranda, Maya, Iribas, por un lado, y, por otro, García Adanero, Catalán, Jiménez, que se escudan en “normas estatutarias inadecuadas” -¡qué cinismo!-, para guindar dinero público y no devolverlo, a pesar de reconocer su pecaminosa fuente de procedencia..

El problema es muy grave. Porque la descomposición ética y moral en la que chapotean estos idiotas se ve, paradójicamente, respaldada por la propia Ley, que ampara cualquier sevicia, incompatible con un mínimo desarrollo ético personal. Pues una ley que permite la indignidad moral para hacerse rico no puede ser una buena ley. Resulta sintomático señalar que la mayoría de estos idiotas morales suelen recabarse entre gentes que continuamente alardean de que la ley está por encima de todo, de que todos somos iguales ante ella y de que quien la hace la paga.

La descripción de esta gravedad estructural podría entenderla hasta el ex presidente Sanz: una ley, que da cobijo a forajidos y ladrones de guante blanco y negra intención, no puede ser una ley justa y buena. No es ley, es trampa. Sólo los idiotas morales aceptan sin sonrojarse que una ley te permita enriquecerte con el dinero público sin menoscabar el principio de cualquier ética. Una ley, que permite enriquecerse de ese modo fraudulento, no sólo es una ley ciega e injusta, sino, también, arbitraria, hecha únicamente para justificar y legalizar el estupro, el cohecho, la prevaricación, sin tener que pasar por el juzgado. Una ley, que hace posible que un individuo pueda guindar dinero público a espuertas, no merece el nombre de ley. Es un atropello jurídico. Es un crimen. Y quien se escuda en ella un pervertido.

Los idiotas morales no nacen por generación espontánea, ni son producto de un genoma artero y choricero. Los idiotas morales nacen, se desarrollan y crecen al calor de leyes injustas, discriminatorias y vejatorias. Y se trata de unas leyes que se mantienen en vigor, porque su cumplimiento y su funcionamiento dependen de otro idiota moral.

Hay corruptos e idiotas morales, porque hay corruptores. Lo que complica mucho su desaparición. En Navarra, después de haberlos puesto en la picota, no se dan ni por aludidos. Y ahí siguen gobernando el país. Es triste constatarlo. Pero la comunidad foral lleva gobernada durante un montón de años por idiotas morales de primera magnitud. Casi resulta extraño que dicho virus no se haya convertido ya en epidemia estructural e institucional. ¿O ya lo es?

Conviene saber que esta especie no cambia fácilmente de modales. Primero, es necesario hacerles ver que son idiotas morales, porque ellos, per se, no lo admitirán. Su regreso al redil es aparente. Algunos, hasta devolverán el dinero guindado, pero serán incapaces de renunciar a su carácter, pues defenderán su inocencia asegurando que lo obtuvieron de forma legal y respetando las reglas jurídicas. Comportamiento explicativo que revelaría cuán idiotas morales son y cuán difícil resulta erradicar el mal en que están instalados. Siguen sin entender que existen leyes que no lo son, sino escaramuzas jurídicas para suplantar la ética que debe primar en cualquier comportamiento. Si devuelven lo robado, lo es por presión social y por motivos espurios que nada tienen que ver con la ética que se les reclama-

Unas normas, que justifican el despilfarro, el robo y el agravio comparativo, no son normas dignas para organizar la vida de los individuos. Son normas intrínsecamente perversas. Y, si no se entiende esto, es porque, en efecto, uno tiene que ser, pero mucho, un idiota moral, de los pies a la cabeza.

Por todo ello, ya va siendo hora de hablar de genocidas económicos, porque el mal que desatan en la sociedad es cada vez mayor. Una legislación que permite  que los banqueros o ex ministros de gobierno, gocen de pensiones dignas de Creso, son leyes tan injustas que sólo un idiota moral –llámese Felipe González o Aznar-, pueden aplaudir su existencia.

El filósofo Kant aconsejaba: “Nunca discutas con un idiota. La gente podría no notar la diferencia”. Si esto pasa con un simple idiota, ¿qué de peligros no conllevará el hacerlo con idiota moral? Infinitos. Así que lo mejor será enviarlos a todos al desierto de Gobi: a ordeñar alacranes.

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Víctor Moreno. ¿Somos lo que leemos?

readingA estas alturas, las relaciones entre comer y leer se han convertido en más que mero juego palabrático. La palabra como alimento del espíritu ha constituido una metáfora desde que el sacerdote Ezequiel aseguraba que se comía las palabras de Yahvé como si fueran boquerones del río Quebar, en tierra de los caldeos, allá por el año 593 a. de C. “Abre la boca y come lo que te presento”, dice la Biblia. Y Ezequiel, todo obediente, se tragó el papiro. Y lo mismo conminaría un ángel a Juan, el evangelista: “Toma y cómelo” (el libro) y amargará tu vientre, mas en tu boca será dulce como la miel”.

En un plano más animista pero no mucho más que el de estos personajes bíblicos, ya existieron tribus que se comían cualquier marranada, digo manuscrito, papiro, documento, y, con el tiempo, libros. Los llamaron bibliófagos. Consideraban que, al tragarse tales papeles, su contenido pasaba por ósmosis a sus cerebros y, mucho más, a sus almas, las cuales, a partir de dicho trasvase, entraban en coma y en relación transcendental con su bazo, sobre todo, si acompañaban la ingesta del papel con alucinógenos, que era lo más habitual.

La afición comelibros nunca se aminoró, y así, en 1783 Francis Emmerick Treveyland creó el Boook Eater´s Club, Club de comedores de libros, cofradía de una elite que, por lo que se sabe, no se comía cualquier fritanga libresca. Los libros que se comían, una vez cocinados, tenían que tener, además de contenidos sublimes, buena presencia. Por ejemplo, a Don Quijote de la Mancha se lo comieron en dos ocasiones, dos ediciones espléndidas según cuentan en sus memorias. Y no consta que sufrieran diarreas a posteriori. Ignoramos qué les habría sucedido caso de haber ingerido algún libro de Goytisolo o de Muñoz Molina.

Es verdad que se hacen analogías entre leer y comer, pero no se cae en la deliciosa tentación bromatológica de indicar a qué tipo de comida recuerda un autor o una de sus novelas. Y no se entiende bien esta dejación, porque la analogía gastronómica la entiende cualquiera, incluida la gente que lee sólo best sellers. Los críticos sobrados suelen recordar que un autor determinado recuerda al mejor Baroja o al más atrevido de los Truman Capote, pero no a un chuletón de buey, o a una buena merluza del Cantábrico, pescada, por supuesto, con anzuelo.

Hace años se decía que los relatos de Javier Tomeo sabían a croquetas. Se afirmaba con recochineo, pero, probablemente, fue la mejor alabanza que se hizo del escritor oscense. Mucho más que comparar su mundo literario, como así se hizo, con Thomas Bernhard y con Luis Buñuel. ¡Vas a comparar, tú, unas croquetas de langosta con una novela de Aramburu!

Si la comida te hace ser de un modo determinado, habría que concretar en qué se convierte alguien cuando come lo que come. Los gastrósofos del pasado sostenían que el consumo de carne generaba violencia en quienes la consumían. Tanto es así que ciertos jueces cachondos llegaron a considerar si dicha ingesta no podría considerarse como circunstancia atenuante a la hora de juzgar la violencia de algunos energúmenos que la pagaban rompiendo el costillar de sus congéneres. Igualmente, se dictaminó que el consumo exagerado de patatas producía tristeza y melancolía, o, mejor dicho, la aumentaba en quienes no podían comer otra cosa, que eran casi todos los pobres de solemnidad. Y, en época en que el bacalao no estaba al alcance de cualquier prima de riesgo, se sugería que su consumo producía idiocia, y para muestra ahí estaban las tribus del norte, que, bastaba con mirarles a la cara, para darse cuenta de que eran tontas perdidas.

Somos lo que comemos, pero nadie dice qué es lo que somos en verdad, en términos metafísicos, claro. Lamentablemente, está todavía sin concretar qué parte de nuestra esencia e identidad históricas se debe al consumo de huevos o de espárragos. ¿Está determinada la identidad de una sociedad por el tipo de alimentación que hace? ¿A qué efecto alimentario se debe, por ejemplo, el entusiasmo foral que ha padecido desde antiguo la sociedad navarra? ¿Al espárrago silvestre? ¿A la borraja? ¿Al pacharán?

Lo mismo cabría apuntar con las lecturas que hacemos. ¿Somos más inteligentes, o nos volvemos más listos si leemos novelas o ensayos de escritores listos e inteligentes? ¿Cómo podemos saber que una novela es inteligente si leemos para serlo? ¿Sólo siendo inteligentes podremos elegir lecturas inteligentes? ¿Y cómo sabré, en definitiva, si soy inteligente?

Si la Fundación Alimentación Saludable, incluida en la Sociedad Española de Dietética y Ciencias de la Alimentación (SEDCA), ha creado una calculadora nutricional «on line», donde relaciona las propiedades nutricionales de más de 1.000 alimentos, indicando, además, datos importantes relacionados con su ingesta recomendada, ¿no sería ideal que en el consumo de libros existiera idéntica calculadora lectora? Si somos lo que leemos, se entenderá bien la necesidad de disponer de dicho artilugio. Podría orientarnos acerca del valor nutricional de las lecturas que hacemos. Saber con exactitud la cantidad de alfalfa espiritual –y que cada cual traduzca este término en los ítems que considere oportunos-, cuando consumimos un determinado libro o un determinado periódico, no es asunto baladí.

La Iglesia, que en esto también nos lleva una ventaja de siglos, para eso es madre y madrasta artera, ya elaboró en su día una especie de “calculadora nutricional lectora”, que llamó Índice de libros prohibidos, y que por estos lares circuló como Novelistas malos y buenos, de Pablo Ladrón de Guevara, y, más tarde, como Lecturas buenas y malas a la luz del dogma y de la moral, de Antonio Garmendia de Otaola, ambos jesuitas.

Incluso los partidos políticos deberían aprender. Si ya de por sí todos ellos instrumentan cualquier manifestación cultural, a nadie le extrañaría que propusieran un Plan Lector para que la gente se afianzara ideológicamente en las líneas marcadas por su dirección orgánica. Se trataría de un Plan Lector que, obviamente, tendría que estar formado por autores y títulos, del pasado y del presente, un catálogo de obligada lectura, no solamente para el militante, sino para el votante y el contrincante.

El problema podría surgir cuando se hiciera manifiesto que algunos partidos políticos, ideológicamente contrarios, propusieran idénticos autores y títulos de libros. Es posible que, entonces, la relación entre leer y ser entrara en crisis. O no. ¡Quién puede saberlo!

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Víctor Moreno. Noticias culturales

pila-de-periodicosDesde siempre, me ha sorprendido la cantidad de “cultura” que regalan los periódicos. No hay día donde no se haga constancia de algún evento con semejante etiqueta. Se diría que un periódico sin su correspondiente sección cultural dejaría de ser. Sin embargo, a pesar de esta uniformidad, no todos los papeles mantienen idéntica relación con dicho concepto.

Probablemente, porque tienen de éste una idea distinta de lo que significa. O porque jamás se plantearon una definición de cultura acorde con la línea ideológica del propio periódico. De ahí que sus noticias presenten contradicciones culturales alarmantes. Algunos se consuelan diciendo que eso se debe a la pluralidad informativa. Ya.

Por el contrario, el periódico del fallecido Polanco siempre supo de qué hablaba cuando hablaba de cultura. Desde su aparición, en 1976, mantuvo una sección dedicada no a la cultura, sino a LA cultura, que, aunque parezca lo mismo, no lo es.

Si, en un principio, el carácter chulesco de dicha formulación exclusiva y excluyente molestaba, con el tiempo se aminoraba aquella impresión enojosa y se terminaba agradeciendo al periódico el hecho de que lo que ofrecía en sus páginas era garantía, no de cultura, sino de LA cultura. Nunca dio cobijo a hechos y noticias que de cultura no tenían nada. Hablaba de la cultura de verdad, la fetén, la que había que consumir si alguien deseaba ser persona culta. A quienes leían dicho papel, profetas como Savater y Vicent les aseguraban un baño cultural de tal índole que, por ósmosis, se transformarían en ciudadanos democráticos ejemplares.

El donostiarra lo tenía tan claro que afirmaba que «El País no necesita buscar los acontecimientos para dar cuenta de ellos, pues son más bien éstos los que le buscan sin tregua para darse cuenta de sí mismos». Y en el mismo artículo sostenía: «Sus editoriales no son la razón ni la verdad, aún menos la buena o la mala nueva; pero sus verdades suelen venir lo suficientemente razonadas como para que hasta sus errores resulten inútilmente refutables»(5.6.1986).

En medio de aquella fatuidad intelectual, brillaba la humilde postura del resto de los   periódicos, los cuales jamás perpetraron semejante osadía, y, de forma tímida aunque contundente, hablaban siempre de cultura. Nunca de LA cultura. Y algunos, como Diario 16, de Culturas.

Las cosas discurrían de este maniqueo modo cuando el periódico cebrianesco, después de servir a LA cultura durante más de veinte años, decidió sin explicación alguna pasarse a la oposición y hablar como ésta de cultura. Hasta hoy.

Las repercusiones psicológicas e ideológicas de dicha transformación expresiva nunca fueron analizadas, pero tuvieron que ser tremendas.

Intelectuales y lectores prisanos seguro que entraron en coma cultural. Debieron de sentir en lo más hondo de su planicie craneal que el periódico les había estado engañando durante más de dos décadas, ya que, en lugar de informarles de LA cultura, lo que había hecho, en realidad, fue darles alfalfa cultural a secas. Todo lo que durante años habían valorado como parte de LA cultura era simplemente cultura. Como la que podía ofrecer cualquier hoja de parroquia.

Sin duda, resulta desalentador que el único periódico de este país, que decía saber qué era LA cultura, reconociera de sopetón que durante lustros había estado mintiendo a sus lectores y que de cultura sabía lo justo, es decir, lo que todo el mundo: es decir, nada definitivo. Que la cultura, en realidad, no existe, sino lo que uno tiene por tal.

Desde que dicho papel dejó huérfana de LA cultura a la sociedad, aquí ya no se aclaró nadie. Ni el propio papel. Con señalar que, actualmente, perora de la “cultura de la prima de riesgo”, de la “cultura del crecimiento” y de la “cultura de la austeridad”, está insinuada la posible catástrofe que asuela dicho término.

Sé que establecer el principio de causalidad de un fenómeno general es tan complejo como difícil. Así que me limitaré a señalar a los medios de comunicación –y en esta inferencia no excluyo ningún artilugio mediático-, como comparsa responsable en alimentar la confusión del término cultura. En ella integraría, también, los últimos análisis del elitista Vargas Llosa, quien en su libro La civilización del espectáculo (2012), culpa a Bajtín y a sus seguidores de abolir las fronteras tradicionales entre LA cultura y la cultura, y, más exactamente, entre cultura e incultura. Sin embargo, lo que realmente hizo Bajtín fue elevar la llamada cultura popular, como representación de las experiencias humanas más compartidas por el hombre y la mujer, a categoría conceptual. Que la cultura popular haya destruido LA cultura, que defiende Vargas Llosa, es una quimera fruto de un estomagante elitismo.

Es verdad que muchas personas, cuando leen el periódico, las únicas páginas que se saltan, además de los suplementos literarios, son las ubicadas en la sección denominada cultura. Si desaparecieran, no las echarían en falta. Pues para ellos la cultura es otra cosa, está en otras páginas y en otro lugar. O puede que se halle en todos los sitios, excepto en los periódicos. Incluso, piensen que cultura y periódico sean términos incompatibles. Pues, como decía T. Bernhard, la lectura de periódicos es inversamente proporcional con el desarrollo intelectual y cultural de los individuos. ¿Lo es? Ni idea.

Lo que sí se puede asegurar es que los periódicos de hoy están poniendo patas arriba el concepto de cultura a secas. Que en su sección de cultura aparezcan titulares de este jaez, “Carolina Cerezuela y Carlos Moyá, padres de un niño” y “El cantante Justin Bieber regala su hámster a una de sus fans”, quizás, no sea motivo para convertirse en un apocalíptico, como Vargas Llosa, y denunciar semejante blasfemia en el sancta sanctorum del saber, pero da que pensar. Sobre todo, cuando dicha licencia se la permite un periódico que hasta ayer mismo hablaba de LA cultura.

No sé si el titular “Belén Esteban viaja a EEUU para recuperar el ánimo”, pertenece a la sección cultural del periódico o a la sección de encurtidos. De momento, digamos que, culturalmente hablando, resulta tan insultante como perturbador. O, como diría E. Morin, complejo. Así que convendría no rasgarse las vestiduras de nuestro sentido más o menos elitista de lo culto, porque, a fin de cuentas, ¿qué diferencias en materia cultural habría entre ese titular y el siguiente “Eduardo Galeano sigue hospitalizado en Montevideo”.

¿Muchas? Pues, entonces, habría que decírselo al periódico donde aparecían ambos titulares. Los dos se encontraban en la misma sección que llaman cultura. A no ser que consideremos que el primer titular es cultura a secas, y el segundo parte indiscutible de LA cultura.

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Víctor Moreno. Crítica literaria y memoria histórica

ayer-no-masLas relaciones entre literatura y política despiertan muchas sospechas entre quienes tienen unas ideas políticas contrarias a las que se defienden en una determinada creación literaria. Por el contrario, si el mensaje, ideología y pensamiento, transmitidos de forma implícita o explícita en una novela, coinciden con las ideas que tiene el crítico, entonces, los componentes ideológicos se transformarán en elementos fundamentales para valorar dicha creación.

Lo más extraño de este estado de cosas es que algunas novelas sigan siendo objeto de un minucioso análisis político e ideológico y, en cambio, otras no reciban jamás una parrafada crítica. La discriminación crítica, en este sentido, es estructural. Por ejemplo, rara habrá sido aquella novela, escrita por un autor vasco, que no haya sufrido el escáner crítico de lo ideológico, siempre abducido por el estándar clásico de si aquel denuncia a ETA, mientras que novela, escrita por un manchego o andaluz jamás será objeto de análisis ideológico. Al parecer, los escritores castellanos y andaluces son, ideológicamente, unos eunucos.

La crítica literaria ha dado tantos ejemplos sobre esta manera de actuar que confirman que la política e ideología son muchas veces quienes deciden el valor estético y literario de una novela. Si a un crítico no le agrada una novela por motivos ideológicos, ya se las ingeniará para encontrar defectos literarios y justificar así su desagrado. Por el contrario, si una novela le encanta, porque sus planteamientos ideológicos coinciden con los propios, no tardará en elevar a categoría suprema literaria dicha novela.

Este comportamiento maniqueo sirve tanto para quienes se declaran ideológicamente de izquierdas como de derechas. El reciente premio Cervantes, Caballero Bonald, indicaba que «un ultraderechista de ninguna manera puede ser un buen escritor o un buen artista. Puede parecer excesivo e incluso rozar la injusticia, pero me gusta opinar que eso es así». Y, como a mí me gusta, pues así tiene que ser. Del mismo modo, el crítico Azancot opinaba que un escritor que fuera comunista tampoco podría ser buen escritor. Y ponía como ejemplo a Alberto Moravia. Por esta regla de tres, acabaríamos sospechando de todos aquellos que, en definitiva, no piensan ni sienten como uno siente y piensa.

Desgraciadamente, los tentáculos de estas arteras disquisiciones de interpretar y enjuiciar el valor de una obra son muy largos y alcanzan cualquier tipo de materia.

El penúltimo caso con el que me he tropezado -digo penúltimo porque estoy seguro de que la semana que viene me toparé con otro-, es la reseña que Jordi Gracia ha vertido sobre la novela de Trapiello, titulada «Ayer no más», cuyo tema de fondo es la llamada «memoria histórica».

Como el planteamiento de la novela sobre este asunto es coincidente con el que Gracia tiene sobre el particular, el texto es maravilloso literariamente. De este modo, alabará al autor por haber reducido «la doctrina sermoneadora contra los excesos de la memoria». Eso, sí. En ningún momento, el crítico indicará quién o quiénes representan dicha doctrina y dicho púlpito.

El crítico la considerará como «la mejor novela» de su autor hasta la fecha, lo que tiene su retranca lastimera.

¿En qué argumentos literarios se sostiene dicha aseveración? Los que se aducen son muy pobres, y, además, constituyen un precipitado de lugares comunes que bien pueden aplicarse sin desentonar a cualquier novela de trazado histórico. Véase, si no, su formulación: «La trama, los personajes, el coro de voces que nos la explican viven en sus respectivas primeras personas el drama de enfrentarse al pasado desde el presente, pero siempre con el pasado más desnudo a la vista. Y todo lo vivo en el presente, incluido el pasado, es negociable y administrable, forma parte de nuestros intereses no solo puros e inmaculados sino también espúreos (sic), a veces inciertos y demasiadas veces calculadísimos».

Siguiendo este reguero ideológico, más que literario, el crítico sostendrá que «esta no es una novela contra la memoria histórica, sino contra la beatería interesada de la memoria histórica».

No es verdad. La novela de Trapiello es una novela contra cierta memoria histórica. Una cierta memoria histórica, que, al no coincidir con su interpretación, ridiculizar como beata.

«Es verdad que, como dice el crítico, la memoria es interesada y selectiva. Pero lo es, como lo pueda ser, también, la utilización que el propio crítico y escritor hacen de ella. ¿Y beata? El crítico es esclavo de descalificar la memoria histórica de los demás con los adjetivos que desee, pero por el mismo precio tendría que aceptar que existan personas que consideren que la memoria histórica de Gracia y Tarpeillo sea idéntica a la memoria de la derecha actual, heredera ideológica de quienes perpetraron los asesinatos del 36 y dieron origen a todo tipo de memorias,sea  beata, equidistante o circunfleja».

No es verdad que «sólo por razones del oficio literario», Trapiello haya escrito «su relato más vivaz y auténtico, el más creíble y valiente».

Si la visión del novelista sobre esta memoria histórica no coincidiera con la que tiene el crítico, jamás este se habría prodigado de forma tan efusiva sobre dicho texto. Luego habrá que suponer que su juicio también es interesado.

Dice Gracia que «las miserias de la historia son patrimonio universal de la humanidad, incluida la herencia abusiva e instrumental de la memoria vencida».

Decir que las miserias de la historia son patrimonio de la humanidad es como decir que son patrimonio del lucero del alba. No lo es, en cambio, sostener que los herederos concretos de esas miserias inmerecidas son gente que está instrumentalizando de forma abusiva el asesinato de sus familiares en la guerra civil.

Esto es un sarcasmo y un insulto. Y, si no lo es, atrévase a decirlo públicamente delante de dichos familiares, cara a cara, mirándoles a los ojos… tratando de descubrir en ellos esa «herencia abusiva e instrumental…».

Quizás se dé cuenta, entonces, que lo único abusivo e instrumental en esta historia radique en utilizar una novela para justificar el propio pensamiento sobre cierto segmento del pasado.

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