Víctor Moreno. ¿Qué queda después de leer?

bookProbablemente poca cosa, pero para consuelo de quienes son lectores compulsivos digamos que la respuesta podría reducirse a este conjunto de variopintos efectos, más o menos perdurables: un manojo desordenado de sensaciones y sentimientos, impresiones de variada naturaleza, algún estremecimiento o sacudida interior, analogías recurrentes, verdades e intuiciones, asociaciones y evocaciones poco insólitas, falsas verdades, imágenes borrosas, mentiras piadosas, idealizaciones, prejuicios a posteriori –son los prejuicios que te llevan a no leer a un autor después de haberlo leído y no soportarlo-, personajes irreales y algún que otro bostezo memorable…

Como se ve, de todo un poco y mucho más que cualquier lector avezado podría añadir para contentamiento de su ego. Digamos que los libros que hemos leído recuerdan más al sujeto que éramos que al título o autor o, incluso, a los personajes que, en un tiempo, se dedicaban a identificarnos íntimamente. Y lo que evocan no tiene, a veces, nada que ver con la literatura, sino con los bostezos memorables que nos han proporcionado. No asustarse por el exabrupto, pues hasta leyendo Ana Karenina se cabecea más que un títere. Y a Proust ni te cuento.

Más aún. He conocido a un tipo que me aseguraba que solo se dormía leyendo Cien años de Soledad, de García Márquez. Que había sustituido al valium por esta novela. Y otro al que le era imposible echar la siesta no sin antes leer un fragmento de Mañana en la batalla piensa en mí, de J. Marías. Incluso, tuvo la gentileza de señalarme aquellas páginas que contenían mayor carga dormidera.

Particularmente, afirmo que la literatura jamás me ha servido como valium. Ni siquiera las novelas de Pérez Reverte creadas para tal fin, lo que cuestionaría los consejos de los entendidos en farmacopea literaria, sección particular de somníferos. Solo la prosa de Thomas Mann y en idéntica medida algunos feroces ladrillos de Sánchez Ferlosio me ocasionaron alguna cabezada que otra.

Una vez, propuse a un grupo de profesores que indicaran en una hoja qué autores y qué títulos habían conseguido llevarlos a los brazos de Morfeo en un abrir y cerrar de hojas. En un principio, pensé que la propuesta los descolocaría, pero no fue así. La tomaron como lo más natural. La mayoría de ellos estampó en un folio autores y títulos que harían sin desmerecer la competencia a la Dormidina, al Valium 10 mg o al jugo dosificado de amapolas.

En el coloquio posterior, más de uno aseguró que lo que recordaban de algunas novelas era su efecto dormidero. La información fue tan abundante que elaboramos un cuadro descriptivo con los autores y las novelas más dormideras de estos últimos años. Hablando de autores, referiré que a Millás, por ejemplo, no lo citó nadie. A Eduardo Mendoza, tampoco. Detalle que convenimos en tomarlo con cautela, porque para lograr que un autor te duerma con un libro se necesita cierto salero. Muchos lo pretenden, pero no lo consiguen.

Juan Goytisolo fue somníferamente vitoreado en varias ocasiones. Lo mismo que Marías. El más votado fue Muñoz Molina, triunfo contundente que no me esperaba, dado que su prosa no permite al lector exigente la lectura de dos líneas seguidas y, por tanto, incapaz de dar tiempo a producir somnolencia. A los ojos de este profesorado, Muñoz Molina era todo un campeón. Dicha afirmación quedaría incompleta si no añadiese que el escritor Antonio Gala quedó clasificado ex aequo que el de Úbeda.

Llamó mucho la atención que en la lista no aparecieran nombres de escritoras. Lo lamenté. Porque esta laguna tiraba por tierra mi teoría de que las escritoras tenían una facultad superior al varón para escribir libros que ayudaran a los lectores a dormir de un tirón. Yo esperaba en esas listas a Rosa Regás, Zoé Valdés, Soledad Puértolas, entre otras, pero nada, ninguna referencia. Una ausencia que, bien analizada, seguro que daría para hacer una tesis doctoral con una singular apuesta: “¿Por qué las novelas de los escritores duermen con más facilidad al lector que las que emborronan las escritoras?”.

Menos mal que, en cuanto pasan los años, todo se olvida, menos el sueño que te provocaron ciertos libros y sensaciones íntimas experimentadas mientras nos deleitábamos con el lenguaje y algunas tramas de las novelas leídas. Pero poca cosa más. No conviene idealizar esos momentos pasados con la lectura, porque poco o nada tienen que ver con la propia literatura. Tanto que, si alguien tiene que escribir sobre los libros que considera que más le han afectado en su vida, tendrá que volverlos a releer. Y no será lo mismo, porque el lector ya no es el que era. Y si no es el mismo, el texto tampoco. Es más. Incluso, si vuelve a leerlos es posible que ni siquiera logre dormirse con ellos. Lo más probable es que algunos de ellos acaben en un contenedor.

Después de leer queda poca cosa. Y lo que acontece, mientras leemos, pronto pasa a ser pasto voraz del olvido. Por mucho que se diga, la intensidad de la lectura se convierte pronto en débil aleteo; apenas deja marca en las cinglas de la memoria afectiva o intelectual.

A los quince años, leí La sonata a Kreutzer, de Tolstoi. De esta lectura, solo recuerdo el impacto que me produjo su lenguaje. Me acuerdo que, mientras la leía, apuntaba en una libreta las palabras que me resultaban desconocidas. El resto no me inmutó lo más mínimo y eso que era un texto censurado por los profesores. ¡Qué sería sin ellos! ¡Cuántas grandes novelas habremos leído gracias a su sagrada intervención profiláctica! Las teorías de Tolstoi, contenidas y desarrolladas en la novela sobre el amor carnal y los celos, solo me interesaron cuando inevitablemente me estaba convirtiendo en un moralista. Curiosamente, su nivel lingüístico, que tanta impresión me produjo siendo adolescente, a los veintitantos dejó de interesarme.

Lo que queda después de leer viene determinado por las necesidades y obsesiones que uno vive mientras está leyendo y, por supuesto, del sueño que uno tenga. Como quiera que, en cada época de nuestra vida, experimentamos distintas necesidades y padecemos diferentes obsesiones, es lógico considerar que lo que queda tras una lectura esté determinado y teñido por aquellas, duermas o no duermas bien.

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Víctor Moreno. ¡Hagámonos capitalistas de una vez!

149-enjoy-capitalism1El capitalismo es el único sistema de explotación económica conocido que ha tenido éxito en las sociedades denominadas democráticas. Tanto que el resto del mundo debe mirarse en ellas si desea obtener idénticos resultados o, cuanto menos, acercarse a su grado de excelencia. Ya es sintomático que las sociedades más fundamentalistas por razones religiosas sean consumadas capitalistas.

Hay quienes dicen que el sistema capitalista es tóxico y corrosivo. E intrínsecamente perverso. Seguro que lo es, incluso, para quienes viven dentro de él sobrenadando en burbujas de champán corruptas. El cinismo no es incompatible con la virtud, ni con la legalidad. Pero, venenoso o no, las relaciones sociales y económicas rara vez alcanzan un grado de perfección absoluta aun cuando se rijan por los principios más sagrados de la existencia. Para muestra, ahí está la santa Iglesia, cuyos aspirantes a la tiara vaticana han sido modélicos en enviar al otro barrio a cualquiera de sus oponentes, máxime si eran obispos, cardenales y papas.

Probablemente, el dinero sea el tóxico que más enturbia la vida de las personas, tengan éstas una idea siquiera del capitalismo. Porque el amor al dinero no lo ha creado dicho sistema, ni el único que lo ha sacralizado en ese grado de ofuscación y que lleva a los individuos a cometer cualquier barbaridad. Recuerden que el purgatorio lo inventó la Iglesia para que pudieran ir allí las almas de los usureros y así saldasen sus deudas contraídas por el pecado de traficar con el parné y pasar centrifugados a la diestra del Padre.

El capitalismo resulta ser tan atractivo y tentador que ha transformado radicalmente la forma de ser moral de algunos individuos. Ha conseguido sacar a flote al míster Hyde que llevaban oculto en el fondo de sus bolsillos. La metamorfosis les ha gustado tanto, no en vano se han hecho ricos gracias al erario, que nadie como estos conversos defenderán con tanto ardor y fidelidad la propiedad privada, muy en especial la suya ya que, para mayor satisfacción, proviene de fuentes que saben inmorales.

El sistema capitalista es tan bueno que corrompe a quienes lo combatieron durante sus años jóvenes. Lo cortejaron tan íntimamente que sucumbieron a sus encantos, terminando por aceptar un yate de lujo, una mansión a orillas del Egeo, un piso en Nueva York y una asesoría en la mejor corporación mundial dedicada a la producción de gas, petróleo, electricidad, armamentos, cemento y prensa. Y, por supuesto, una pensión vitalicia que para sí la hubiese querido el conde de Montecristo.

Parece hasta mentira que un sistema, cuya ideología cabe en un papel de fumar, consiga seducir a personas con un cerebro fogueado por libelos socialistas y comunistas. Quizás, dicho éxito se deba a la simpleza de sus postulados, algo que no sucede en las izquierdas, siempre mareando la perdiz del pensamiento sea por los matices de las comas o los complementos directos de los nombres de las listas en unas elecciones.

Los que están dentro del sistema capitalista son tan buenos que felonía económica que perpetran la hacen desde la legalidad legal o, como ha dictado la Audiencia Nacional en torno al asunto de las preferentes, sin darse cuenta de que estaban haciendo un daño mortal a los ahorradores. Envidiable sensibilidad. Los capitalistas actúan de buena fe cuando roban a manos llenas y no perciben que con sus actos condenen a familias enteras a la ruina. Si lo supieran, se esmerarían muchísimo más y terminarían por destruir no solo las familias, sino, también, a sus herederos. El capitalista, cuando aplasta, aplasta de verdad.

El sistema capitalista no ha tenido tanta y tan buena salud como en esta última década. Cada año económico que pasa, porque el sistema capitalista fecha el transcurso del tiempo por los réditos obtenidos anualmente -nunca por objetivos éticos logrados que eso solo lo hacen los humanistas trasnochados-, los ricos son cada vez más ricos y los pobres más pobres y más numerosos. Nos quejamos, pero si no fuera así, no estaríamos hablando de capitalismo.

Nunca como ahora el sistema capitalista ha gozado de tanta impunidad jurídica. Jamás había infringido con tanta caradura los más elementales principios éticos. La mayoría de los capitalistas cogidos in fraganti de un cohecho no han terminado en la cárcel, sino con unas pensiones apropiadas a su carácter y temperamento de cleptómanos legales y legitimados como los edulcorantes de ciertas salsas. Si esto no es arte, que venga la musa Clío y que lo niegue.

Si el fin primordial del capitalista es que el dinero esté en muy pocas manos, puede decirse que el sistema ha triunfado plenamente. La mayoría de nosotros, pobres mortales, contemplamos la desigualdad actual entre las clases sociales como una infamia. Deberíamos interpretarlo como el signo elocuente de que el capitalismo funciona a las mil maravillas. Habría que alegrarse por saber que al menos un sistema económico inventado por la avaricia humana funciona de verdad. ¿Cuándo la mayoría social ha llegado a un plano mayor de igualdad? Jamás. No seamos cicateros y reconozcámoslo de una vez: dicho espectáculo de uniformidad gloriosa y universal se lo debemos al capitalismo.

Hasta la Iglesia ha terminado por bendecirlo y eso que su encíclica más beligerante, la Rerum Novarum (De las cosas nuevas, 1891), de León XIII, condenó sus intenciones nada compatibles con el cristianismo evangélico. Patética iglesia. La pobre artera ha terminado por imitar los mejores resortes productivos del capitalismo. Tan bien lo ha remedado que en la actualidad tiene más mentalidad capitalista que el dueño de Zara.

El sistema capitalista, no solo es dueño de las fuentes de riqueza de este mundo y sus medios de producción, incluidos los obreros, sino que no hay modo plausible de que esto no vaya a seguir siendo así. Por lo que no se entiende bien por qué la gente se empecina en no hacerse capitalista de una vez.

Reconforta saber que la ley de Wértigo de educación última contemple la formación de los adolescentes en asuntos financieros. Es un gran paso. Educados en los principios fundamentales del movimiento, digo, del sistema capitalista, el futuro será capitalista o no será. Y no habría por qué lamentarlo. Sería tan ilusorio como cínico en un mundo en el que nadie quiere ser ya socialista, comunista menos.

Ni siquiera .lo pretenden los biznietos de Pablo Iglesias. Tan sólo aspiran a una “austeridad inteligente”. Da risa, pero eso dice su corifeo actual.

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Víctor Moreno. Zampar insectos

Se ha comentado mucho la propuesta de ingerir gusanos e insectos de clases variadas para mitigar la carencia mundial de alimentos y que hasta la fecha constituían el abc de las cocinas familiares. Dada la hambruna existente, no extraña que los ecologistas hayan puesto el grito en la constelación de Orión, dado que, si tal idea alimentaria se realizara, la devastación de nematelmintos, himenópteros, lepidópteros y dípteros, incluidos los chupópteros -y otras clases que no nombramos para no herir la susceptibilidad cultural del lector-, sería desoladora.

Dicen que la naturaleza sufriría tal desbarajuste en sus ecosistemas polivalentes que, no sólo desaparecían del mapa cantidad ingente de gusanos, hormigas, mariposas, grillos y mosquitos, sino que la propia tierra sufriría espasmos terribles. Pues ni que decir tiene que los pulmones de la tierra son, además de su continente arbóreo, los animales que la oxigenan y la polinizan.

No ignoramos que la ingesta de insectos, gusanos y otras especies de animales, sean ofidios, saurios o quelonios, es costumbre ancestral en muchas culturas. Unos comen caracoles, pajaricos y ratas de agua y otros se tragan armadillos, serpientes y cocodrilos. Nadie sería capaz de distinguir en el rostro de sus semejantes si lo que comen es legumbre de primera categoría y con denominación de origen, atún y bonito del Cantábrico, verduras de la mejana de Tudela o, sencillamente, chuletas del vecino del cuarto a quien la noche anterior hemos descuartizado en el desván.

La cultura alimentaria de los pueblos tiene estos caprichos y necesidades que, en pro de un relativismo bien entendido, nadie debería discutir, porque, al fin y al cabo, y como decía Darwin, el que tiene inteligencia superior se adapta al medio jodiendo a los demás y termina por hacerse el rey de la selva. Y hoy la selva puede ser una remota aldea de Pernambuco como el centro de la ciudad de Madrid. Porque, gracias a los desbarajustes entre naturaleza e historia, somos más selváticos y es una gracia, maldita gracia, que conseguimos cargándonos la naturaleza en pro de la ciencia, del progreso y de la prima de riesgo.

Puede que la ingesta de lombrices y limacos repugne en primera instancia al sibarita de turno, algo paradójico en quien hasta la fecha no ha dudado en ponerse morao comiendo ostras crudas y huevas de erizos de mar recién extraídos de sus aguas. No hay que preocuparse. Este incipiente asco desaparecerá en cuanto los filósofos cocineros de este país se pongan manos al horno y hagan con tales ingredientes esos platos de ensueño que preparan. Seguro que unas babosas gratinadas al vapor, acompañadas por unas lombrices de tierra, previamente escaldadas en agua de Bilbao y cocinadas por Adriá, serían el plato por excelencia para consumir esta navidad.

Pero, en fin, si, como señalan conspicuos ecologistas, la procuración de insectos para la propia manutención acarrearía un monumental caos en la selva y en los ribazos y huertas del mundo, cabría otra solución menos dañina para la especie animal. Dado que son los países mal llamados tercermundistas los que más consumen insectos, gusanos y animales con cuatro patas, sería bueno que las autoridades fueran acostumbrándolos a ingerir individuos de dos patas, cuyo poder nutritivo y vitamínico, según caníbales ilustres, no es inferior al de unos filetes de serpiente a la brasa.

Para ello sería necesario que las autoridades políticas pidieran la intervención providencial de la Iglesia. No puede olvidarse que la Iglesia fue pionera en enviar misioneros rollizos y monjas apretadas en carnes a lugares inverosímiles para consumo multidisciplinar de los autóctonos. Eso sí, la FAO tendría que dar su consentimiento, que para eso conoce mejor que ninguna institución el potencial de proteínas, calorías que pueda tener el cuerpo de un misionero bien alimentado. Y el papa actual tendría una ocasión inmejorable para demostrar que sus palabras en pro de erradicar la pobreza y el hambre en el mundo no son pergamino en vano. Y ya que, aún no ha deslumbrado al mundo con una encíclica, podría aprovechar el evento hambruno para justificar teológica y antropológicamente la ingesta del misionero como alimento de primera necesidad. En cuya labor seguro que la inspiración solidaria del Espíritu Santo, que para eso es paloma, no se hará esperar. No sería la primera vez que la Iglesia defendiera algo que a los ojos del mundo es una burrada. El hecho de que tales misioneros y sores pasaran ipso facto a engrosar el martirologio de la iglesia sería un argumento contundente para animar a los casullas timoratos y quisquillosos a ofrecerse como alimento para las clases desnutridas. Sin olvidar que su gesto estarían en consonancia con las palabras del propio Maestro: “Tomad y comed, porque esto es mi cuerpo…”.

Es muy probable que las gentes que decidan comerse un misionero tengan problemas a la hora de cocinarlo. Lógico. No es fácil encontrar en esas tierras remotas un Adriá o un Berasategui en taparrabos capaces de hacer buñuelos gratinados con el aire. Para contrarrestar este problema, serían los misioneros quienes instruyeran a sus comensales. Pues cada misionero precisa de una cocina particular y nadie mejor que él para concretar aquella que obtenga de su cuerpo los mejores gustos y sabores. Para unos, guisados será la mejor opción; para otros, el formato de chuletillas a la brasa será el ideal. Seguro que un churrasco de obispo tiene que estar para chuparse los dedos.

Existen, desde luego, otras posibilidades culinarias. Vean, si no, esta receta del “Misionero con pan rallado”, de Topor, tomada de su libro Cocina Caníbal: “Deshuese el misionero, quítele la grasa, la ropa y los accesorios que lo sobrecargan. Píquelo con una o dos cebollas y un poco de perejil. Cuando el misionero esté bastante desmenuzado, ponga un cojón de mantequilla y perejil, en el momento en que esté fundido vierta el picadillo, al que añadirá un poco de tocino que rehogará en mantequilla y espolvoreará con un poco de pan rallado. Cuando el pan rallado esté bien mezclado con el picadillo eche una taza de caldo, sal, pimienta y sírvalo con costras alrededor del plato. Si el misionero o tiene costras, no lo dude, coja de las suyas, nadie lo notará”. Si la palabra costras da un poco repelús, optemos por hojaldres y misionero concluido.

Y nada más, excepto desearles buen provecho si tienen la posibilidad de degustar tales platos. Con el tiempo, quizás, puedan patentarlos en la guía Michelin.

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Víctor Moreno. Príncipe de Asturias de las letras

Uno no termina de asombrarse con el escritor Muñoz Molina y su relación con los premios que recibe. Y, en especial, por las razones que abonan los jurados para asentar sus fallos. En la mayoría de las ocasiones, se intenta colar la imagen de un escritor que es la pura esencia del intelectual, del escritor comprometido por encima del bien y del mal y, para más pitorreo de los que consideramos que se trata de un escritor que no ha aportado nada significativo a la literatura española en estos últimos cuarenta años, un novelista imprescindible y necesario. ¿Imprescindible? ¿Necesario? ¡Puf!

Si Muñoz Molina no hubiera publicado ninguna novela, nadie le habría echado en falta. No ha aportado nota sobresaliente alguna a dicho panorama. Ni siquiera ha creado un personaje de la importancia simbólica como Manolito Gafotas para la literatura infantil. La novelística de Muñoz Molina sigue la senda del realismo tradicional sin superar sus postulados más canónicos.

Y sobre el tan cacareado concepto del compromiso como escritor mucho habría que matizar y nada bueno. Sin ir más lejos, hace poco se quejaba Muñoz Molina de que los intelectuales no habían estado a la altura de las circunstancias políticas, sociales y económicas de nuestro tiempo, donde la gente humilde y necesitada no había encontrado a ese paladín-escritor que saliera a la palestra de la opinión publicada para defender sus intereses perdidos y recuperar su dignidad, vilipendiada una y otra vez por un gobierno de derechas infame.

Y hacía extensiva esta queja a los “compañeros” intelectuales cobijados en Prisa. Fue J. Marías quien le reprochó que él no era la persona más indicada para hacer semejante crítica, toda vez que, revisando la hemeroteca del periódico “aprisado”, se comprobaba que quien menos se había comprometido por escrito con dicha realidad era el propio Muñoz Molina, cuyos artículos, publicados en Babelia, hablaban de jazz, de arte, de pintura y demás artefactos sublimes de la creación humana.

La verdad es que Muñoz Molina no ha escrito ni una línea sobre los parados, los aniquilados por las preferentes, los jubilados, los desahuciados, los esquilmados por la privatización de la sanidad, en definitiva, los parias de este mundo. Y eso que, según sus palabras, “(…) en mi niñez y en mis años de adolescente fui sujeto a una dictadura, y por ello se me permitió experimentar de primera mano la fea cara de la sumisión voluntaria a un líder, la brutalidad policial y la ortodoxia religiosa forzosa”. A lo que habría que replicar: ¿y? ¿Y? quiere decir que semejante declaración no le da patente de corso de secano para creerse el rey del mambo de la progresía republicana.

Hace meses, recibió el premio Jerusalén que concede el estado de Israel. Se lo otorgaron por su defensa de la tolerancia y del papel y la responsabilidad que el escritor tiene en la sociedad para asegurarse de que las voces de los más débiles puedan ser escuchadas y preservadas. Parece que en Jerusalén reconocen mejor la labor apostólica y evangélica de Muñoz Molina que por estos lares.

Y del premio de Jerusalén al premio Príncipe de Asturias de las Letras. Conocido el fallo, el humilde escritor de Jaén confesó que “muchos escritores merecían el premio antes que él”. Completamente de acuerdo con que existen escritores actuales que representan mejor la condición del intelectual comprometido, y son mejores escritores.

Sobre todo, cuando olemos tanta turbiedad en dicha concesión. Veamos. La noticia del premio la difundieron los medios el día 5 de junio. Pero resulta que el día 4, el periódico digital, El Imparcial -su presidente es Luis Mª Anson y, a la sazón, miembro del jurado del citado premio, había anunciando el nombre del premiado, porque “se daba por descontado que vencería fácilmente en la última votación”. Alucinante.

José Luis García Martin, miembro también del jurado, no saldría de su asombro al leer la noticia y en su facebook escribiría: “Cuando voy a salir de casa para ir a la reunión del jurado, me entero de la noticia que aparece en El Imparcial: “Antonio Muñoz Molina, Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Y aún no hemos votado entre los dos finalistas. Llego al Reconquista y le pido a Luis María Anson que rectifique inmediatamente el titular de su periódico o yo me retiro del jurado. Lo que sigue es una situación bastante desagradable. Le llamo mal periodista por publicar una falsedad, le digo que coloca al premio a la altura del Planeta. “¡Tú no me das a mí lecciones de periodismo!”, grita. Pero se las doy. Y de ética profesional. La directora de la Fundación está tan indignada como yo. Al final decidimos que lo mejor es entrar, votar, y alegrarse del acierto y la limpieza del resultado. Pero yo me quedo con muy mal sabor de boca” (Cursiva mía).

En el periódico El Comercio, otro miembro del jurado, Xuan Bello, daba una versión de los hechos mostrando que El Imparcial no decía la verdad: “Fue un premio muy discutido, y pensado y meditado (…) Tras varias votaciones, tras largas y cordiales discusiones, se llegó a un paso de la solución: John Banville tenía once personas que lo apoyaban y Antonio Muñoz Molina doce. Se dejó para el día siguiente la votación definitiva y en la cena en Casa Fermín los jurados no tenían muy claro quién iría a ser finalmente el ganador. […] Cuando nos dijeron, a mitad de la cena, que un periódico digital había anunciado como ganador definitivo a Antonio Muñoz Molina, hicimos lo que hacen las personas informadas e imparciales: no dar crédito a un bulo”.

Bulo o no, el anuncio se convirtió en realidad. Lo que proclamó el periódico digital de Anson fue a misa mayor. Y es que el premio estaba ya concedido antes de que dicho tribunal fallara el fallo. Solo se reunieron para darle el visto bueno formal.

Me cuesta imaginar a García Martín como un ingenuo pardillo. De hecho, al final de su escrito, termina por meterse el rabo entre las piernas y reconocer el acierto y limpieza del fallo. Calificación incomprensible si tenemos en cuenta su diatriba contra Anson.

El hecho de que el resto del jurado no haya intervenido en el affaire resulta aún más sospechoso. Bueno. Estar callados, quizás, les garantice su presencia en el próximo jurado para fallar el premio en 2014.

Afirmar que los premios están podridos, excepto aquellos en los que uno participa como miembro del jurado y los que le conceden a uno mismo, es un tópico venerable, del que resulta imposible librarse. La metástasis del amaño es estructural. No se libra nadie de sufrirlo en carne propia. Hoy por ti, mañana por mí. Es la ley de la putrefacta endogamia.

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Víctor Moreno. Pena de muerte

Siempre que escucho que en un determinado país se ha aplicado la pena de muerte a un individuo por cometer una fechoría, no puedo sino estremecerme interiormente. No entiendo aún cómo ciertos Estados siguen emperrados en desperdiciar tales situaciones que la Providencia les brinda para investigar científicamente el cuerpo humano.

Decía Ceronetti, en su libro El silencio del cuerpo que el conocimiento físico sangra. Para confirmarlo, recordaba, entre otros casos, el del anatomista Gabriel Fallopio (1523-1562), quien descubrió las trompas que llevan su nombre sacrificando en la mesa de operaciones un montón de mujeres, acusadas de infanticidas, y previamente condenadas a muerte.

En lugar de morir en el cadalso, gracias a una concesión graciosa de Cósimo I, en la Toscana, Fallopio terminaría con ellas en su mesa de vivisecciones. Y motivos de escrupulosidad moral no debió padecerlos el galeno. Lógico. Se trataba de malas mujeres condenadas a muerte. Fallopio debió de pensar que, al menos, de esta forma servirían para algo útil.

En 1908, un médico llamado Quay pedía públicamente que los condenados a muerte no se desperdiciaran, sino que se les abriera en canal el cerebro para comprobar la anomalía que les había llevado a perpetrar sus crímenes. Propuesta que un periódico muy católico y muy cristiano recibiría alborozado animando a que “los criminales incorregibles sean entregados a los vivisectores y que estos les abran calientes todavía en beneficio de la ciencia”.

Es cierto que dicho papel consideraría dicha idea como “atrevida”, “pero, añadía gozoso que “bien puede sacrificarse algunas docenas de malhechores para estudiar los medios de curación aplicables a los ciudadanos buenos y útiles”. Falopio y Lombroso hubiesen aplaudido dicha sugerencia.

En este sentido, parece hasta mentira que EE. UU desaproveche su estatus de decrepitud moral en el que se encuentra aceptando en su sistema democrático la pena de muerte. No se entiende bien que el Estado USA se pringue de inmoralidad asesinando en nombre de todos a un individuo cuando sabe que no todos los ciudadanos norteamericanos son partidarios de la pena de muerte. Y, aunque lo fueran, matar a un individuo de ese modo es desperdiciar una ocasión propicia para hacer espléndidas experimentaciones científicas en lugar de hacerlo con simios.

Se trata del cuerpo de un delincuente, de un asesino, de un crápula, y no el cuerpo de un santo, ni el de un buen ciudadano, demócrata y constitucional. Dado el pragmatismo del Estado de Derecho, y consciente de que, según teorizase Hobbes y, más tarde, Weber, es la única instancia que tiene legitimidad y legalidad para ejercer la violencia allí donde considere preciso, no se entiende bien que la basura corporal de estos condenados no se recicle y se convierta en objeto de investigación científica para que los buenos ciudadanos sean mucho mejores aún de lo que son, y como le gustaría que fuesen al ministro actual de justicia, Ruiz Gallardón.

EE. UU está tirando por la borda una situación inmejorable para realizar investigaciones científica directamente, en vivo y en directo, como hacía Fallopio, y, luego, a su manera el doctor Moreau como contaba Herbert Georges Wells, en su novela La isla del doctor Moreau. Con la población criminal que condena a morir de forma tan inútil como innecesaria, EE. UU echa a perder una remesa de cuerpos para la investigación científica importante. En este sentido, debería esforzarse un poquito más en culminar el proceso de decrepitud inmoral en el que está inmerso y llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Como dice el refrán, de perdidos al río.

Disponiendo con tanto fiambre cualificado, que hubiese hecho las delicias de Lombroso, la ciencia médica seguro que encontraría las soluciones más radicales a los problemas de salud que llenan de dolor el Planeta. Un dolor verdadero y no falso como el de los condenados a muerte. Al fin y al cabo, ¿qué es el dolor de unos miles de personas impresentables ante el de millones de personas enfermas sin haberlo comido ni bebido?

Para llevar adelante este programa profiláctico ni siquiera sería necesario modificar ninguna ley ni enmienda. Bastaría con que algún presidente dijera que ha tenido un sueño y que Dios le ha hablado en él, alentándolo a seguir en el camino indicado. No sería, desde luego, la primera vez que un presidente de los EE. UU se hubiese sentido como un profeta veterotestamentario en cuyas orejas Dios habría depositado sus designios universales.

El caso de McKinley, aquel que decidió intervenir en la guerra de Cuba, es un caso elocuente. Ante una delegación de clérigos metodistas, y a propósito de la cuestión de Filipinas, aseguró sin que se le moviera una pestaña que había “rezado, arrodillado en la Casa Blanca” y que, entonces, tuvo “una revelación: el pueblo americano y Dios le pidieron que anexionase Filipinas”.

Lo más curioso de todo es que Mckinley no tenía ni idea dónde se encontraba Manila, la capital de Filipinas. Lo cuenta Isaac Asimov en su Libro de los sucesos. Dice éste que cuando le avisaron que Manila había sido tomada se dirigió a un globo terráqueo para ubicarla. El hombre no tenía ni idea dónde se encontraba, ni en qué lugar del mundo se destripaban sus soldados.

Sin embargo, lo que más llama la atención es que, teniendo McKinley un trato tan íntimo con el Todopoderoso, aunque dicha intimidad se realizara en sueños, no logró que éste le revelase que el día 5 de septiembre de 1901, a las 16; 07, el anarquista Leon Czolgosz le dispararía dos disparos con un revólver. El primero se alojó en un hombro y el segundo le atravesó el estómago, el colon y uno de los riñones. Como consecuencia de ello, el 14 de septiembre murió de una gangrena a las 2:15 de la mañana. No consta si durante su último delirio se le apareció de nuevo Dios

Y, por supuesto, es una pena de muerte que el cadáver de Mackinley no se utilizara para fines benéficos de la ciencia.

Caso de haber abierto su cerebro seguro que los investigadores habrían encontrado ese plus neuronal que tenía el hombre y que, por las noches, le hacía tener hilo directo con el Altísimo, revelándole lo muy grandes y muy poderosos que eran los EE. UU. Meninges cualificadas así no se ven todos los días en un escáner.

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