Víctor Moreno Bayona. Iruña fuera de la constitución

procesionNo existe ayuntamiento que, iniciadas sus fiestas populares, no se lleve la constitución por delante. La constitución y parte sustanciosa del erario, despilfarrado en insustancialidades mayúsculas.

En junio de 2011 de esta legislatura, contaba la concejala Edurne Eguino (IE) que 14 concejales del municipio habían decidido tomarse las medidas para hacerse el traje de gala y lucirlo en la procesión de san Fermín del 7 de julio. Ellas de roncalesas y ellos de frac. Si cada traje de roncalesa dicen que cuesta 3000 euros, más el mogote de los respectivos frac, habrá que suponer que se trata de un buen golpe a las arcas municipales. Nadie en su sano juicio económico se compraría un traje de esas características que solo usará cinco días al año. ¡Pero como lo paga el erario! Para más inri, Edurne Eguino recordaba que el traje de frac lo vestía la aristocracia para diferenciarse de la plebe. Por eso, en los años 70, aquellos añorados concejales del tercio familiar, Muez, Velasco y Martínez de Alegría, renunciaron a “disfrazarse de caballeros”, pues ellos eran sencillamente unos obreros al servicio de la ciudad. Igualico que los socialistas de hoy.

El despropósito se colmaba al saber que, de las cinco veces posibles que estos concejales aristocráticos usarían este traje, lo hacían para asistir a procesiones religiosas, es decir, a conculcar de manera manifiesta y consciente el principio de aconfesionalidad que rige la constitución y que ellos, como representantes públicos, no pueden ni deberían transgredir.

Algunos pensarán que Iruña, dada su historia de meapilas irredenta, será la ciudad más anticonstitucional de las que pululan en el estado plurinacional actual de las autonomías. Es decir, una ciudad que se cachondea del artículo 16. 2 y 3 de la Constitución a todas horas, donde se establece respectivamente que «nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias» y que «ninguna confesión tendrá carácter estatal».

¿Lo es? No. Hay ciudades, como la de Zaragoza, donde un alcalde socialista ha convertido el ayuntamiento en una prolongación del despacho del arzobispo, Manuel Ureña, aquella concavidad craneal que decía que «el cigoto tiene los mismos derechos que un ser de 40 años”. A pesar de que el ayuntamiento maño esté regido por un socialista, da sopas con obleas nacionalcatólicas al de Iruña, dirigido por Maya y sus acólitos, que son de la derecha genética y de las Jons. Pero no nos engañemos. Socialistas y derechas en este asunto se han portado de modo tan uniforme como permanente.

Desde que se implantó la constitución en 1978, las conculcaciones de la no confesionalidad del Estado por parte de los representantes públicos son infinitas. Recuerdo, por su significado, aquella anécdota protagonizada por el socialista Julián Balduz -por cierto elegido alcalde con los votos de HB-, en la misa en honor de san Fermín celebrada el día 7 de julio de 1981 y a la que asistió la corporación municipal. Un acto anticonstitucional, cuya perversidad entonces no resultaba tan escandalosa como hoy, cuya sensibilidad laica está mucho más pronunciada, gracias a Dios, que diría el sarcástico.

Monseñor Cirarda, alias Cirardeta, en la misa no estrechó su mano al alcalde para darle fraternalmente la paz porque este era divorciado y vivía amancebado con Camino Oslé. El resto de los concejales, en lugar de marcharse del lugar, desfilaron ante Balduz para estrechársela con abrazo incluido. Completaron la faena anticirardeta las peñas en los tendidos de la plaza de toros gritando “oslé” –en lugar del olé tradicional-, a las faenas del torero.

La actuación autoritaria de Cirarda tenía que haber sido el principio del fin del sometimiento de los partidos y concejales a la Iglesia y su liturgia, pero no lo fue. Partidos y concejales siguieron asistiendo a esta misa y demás procesiones con los sucesivos arzobispos, Sebastián y Pérez González, los cuales, para no variar han convertido dicho acto en una homilía contra el pluralismo religioso y contra los más elementales derechos de las personas, sobre todo de las mujeres, y recordando siempre la superioridad moral de la Iglesia respecto al poder civil. ¿Y qué hacen los concejales cuando son tratados como inútiles siervos? Nada. Que se sepa, nunca un concejal se ha levantado de su asiento y le ha gritado al monseñor correspondiente: “¿Por qué no te callas?”. Eso, o levantarse del asiento, hacer una peineta ad hoc y marcharse.

Si reparamos en el programa de festejos sanfermineros de este año, aparecen unos actos religiosos incompatibles con el carácter aconfesional de una institución pública, como es el Ayuntamiento de la capital. Cuando la corporación municipal programa y asiste a dichos actos, se comporta al modo franquista-nacionalcatólico, pero, sobre todo, de modo anticonstitucional. Lo que repugna a la razón, dado que dichos políticos defienden el texto constitucional como si en ello les fuese la vida.

Así, por ejemplo, el día 6, a las 20:00, se celebrarán vísperas solemnes de san Fermín, en la Iglesia de san Lorenzo. El día 7, a las 10:00, la Procesión de san Fermín, donde la propia corporación recibe al Cabildo y juntos se dirigen a la capilla de san Fermín, a celebrar misa solemne enhonor del Santo, presidida por el Arzobispo de Pamplona y el Cabildo Catedralicio. El día 11, ofrenda de los niños a san Fermín. El día 13, misa de Mayores en la capilla de san Fermín. El día 14, Octava de san Fermín, donde la corporación municipal se dirige a la parroquia de san Lorenzo.

Ninguno de estos actos debería figurar en el programa de fiestas de san Fermín elaborado por el Ayuntamiento. No son compatibles con el carácter aconfesional de dicha institución pública. El ayuntamiento se debe a toda la ciudadanía y esta, que se sepa, es pluriconfesional. Establecer actos de carácter religioso confesionalmente católicos en el programa municipal significa que el ayuntamiento está actuando de forma sectaria, pues solamente contempla la existencia de una determinada confesión religiosa, la católica, pasándose a la garrocha al resto de las confesiones, así como al personal que no es ni chicha ni limoná, es decir, ateo, y otros, que siendo creyentes, defienden el pluralismo teórico y práctico confesional como manda la constitución.

¿Significa esto que dichos actos no deben realizarse? No. Lo que se afirma es que estos actos no deben figurar en un programa confeccionado por una institución aconfesional; y, en segundo lugar, que el ayuntamiento no debe asistir a ninguno de estos actos religiosos. El ayuntamiento, cuando hace propaganda confesional religiosa, se sitúa fuera de la constitución, y, mucho más, cuando asiste como corporación a dichos actos optando por una determinada opción religiosa.

Si cierto sector de la ciudad se pirra por estos actos, no tiene por qué prescindir de ellos. Pida al arzobispado que elabore un programa religioso confesional particular durante las fiestas de san Fermín y lo cumpla dentro de las propias parroquias asistiendo a ellas quien lo desee.

Desde que se aprobó la constitución en 1978, el ayuntamiento ha demostrado una voluntad para doblar fácilmente su espinazo ante las exigencias de la Iglesia, pero ninguna para cumplir la no confesionalidad que dicta la constitución.

Es evidente que, para el Ayuntamiento, lo que manda la Iglesia es más importante que lo que exige la Constitución. Mientras sea así, y no parece que dada la actual actitud de los políticos la cosa vaya a cambiar, tenemos nacionalcatolicismo para rato.

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Víctor Moreno Bayona. Dios, Patria y Rey

NiHe aquí, probablemente, la trinidad más letal que haya existido jamás, la que por su causa más muertos se han producido en la historia de los pueblos. Y, por desgracia, se siguen produciendo. Las tres categorías gozan aún del puñetero atributo de desencadenar en las gónadas de los individuos unas intensas inclinaciones por deshacerse del vecino a toda costa. ¿Imaginan un mundo sin Dios, sin Patria y sin Rey? Imposible.

Aunque los carlistas intentaron patentar el lema en exclusiva, lo cierto es que no ha habido tendencia política más o menos mayoritaria como organización partidista, que no la haya utilizado como zanahoria de las masas. Los bizkaitarras tiraron de Dios y de la Patria, pero, caso de haber tenido un rey de Abando en lontananza, habrían hecho lo mismo. Como no dispusieron de él, tiraron de las leyes viejas, que para el usufructo, lo mismo. Otro ardid más, bien dibujado por Platón, al servicio del poder.

Fijémonos en los himnos. El del carlismo es impagable. Denominado Marcha de Oriamendi, o sencillamente Oriamendi, describe perfectamente su voracidad caníbal inspirada por estos tres fetiches: “Por Dios, por la patria y el rey lucharon nuestros padres; por Dios, por la patria y el rey lucharemos nosotros también”. Y no mentían, no. Lo demostraron con creces durante la guerra civil.

Como curiosidad de esas ironías que tiene la historia, digamos que la partitura musical de ese himno sin letra la compuso, según leyenda, un músico inglés y arreglada por un liberal donostiarra, que le puso letra en euskara. Se cuenta que, cuando las tropas carlistas entraron en el campamento cristino-liberal en Donosti durante la Primera Guerra Carlista, en 1837, arramplaron con todo, con armas, con uniformes y con la dichosa partitura ágrafa.

El Oriamedi fue el grito de guerra del Requeté y elevado a categoría de himno nacional de la llamada España Nacional. Junto con el Cara al Sol de la Falange y la Marcha Real, con letra de Pemán, fueron los himnos oficiales de los facciosos. Solo un detalle más. El Oriamendi fue censurado en una de sus estrofas. Donde Baleztena había escrito “venga el rey de España a la corte de Madrid», se sustituyó por “que las boinas rojas entren en Madrid”.

Una manera clamorosa de que supieran todos, especialmente los carlistas, que a Franco la monarquía, carlista o no, se la sudaba. Que los carlistas apoyaran a los fascistas sigue siendo un misterio, no teológico, pero sí estratégico e ideológico. Al fin y al cabo, las guerras que se sacaron de la manga en el XIX tenían su razonable sentido, que hasta Navarro Villoslada lo veía, pues luchaban por colocar en el caldero del trono a un borbón legítimo, pero en el 36, ¿qué sentido tenía ir a una guerra si no era por su rey?

Es muy posible que a partir de este hecho, reflexionado a posteriori, el carlismo entrara en coma catatónico y despertara de su letargo cavernícola diciéndose a sí mismo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué nos has abandonado?”. Algunos dicen que la ideología del carlismo está ya trasnochada y pasada de rosca. Me refiero al carlismo clásico, no a su deriva socialista que tiene menos interés aún. Pero, pasada o no de tuerca, lo triste del caso es que en este país sigue funcionando el tridente Dios, Patria y Rey con tanta euforia o más que cuando lo enarbolaba el requeté.

En mi opinión, los carlistas siguen ganando esta batalla con creces. La presencia de Dios en la sociedad actual es como en tiempos del nacionalcatolicismo, aquel tiempo que el propio carlismo apuntaló con fiestas y tradiciones populares dignas del medievo. Nunca conviene olvidar que fueron los carlistas de principios del siglo XX quienes acuñaron la revelación dogmática de que “Navarra fue cristiana antes de Cristo”. Y allí estaban los carlistas para certificarlo y escribirlo en la piel coriácea de un cabrón.

Este Dios solo ha muerto en las páginas de los filósofos. Porque hoy, en España hay procesiones católicas a manta, crucifijos por todas partes, juramentos de ministros de gobiernos aconfesionales e imágenes de arcángeles visitando parlamentos para fumigarlos del laicismo, supongo. La España negra por la que tanto suspiraron los carlistas irredentos del XIX resurge cada semana santa en España y qué duda cabe que tal esplendor de mierda oscurantista se debe a la influencia de su Oriamendi.

La patria por la que luchaban los carlistas fue siempre España, no Calcedonia. Su serie de reyes aspiraron a gobernar España, no solo Navarra, como sí hizo Enrique III, que era borbón. En cuanto al dibujo que se hacían estos carlistas de esa España podemos imaginarlo si recordamos cómo se manifestaron, antes de que se aprobara, contra el sufragio universal, la democracia, el parlamentarismo y la soberanía popular. Los de El Pensamiento Navarro decían gráficamente que “su voto era el máuser”. Desde luego, ni la defensa de la democracia ni de las libertades individuales estuvo en la agenda del carlismo hasta que se cayeron del andamio bien entrado el siglo XX.

En cuanto al rey, es verdad. Es lo más sangrante que les ha podido pasar. Tiene que escocerles. Es con mucho lo peor. Sobre todo, viendo el ridículo que han hecho sus primos hermanos, descendientes, además, del bastardo Alfonso XII. Menuda afrenta. Seguro que cualquiera de la ristra de reyes carlistas se hubiera portado a la altura de las circunstancias, cuya altura y circunstancias ignoro por completo.

Pero los carlistas no deberían lamentarlo. Pues, finalmente, los otros borbones, sus primos hermanos, lo que han hecho es lo que ellos mismos hubieran hecho: mantener una monarquía ungida por la Providencia y la Santísima Trinidad. Para este viaje, igual daba Carlos María Isidro, Sixto, Jaime que cualquiera de los Juan o de los Alfonso. Todos impuestos por la vía rápida de la autoridad genuflexa, política o militar, y el aplauso mediático pestilente.

Los carlistas han tenido mucha suerte. Aunque ninguno de sus reyes titulares accediera al trono, el sistema de gobierno por el que se ha regido este país sí lo ha hecho, gobernara quien gobernara –siempre con la excepción de las dos repúblicas y dictaduras militares- inspirado por el lema Dios, Patria y Rey. Y lo sigue haciendo en la actualidad. En este sentido, casi todos los políticos son carlistas. España sigue transpirando nacionalcatolicismo por todos los poros de su piel, no solo en la ciudadanía, sino en las instituciones, en las que sus representantes, ministros y alcaldes, juran y prometen sus cargos delante de un crucifijo.

La patria sigue donde estaba, un tanto convulsa y halitósica perdida, pero patria, al fin y al cabo, y por la que todavía hay gente dispuesta a morir y, por tanto, a matar. Un rey que se va, y un rey que se viene, y encima, un primo borbón. Y Dios sigue donde estaba. ¿Qué más se puede pedir?

El espíritu de los carlistas sigue tan fresco como en 1834. Y su tridente mortal, Dios, Patria y Rey, más todavía. Al final, va a ser cierto que los carlistas, como decían sus correligionarios integristas de Nocedal, eran los elegidos por la Providencia cuya voluntad se expresaba en la iridiscencia del rabo de sus boinas.

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Víctor Moreno Bayona. El embudo mental del político

embudoPodemos ser ingenuos y aceptar que el cambio político que deseamos será resultado de un cambio de ideas y de principios. Y podemos seguir siendo más ingenuos aun, considerando que un cambio político generará un cambio de ideas en la gente. Puro espejismo. Fijémonos en las leyes. Puede que ayuden a cambiar el comportamiento, pero no mucho. De hecho la mayoría de los crímenes que viene perpetrando el homo erectus desde que se bajó de aquel manzano sigue en su esplendor más glamuroso, a pesar de contar con leyes y castigos tan severos como la pena de muerte.

Distinta perspectiva sería si hablásemos de cambiar de mentalidad. Las ideas tienen fecha de caducidad. Casi siempre en función de intereses nada ideológicos. La mentalidad es otra cosa. Es el modo de pensar y sentir. La forma sustancial que determina y afecta a cuanto recibimos del exterior. Adorno hablaba de la «personalidad autoritaria», que predispone al individuo a aceptar y adoptar creencias, y a rechazar a cuanto las contradijera, personas, hechos e ideas. Su embudo mental no le permite decantar otro tipo de concepciones, de interpretaciones, de valoraciones…

Decían los escolásticos que «todo lo que se recibe es recibido según la forma del recipiente».Tenían razón. Reparemos en el recipiente mental de los políticos profesionales. Les cuesta un esguince dejar entrar en él aquello que daría al traste con la misma la existencia de dicho molde. Su recipiente es de partido y, por tanto, partidista, es decir, estrecho e inflexible. Nada moldeable.

Desengañémonos. No es difícil cambiar las ideas. Si a los políticos les creciera la nariz u otra protuberancia visible, cada vez que lo hacen, nadie se metería en política. Los socialistas defendieron la autodeterminación de Euskadi, entre ellos Rubalcaba; el expresidente Sanz afirmó que, si Navarra decidía integrarse en Euskadi, había que aceptarlo; Alli, como otros, hablaron de la necesidad de dialogar con ETA… Y González y Aznar, ni mentarlos. Las ideas no comprometen; las ocurrencias, menos. Si son de políticos, echémonos a reír.

Las mejores ideas de este mundo cuando caen en un recipiente obtuso, sea el de Roberto Jiménez, hay que darlas por perdidas. Se degeneran. Una idea de Marx en la concavidad craneal de Jiménez sonaría a hueco. La metáfora del recipiente podría explicar muchos de los comportamientos autoritarios, no solo de la elite política, sino del propio individuo. Su homólogo comparativo sería el bandido Procusto y su famosa cama criminal. Ajustamos en nuestro lecho mental lo que sucede. Y lo que no se ajusta, lo cortamos y lo alargamos hasta dejarlo a la medida de nuestra ideología, la que permite filtrar nuestro recipiente. Jibarizamos ideas, personas y proyectos ajenos hasta reducirlos a nuestra semejanza.

Lo que falta es una racionalidad consensuada sobre la base de verdades contradictorias. Algunos enarbolan la bandera de marginar lo que nos separa y optar por lo que nos une. ¡Qué bonito! No se percibe que lo que nos separa es lo que hace que seamos como somos. Y que, si se renuncia a esa diferencia. ya no somos lo que somos.

La tolerancia es un engaño y, si es santa, como la que predicaba el fundador del Opus, un sarcasmo. Solo tolera quien tiene poder. Navarra, por por ejemplo, ha sido una sociedad muy, pero que muy tolerante. Ha tolerado ejemplarmente a quienes bailaban al compás de la jota del poder político y religioso. Este toleró siempre a quien respetara el orden constituido. De este modo, toleró a los creyentes, pero no a los ateos. Y ya es sintomático que el estreno del siglo XX, Navarra lo iniciara excomulgando públicamente a un ateo como el republicano Basilio Lacort.

Visto lo visto, sería bueno que entrásemos en la esfera discursiva del respeto a los derechos de las personas y de las libertades individuales, y que dejáramos de apelar a abstracciones y valores que no se tocan con las manos. Queremos marcos formales plurales, recipientes amplios, donde entre todo, donde se pueda decir todo y hacer todo. Donde cada cual piense lo que le dé la gana y crea lo que le dé la gana. Una sociedad, donde el ciudadano dé cuenta de sus actos, pero no de sus ideas. De lo que hace, sí, pero no de lo que cree. Una sociedad autónoma, libre de ataduras heterónomas y transcendentales, provengan estas de la religión como de la política.

Algunos suspiran por un cambio político, autonómico y europeo, porque tras él vendrán los distintos cambios que desean. Pero no vendrá nada. Si este cambio depende de quienes han mostrado poseer idénticos recipientes craneales desde los tiempos del beato Suárez, apaga la vela, Juana Mari.

Las instituciones actuales no sirven, porque los hombres que las ocupan, y ocuparán dentro de cuatro días, repiten y repetirán los mismos esquemas y estereotipos en relación con su funcionamiento. Para que haya un cambio en las instituciones es necesario que las personas sean distintas. La distancia entre las instituciones y la ciudadanía se ha agrandando tanto que es imposible encontrar a alguien que crea en ellas y considere que están al servicio del bien público.

Existe una absoluta desconexión entre los ciudadanos y las instituciones. Estas hace tiempo que no contemplan la posibilidad de una participación de la ciudadanía. Al final, todo lo resuelven los expertos porque, como se dice, son los que saben. Pero el saber no siempre es sinónimo de bondad, ni de verdad, a pesar de que lo pensara Platón. O, quizás, porque lo dijera Platón tenemos más motivos razonables para no creer en tan indisoluble relación. Hace ya mucho tiempo que las relaciones entre verdad y bien se hicieron añicos. El saber no conduce al bien ni a la verdad, sino, muchas veces, al estupro, al cohecho y al tráfico de influencias. Muchos jueces conocen la verdad de muchos delitos y, sin embargo, no son congruentes con ella y dictan sentencias que son atentados contra la ética.

El poder tiene dos orígenes. El primero tiene que ver con la subjetividad de cada uno, pero no se puede identificar con una persona, con un grupo o con una clase social. Es la sociedad quien lo ejerce sobre los individuos de un modo tan sutil como férreo. El segundo poder nace en un contexto que hace imposible el cuestionamiento del primero. Gracias a un proceso de socialización, lo interiorizamos de tal modo que reducimos la política a una dimensión jurídico-estatal. De este modo, nos limitamos a luchar por la transformación de las instituciones, pero no por cambiar las relaciones entre la sociedad y sus instituciones.

En realidad, no es necesario cambiar las instituciones. Lo que se necesita es que las ocupen políticos con una visión distinta de cómo deben relacionarse con la sociedad, es decir, con personas reales, vapuleadas por políticas neoliberales tan injustas como crueles. Si dichas instituciones no sirven para este fin, dará lo mismo quiénes sean sus inquilinos. Y sobraría decir que, quienes las ocuparon hasta la fecha, harían bien en tomarse unas vacaciones sine die. Demostraron poseer un embudo mental de acero inoxidable.

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Víctor Moreno Bayona. Tropezar en la misma piedra

fiteroEn Navarra es bien sabido que el hisopo no es incompatible con ninguna realidad material existente, excluidos los profilácticos. Todavía no se ha visto a ningún sotanocretácico bendecir una fábrica o tienda de gomas. Y no se entiende. Si se bendicen armas, tanques, aviones de combate para matar mejor y de forma santa, y se hisopan camiones, trenes y autopistas para que los accidentes y muertes que ocasionan sean de los que ya estén contabilizados en el libro de la Providencia, no se comprende por qué razón cartesiana no son aspergeados los preservativos, artilugios que salvan al ser humano de tanta letal enfermedad. Si lo que toca el hisopo adquiere una naturaleza que le hace inmune a cantidad de maleficios, ¿por qué el condón sufre semejante discriminación por parte de la iglesia? Seguro que si los goteara cantidad de enfermedades, que tantos hombres venerean, se erradicarían.

Por el contrario, la iglesia no rechaza bendecir pedruscos aunque sean de la época oligocénica. Ha padecido desde san Pedro, roca teológica por excelencia, una morbosa inclinación hacia las piedras, especialmente si eran destinadas a una iglesia, a una catedral o a una humilde ermita. Siempre la piedra. Pero, ojo, piedras bendecidas y santificadas. Piénsese que, en la escala de la pétrea realidad, las piedras hisopadas son más que los cantos rodados y guijarros recogidos a orilla de un río aunque este sea el Jordán o el Éufrates.

Desde esta perspectiva pedrusca, es comprensible lo sucedido en el pueblo de Fitero, donde la primera piedra destinada para la construcción de un cuartel de la Guardia Civil fue bendecida por el hisopo de la máxima autoridad católica, el arzobispo de Pamplona, Francisco Pérez. Como se sabe, el arzobispo, además de ser una autoridad en adoquines bendecidos, lo es en sociología, pues solo una mente como la suya puede advertir que “dar religión en las escuelas es signo de progreso”. Si el concepto de progreso que anida en este cerebro hipotecado por lo clerical, es de la misma naturaleza que el que encuentra en hisopar un tosco pedrusco, apañados estamos. Cuesta, en verdad, entender el signo de progreso que contiene el acto de echar cuatro gotas de agua de grifo a un simple aerolito. Hablando de progreso, no habría estado mal para la salud de la sociedad que la Iglesia se hubiera limitado a practicar dicho progreso bendiciendo rocas, piedras y pedruscos. Miedo da el arzobispo cuando afirma que enseñar religión católica es un signo de progreso. ¿Hacia el precipicio?

Hacia el precipicio han empujado al pueblo de Fitero (Navarra) que necesitaba un consultorio médico y, en lugar de eso, le han endilgado la construcción de un cuartel. Menudo cambalache. Es un signo, qué duda cabe, de cómo entiende la autoridad del ramo el concepto de progreso. Tampoco habría que escandalizarse. España siempre prefirió la presencia de un militar a la de un médico, la de un cura a la de un científico.

Pues, bien, a esta frontera de Fitero, valga la redundancia, se dirigieron los poderes políticos y religiosos a bendecir la primera piedra sobre la que se erigirá un nuevo cuartel. Es curioso que el hecho de colocar una primera piedra de un edificio y bendecirla se considere en el argot político un acto institucional. Sería bueno saber cómo adquiere un acto cualquiera de la vida la categoría de institucional. Cuesta entender que poner una primera piedra en un agujero y bendecirla con agua del grifo sea tenido como acto institucional, y no un acto de sobresaliente estupidez supersticiosa. Y si son políticos institucionales los que otorgan dicho carácter, habría que preguntarse, entonces, qué hacían arropando a un hombre disfrazado de obispo arrojando un chorretón de agua a un ladrillo. Porque, si tal cosa recibe el carácter de institucional, significaría que lo institucional está en horas semánticas muy bajas.

En fin, aceptémoslo sin sobresalto alguno. Fue un acto institucional aunque no por el acto en sí mismo, sino por los trogloditas que asistieron al evento: el arzobispo de Pamplona, Francisco Pérez y su hisopo, el ministro de la verja, Jorge Fernández, amigo íntimo de santa Teresa, la presidenta del Gobierno de Navarra, Yolanda Barcina y su bromatología andante, y varias autoridades más. Nunca hubiera pensando que se necesitara tanta gente institucional para colocar una primera piedra institucional de un cuartel de la Guardia Civil institucionalizado en diferido.

Digámoslo una vez más. ¿Qué pintaba un arzobispo en un acto de pedestre albañilería? Además de romper la estética de lasvestimentas del resto de los oficiantes, ¿qué hacía una autoridad religiosa en un acto esencialmente civil, aconfesional y ajeno a cualquier planteamiento teológico? ¿Y qué pintaba dicho séquito, formado por representantes públicos de una ciudadanía plural, religiosamente hablando, arropando la figura carnavalesca de un arzobispo católico manejando un hisopo? ¿Acaso el arzobispo de Pamplona hisopa mejor que el mullah o ulema de la mezquita de Tudela?

Navarra está acostumbrada a que las autoridades políticas vulneren el principio de aconfesionalidad del Estado. Y en el caso de Fitero, como dijo el representante de I. E., José Miguel Nuin, «sólo faltó Berlanga para decir cámara, acción». Estimulante y acertada insinuación, desde luego. Nuin propuso a la mesa de portavoces parlamentarios que se aceptara una declaración institucional donde el Parlamento foral considerara necesario que «las autoridades y cargos públicos del Gobierno del España y del Gobierno de Navarra respetasen el carácter aconfesional del Estado (artículo 16.3 CE) y “no participasen en actos públicos donde se viole este principio constitucional».

No me detendré en la respuesta negativa de UPN y PPN, siempre coherentes con el sentido institucional de su fe en el nacionalcatolicismo, en contra de lo que marca la Constitución, esa carta magna que consideran intangible, pero que vulneran confesionalmente una y otra vez.

Recalcaría más la postura de los tibios. Me refiero al PSN, y, en esta ocasión, a Lizarbe. No son de recibo sus palabras. “la Constitución es muy clara respecto a la confesionalidad”. Tan clara que Lizarbe nunca la cumple. Y siempre encuentra idéntica excusa: «en muchos actos cívicos y no solo en fiestas de los pueblos es algo habitual la presencia de representantes de la Iglesia católica, como lo es la presencia de políticos en actos religiosos”. En efecto. Recuerden con qué unción y piedad besó el propio Lizarbe la imagen de san Miguel de Aralar en el Parlamento navarro. ¡Ni que estuviera absorbiendo un chupito de mascaró!

Que Lizarbe dijera que “desde un punto de vista estricto y constitucional no se tendría que participar, pero suele haber una demanda de ciudadanos de que participen en determinados actos religiosos”, es para preguntarle para qué están las leyes que ellos mismos legislan. ¿Para pasárselas por la piedra hisopada de su cinismo? Desde luego, si el hombre común tropieza dos veces en la misma piedra, los socialistas en la piedra de la aconfesionalidad no paran de darse cabezadas. Así les va.

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Víctor Moreno Bayona. ¿Y cuándo quieres que dé clase?

claseHe aquí enunciadas dos nociones habituales en el argot del profesorado: una explícita, dar clase, y la otra, implícita, el miedo a perder el tiempo. Al parecer, existe una especial sensibilidad docente gracias a la cual cierto profesorado es capaz de distinguir cuándo sí y cuándo no da clases. Gracias a un imaginario sexto sentido perciben los muy agraciados cuándo tienen la sensación de estar dando clases y cuándo la tienen de estar perdiendo el tiempo.

Ahora bien, ¿qué significa dar clase y perder el tiempo en el aula?

No es fácil encontrar una respuesta que contente el ego profesional del profesorado. Mi tesis es que las razones que llevan al profesorado a plantearse este tipo de dilemas tienen que ser producto de algún tipo de esquizofrenia o de bipolaridad. O, más propiamente, de bisoñez e inexperiencia profesional. Cuando se es inexperto, lo que parece cara es cruz, y lo que es cruz parece cara. Menos mal que este infeliz profesional no tardará en descubrir que se trata de la misma moneda, el haz y el envés de un mismo acto. Y, si no lo descubre, será terrible para quien tenga que padecer sus neuras pedagógicas. Cultivará el rigor mortis de la tiza durante su periplo curricular para sufrimiento del pobre escolano. Así que lo mejor que podría hacer es cambiar de profesión cuanto antes. Lo agradecerá su posible alumnado y, por supuesto, su nivel de colesterol.

Cualquier profesor, que tenga algunos años de desgaste curricular a sus espaldas, sabe que desde el momento en que entra en el aula no deja de dar clase. Ya se trate de nociones prácticas de urbanidad, de educación, de higiene, de respeto, en fin, de aquellos elementos que conforman cualquier relación saludable entre personas bien nacidas. En este campo, gravitatorio donde los hubiere, nadie, profesorado y alumnado, no deja de enseñar lo mucho o lo poco que sabe.

Cuando alguien se plantea este falso dilema que insinúa el título del texto, es que no acepta que la situación del aula sea un espacio y un tiempo en el que enseñan todos y aprende el que quiere aprender. Y muy mal lo pasará aquel profesor que no esté por labor de aprender de su alumnado.

Podría decirse que hay una gradación en el modo y manera de sentir el ambivalente sentimiento de tener conciencia de dar clase y de estar perdiendo el tiempo en el aula.

Seguro que quien explica al alumnado la distinción entre nombres propios, comunes y epicenos, sentirá que está dando una clase importante. Y sentirá un subidón de adrenalina si, en lugar de explicar qué es un humilde artículo, se dedica a disecar la estructura de una subordinada sustantiva de complemento directo en un texto de Cervantes. En su imaginario pedagógico, no goza de la misma importancia explicar el funcionamiento de los verbos ser y estar, tan humildes ellos, que los verbos defectivos e irregulares. Lo mismo sucede en el campo de las ciencias. No genera en el neuronal la misma satisfacción idiota hacer sumas en un aula de primaria que resolver integrales en cursos superiores.

Pero seamos más precisos. Hay un profesorado que solo se siente realizado cuando explica el funcionamiento de cualquier partícula gramatical. Y esta, cuanto más enrevesada sea, mejor será para su autoestima. Tanto es así que, si no existiera la gramática, muchos profesores no sabrían qué hacer para sentirse realizados. Si desapareciera la gramática del aula, se volverían eunucos de la tiza.

Este mismo profesorado considera que escribir en el aula cualquier cotufa creativa, sea un Lipograma, un Limerick o inventar palabras maleta que tanto gustaban a Lewis Carrol y entusiasmaban al gíglico de Cortázar, es una manera sublime de apostar por la más sobresaliente inutilidad. Y es que, los muy utilitaristas, aún no han descubierto la sabiduría que encierra la caja sublime de la utilidad de ciertas prácticas y entusiasmos inútiles.

Es penoso y triste que las aulas estén ocupadas por un profesorado que no ha descubierto aún el encanto útil de la inutilidad de ciertas prácticas escolares, tanto referidas a la oralidad como a la lectura y a la escritura. Siguen prefiriendo enseñar el funcionamiento de los verbos irregulares, el valor del pronombre se y la clasificación interminable de las perífrasis verbales.

Son profesores que saben mucho sobre los adjetivos y los verbos, pero nada saben hacer con ellos. Se han convertido en taxidermistas del lenguaje. Y nada hay tan incompatible con la lengua como la parálisis y el embalsamiento de las palabras. En muchos aspectos, cabría decir que el ocaso de las palabras que padecemos en la actualidad tiene un origen más o menos mediato en la desidia del profesorado por no despertar dicha sensibilidad palabrática en su alumnado. La puntilla la pone, desde luego, la propia sociedad, invadida por las termitas de la prisa y del utilitarismo más ramplón.

La gramática es una maravilla, pero solo cuando la ponemos en funcionamiento. La literatura universal lo confirma. Todo concepto gramatical lleva implícito una propuesta de creación literaria que es preciso descubrir y practicar.

El profesorado, no sólo debería preocuparse por enseñar lo que sabe sobre artículos, nombres y verbos, sino que tendría que esmerarse en que el aprendizaje de tales partículas se convirtiese en un instrumento práctico de la comunicación del sujeto que los aprende. El niño debe saber por vía práctica que el sujeto, el nombre, el verbo y el adjetivo son más que meros significantes que están ahí para amargarle el día. Si la enseñanza de la lengua no se transforma en un aprendizaje significativo y procedimental –sé lo que es un adjetivo, pero también conozco su poder comunicativo-, entonces, será una pérdida de tiempo.

Cada día que pasa se entierran un montón de palabras debido al afán utilitarista que busca lo rápido y lo productivo en lo que emprende. Sería una pena constatar que, en el origen de ese cementerio de palabras progresivo, fuera el profesorado uno de sus responsables directos por no haber despertado en su alumnado, cuando pudo hacerlo, esa inclinación fervorosa por la utilidad inútil de ciertos aprendizajes… como escribir poemas o cuentos anagramáticos en el aula. Quien lo probó, lo sabe.

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