Hace bastante tiempo, me quedé con la siguiente copla evangélica, aunque firmada por un laico, y que en estos tiempos onerosos de crisis y gatuperios parecidos vendrá bien tararearla: “La persona, cuanto más culta, menos dinero gasta. Los incultos derrochan porque con ello tienen la sensación de que su relación con el mundo es más intensa y son más felices. Pero la alegría no depende de estímulos externos, sino de esa riqueza interior, a menudo callada, que hay que ir cultivando».
En estos tiempos; digo, en que la pobreza asesina la cultura y anega en el vacío los bolsillos de medio mapa mundi, habrá que agradecer al padre Savater, autor de la homilía anterior, que dedicara su tiempo y su valor de educar a los pobres, regalándoles tan tranquilizador y sublime pensamiento, digno del más inspirado Rouco Varela, y que, parafraseado en plan epístola a los adefesios, podría quedar como sigue: «Pobres del mundo, no estéis tristes; gracias a vuestra miseria, podéis dedicaros a cultivar la verdadera y feliz riqueza interior. Sabed que nada importa el dinero, y, si va acompañado de crasa incultura, menos».
Para Savater, los incultos son derrochones, porque ven en ese despelote gastador el estigma de su realización personal y de su felicidad. Pero, en realidad, estos pobres ilusos nada saben de la auténtica alegría, pues están privados, no de cultura, sino de La cultura. ¿Cuál? No sólo LA cultura que hace años tenía en propiedad el periódico de Polanco, sino, sobre todo, la cultura que lleva a Savater a despedir el Fin de Año desde la ciudad de Venecia. Y de la misma cultura que lleva a Savater todos los años en el mes de agosto al hipódromo de Epsom a, como indica su prosapia verbal, «conectar con las raíces ancestrales que ha preferido mi imaginación (las otras, las impuestas por la sangre o la etnia, son pura filfa esclavizadora) recobrando el ensueño del Derby». ¡Ah, el ensueño cultural del derby que nace de la imaginación individual!
Jamás calificaré a don Fernando de esteta orondo, derrochón y sibarita. Al estar poseído por la cultura, y ser filósofo, aunque de ribazo, eso sería un imposible metafísico. No puede ser que él, con su cultura, se deje llevar por «estímulos externos» -léase café, copa y puro-, para estar alegre y feliz. Demasiado vulgar y mediocre para su espíritu cosmopolita.
Convengamos en que celebrar el fin de año en Venecia, pudiéndolo hacer en Torrejón o en Donosti, y viajar a Epsom, para ver una carrera de recios cuadrúpedos, son magros dispendios, compensados por esa dignísima finalidad de cultivar, de manera callada y silenciosa, la almeja de su riqueza interior. Y de paso, mostrar a los pobres de este mundo cómo un sujeto culto se gasta el dinero cuando se tiene, buscando en ese gesto el profundísimo cultivo de la auténtica riqueza interior.
Y es que los pobres dan asco. ¡No saben ni aprovechar las crisis económicas para cultivar la riqueza interior de su bazo…!