Victor Moreno. ¡Y un güevo!

Huevo_duro“Un financiero se pondrá a cantar, un abogado se hará confidente de la policía, un panadero expondrá sus preferencias literarias, un actor gobernará, un cocinero filosofará sobre los momentos de cocción como jalones en la historia universal” (Guy Debord, Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, Anagrama, 1990).

La serie, establecida por el situacionista Debord, podría completarse añadiendo que el cocinero Ferrán Adriá se subirá a la parra de los iluminados y comunicará al mundo que “la cocina debería ser una asignatura escolar obligatoria, por lo menos para que los jóvenes sepan hacer un huevo frito”.

No es la primera vez que la sociedad del espectáculo nos depara este tipo de declaraciones en las que alguien, que viven con gran intensidad y amor metálico su trabajo, establece que los demás serán muy felices si se comportan como quien les conmina a ser y a hacer esto o aquello. Hace ya unos años, Grande Covián decía en un tono imperativo lo propio: “En las escuelas los niños deberían aprender a cocinar”.

Consuela saber que ni a los toreros ni a los guardias civiles ni a las putas ni a los trapecistas les ha dado por proclamar qué es lo que los niños de las escuelas de este país deberían aprender para ser felices, curricularmente hablando.

Con toda probabilidad, los niños de este país se lo pasarían mucho mejor en las escuelas si quienes les diesen las clases fueran cocineros como Adriá o futbolistas como Reina. Y sería el orgasmo pedagógico absoluto si fuera la Policía Nacional o alguna mujer –también valdría hombre-, de moral distraída quienes les enseñaran el abecé de su pedagogía militar y pícara, respectivamente.

Lo que pasa es que las escuelas ni están para que los alumnos frían huevos, aprendan a torear un mihura, bastante hacen con torear los derivados didácticos de la Ley de Calidad, ni, menos aún, recibir lecciones acerca de cómo manejar un pistolón o un tanque, aunque, a decir verdad, a más de un alumno le encantaría manipular semejantes mierdas de la tecnología. Y, bueno, ni qué decir tiene que, si la educación sexual, que algunos pretenden que se imparta en las escuelas, si la impartiese una rabiza, entiéndase, una hetaira con titulación y todo en regla con la OMS, los alumnos, quizás, así aprendiesen fisiología de verdad y no esa aburrida biología que siempre acaba enseñándose.

Siento desengañarles, pero la vida no forma parte del currículo escolar. Hace tiempo que entre ellos existe un divorcio tan grande que ni siquiera el PP, con todo lo enemigo que es de las parejas ajenas al matrimonio canónico, sería capaz de arreglarlo.

Es más. A mí me parece estupendo que la vida no entre en las escuelas. Particularmente, las áreas transversales me dan dentera. Tanto como la religión y la ética. Todo lo que se mete en el aula de matute se convierte en materia de adoctrinamiento moral y social.

Además, está la existencia de los adultos tan corrompida que no haríamos ningún favor a nuestros hijos obligándoles a estudiarla en vivo y en directo. No seamos impacientes. Pronto serán igual que nosotros.

Por otra parte, ya está bien tirar balones de ozono fuera. El adulto tiende por sistema a introducir en el sistema educativo todo aquello que no hace bien en su vida. Y la escuela tiene que corregir, sin conseguirlo, lo que la sociedad estropea de forma permanente e histórica.

Es muy posible, por tanto, que, cuando el cocinero Adriá aseguraba lo del huevo frito, quizás, lo dijese porque había comprobado in situ que la mayoría de las personas adultas no sabe freírlo. ¡Si sólo ignorásemos freír un güevo!

Pero eso, lo del huevo, se arregla muy bien en casa. Como se arreglaría muy bien si los padres educaran a los niños a cepillarse los dientes después de cada comida; a pararse ante un semáforo en rojo cuando vamos con ellos de excursión en coche; a no tirar colillas de cigarro al suelo o los papeles que envolvían el bocata de jamón o el caramelo de menta; a respetar el silencio de los demás evitando en todo momento ruidos innecesarios, como convertir los pasillos de la casa en pistas de patinaje nocturno; a aleccionarles con el propio ejemplo para que no escupan en lugares públicos… y, en fin, a ilustrarles para que no chillen como “mamestros” –simbiosis de mamón y de cabestro-, para, encima, no decir nada… Y así sucesivamente

La gente piensa que meter en la escuela lo que pasa en la calle dará más vitalidad a la institución. Para nada. Casi todo lo que toca la escuela se convierte en motivo de aburrimiento. Si queremos que las cosas más importantes de la vida permanezcan frescas y lozanas, procuremos que no entren en la escuela como objeto de estudio y de examen.

Y, menos aún, la actividad de freír un huevo. Sería terrible que dicho contenido figurase como unidad didáctica en los libros de texto. Lo que la familia puede hacer con creces, ¿para qué endilgárselo a la escuela?

Espero equivocarme en mi diagnóstico, pero sostengo que cuanta más vacía de contenido está una escuela o un instituto, más tonterías se quieren meter en ella.

Sobre el autor del artículo: Victor Moreno

Libros del autor: Pamiela.com

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