El País, 23/06/2010
Los militares sublevados que desataron nuestra Guerra Civil comenzaron a construir su entramado “jurídico” a golpe de bandos de guerra. En el de 24 de julio de 1936, dictado por el general Queipo de Llano, se ordena pasar por las armas, sin juicio previo, a todos los dirigentes y simpatizantes del Gobierno de la República. El de 28 de julio de 1936 suaviza la brutalidad de su predecesor y, junto con otras disposiciones posteriores, abre paso a juicios sumarísimos sin garantías, que terminan, en la mayoría de los casos, con penas de muerte.
Algunos fragmentos de la “jurisprudencia” emanada de estos consejos de guerra puede ilustrar sobre las consecuencias, demoledoras e insoportables para el mundo del derecho, de la política represiva y exterminadora que se aplicó durante la Guerra Civil y la posguerra. Bastan unos pocos casos para ilustrar sobre las dimensiones de las aberraciones jurídicas cometidas.
Uno: “Se trata de una mujer de mala conducta, de ideas comunistas que se incautó víveres y ropas de una iglesia para confeccionar ropas a un hijo suyo” (sentencia del 11 de marzo de 1941).
Otro en León, el 5 de noviembre de 1936, contra el gobernador civil y otras personas relacionadas con el Gobierno de la República. Al catedrático de instituto Manuel Santamaría Andrés se le imputa “haber sido presidente del Partido de Izquierda Republicana, destacado elemento del mismo, frecuentando el Gobierno Civil en el que estuvo hasta momentos antes de ser atacado por la fuerza el día 20 de julio, constando en su descargo que por discrepancias con la orientación del Frente Popular, al surgir el movimiento salvador, estaba separado del cargo que desempeñaba en el partido de Izquierda Republicana”. Con estas acusaciones, muchos de ustedes habrán pensado que fue suspendido de empleo y sueldo y apartado de la cátedra. Están equivocados, fue condenado por traición a la patria y pasado por las armas a las 48 horas.
Nos enfrentamos a una cuestión que no es exclusivamente jurídica, sino de dignidad democrática. Un sistema democrático que se inspira en los valores superiores de la justicia, la libertad, la igualdad y el pluralismo político, no puede digerir sin traumas y complicaciones colaterales toda la brutalidad que se puso en marcha el 18 de julio de 1936 con el único objetivo de aniquilar a la mayoría de la población española que trataba de impulsar los valores impecablemente democráticos y republicanos que proclamaba la Constitución de 1931.
Si, como dicen algunos, el problema de España en la segunda mitad del 1936 era el orden público, es un hecho cierto que el presidente de las Cortes republicanas, Diego Martínez Barrio, propuso al general Mola, el mismo día 18 de julio, el Ministerio de Gobernación para que restaurase la normalidad alterada por la sublevación de los militares en África del Norte y en alguna parte de la Península. Su respuesta negativa evidenció el propósito de los rebeldes. Se trataba de instaurar un régimen totalitario inspirado en la Alemania nazi y la Italia fascista que dejase sin efecto las libertades y derechos ciudadanos, sustituyéndolos por la voluntad incuestionable de un Jefe, llámese Fürher, Duce o Caudillo, aun a costa de eliminar física y moralmente a más de la mitad de los españoles.
Para conseguir estos obsesivos y crueles objetivos no dudaron en diseñar políticas que, como confesó el general Franco a un periodista inglés, pudiesen llevar al exterminio de todos los que profesasen ideas democráticas o permaneciesen fieles a la legalidad republicana, hoy día prolongada por la Constitución de 1978. No hace falta un profundo conocimiento de las normas jurídicas para concluir, con arreglo a la legalidad entonces vigente, que los militares alzados contra el Gobierno salido de las urnas cometieron un delito contra la forma de Gobierno y de rebelión militar.
Pero lo más asombroso para cualquier jurista nace de la subversión de la lógica y racionalidad del Derecho al considerar a los que permanecen fieles al Gobierno legítimo de la República como reos de rebelión militar, si pertenecían al Ejército y como auxiliadores de la rebelión si eran civiles.
Llegaron a subvertir el orden jurídico y el lenguaje hasta el extremo de considerar a la España oficial legitimada por las urnas como rebeldes y, por tanto, reos de crímenes de traición a la patria. Las cifras de ejecuciones en consejos de guerra sumarísimos no podrán ser borradas de la historia porque dejaron rastros y documentos elocuentes, como los que hemos citado antes.
La dignidad democrática exige que los mecanismos legales y judiciales dejen claro que la actitud de una parte importante del Ejército en el mes de julio de 1936 constituyó un delito de rebelión militar. Lo que hizo el juez Garzón, con su decisión de 16 de octubre de 2008, trataba de restaurar la pura racionalidad de la ley al considerar al general Franco y a sus más directos colaboradores como culpables de un delito contra la forma de Gobierno y de rebelión militar. Todos sabemos que estaban en su mayoría muertos, pero no existe ningún obstáculo legal para romper la subversión insoportable de la racionalidad jurídica y colocar a cada uno en su sitio. A los rebeldes como tales y las víctimas como leales ciudadanos que permanecieron fieles a los valores democráticos que encarnaba la legalidad republicana y que pagaron con su vida, con sus bienes y con un cruel destino su defensa de las libertades que ahora todos disfrutamos.
La resolución judicial del Juez de Instrucción Central número 5 responde a los más estrictos cánones asumidos por la comunidad internacional. La vida, la dignidad, la libertad y la justicia constituyen los pilares sobre los que se construye una sociedad civilizada y un Estado de derecho. El poder judicial no puede ignorar estos valores y principios que, además, les vienen impuestos por los tratados internacionales asumidos por España e integrados en la Constitución de 1978.
La esponja del olvido no puede borrar la esencia de la democracia. Cualquier intento de ensamblar la dictadura con la democracia carece de sustento jurídico, político y ético. El pasado debe ser expulsado del marco de la democracia a través de la declaración de nulidad de las sentencias infamantes que repugnan a la conciencia de los seres civilizados.
Lo hizo Alemania en 1998 y en 2002, es decir, 47 años después de la derrota del régimen nazi, y lo ha vuelto a hacer en 2009. La ley alemana no puede ser más sencilla y coherente. Se dispone la nulidad ipso iure de todas las sentencias y condenas dictadas por la Administración de la justicia penal a partir del 30 de enero de 1933, en contra de los más elementales principios de justicia y que tenían por objeto la consolidación del régimen nacional socialista, al tiempo que estaban basadas en discriminación por motivos políticos, militares, raciales, religiosos o ideológicos.
¿Puede España permanecer ajena a estas exigencias?
José Antonio Martín Pallín
(Magistrado, comisionado de la Comisión Internacional de Juristas)