«Hasta que la democracia no condene el franquismo, ninguna iniciativa sobre el Valle de los Caídos impedirá que el enemigo deje de vencer».
Los golpistas en Cuelgamuros.
Cada vez que alguien –desde José Luis Rodríguez Zapatero hasta Baltasar Garzón, pasando por Manuela Carmena– sale con la ocurrencia de convertir el Valle de los Caídos en un monumento de paz y de concordia, me viene a la cabeza un cuento de Eduardo Galeano titulado La desmemoria/ 4. En su cuento, el escritor uruguayo rememora el día en que visitó Chicago, una ciudad que observa llena de fábricas y llena de obreros. Cuenta Galeano que al llegar al barrio de Haymarket pidió a sus amigos que le mostraran "el lugar donde fueron ahorcados, en 1886, aquellos obreros que el mundo entero saluda cada primero de mayo".
–Ha de ser por aquí –me dicen. Pero nadie sabe”.
“Ninguna estatua se ha erigido en memoria de los mártires de Chicago en la ciudad de Chicago. Ni estatua, ni monolito, ni placa de bronce, ni nada”, continúa diciendo Galeano.
Sin embargo, en 1997, casi una década después de que Eduardo Galeano publicara su cuento en El libro de los abrazos (Siglo XXI, 1989), la plaza de Haymarket se acordó de los huelguistas que encontraron la muerte por reivindicar la jornada laboral de ocho horas. Una placa rememora desde entonces la lucha por los derechos de los trabajadores. Parecía que al final se les hacía justicia a los mártires de Chicago. Pero un grafiti nos recuerda que a veces las políticas de la memoria, más que justicia, lo que llevan a cabo es una apropiación, por parte de los vencedores, de la memoria de los vencidos. En la placa dedicada a los obreros muertos de Chicago apareció una pintada que de un modo harto elocuente decía: "First they took your life. Now they exploit your memory". Primero os quitaron la vida; ahora explotan vuestra memoria.
Cuenta Walter Benjamin, en sus Tesis de filosofía de la Historia, que "ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si es que este vence. Y ese enemigo no ha cesado de vencer". Los muertos no están a salvo cuando su memoria se normaliza o se institucionaliza no para establecer una ruptura con el pasado, con el tiempo de los vencedores, de sus asesinos, sino para desactivarla políticamente, para cerrar una herida que todavía sigue abierta y sin cicatrizar. La colocación de la placa constituye un intento de cerrar un pasado que todavía sigue abierto, porque la causa de su lucha sigue vigente hoy. Los muertos no estarán a salvo, ni su memoria justamente reconocida, si previamente no se condena a sus asesinos.
Esta reflexión, de corte benjaminiana, debería servir para articular una política de la memoria histórica en España. Porque no hay placa que valga si la democracia no establece previamente una ruptura con la dictadura franquista. Y España, desde la transición, sigue teniendo pendiente esta tarea. No se puede hacer memoria desde el consenso y la reconciliación, sino impidiendo que el enemigo siga venciendo, esto es, impidiendo que el franquismo siga gozando de su impunidad.
Bautizar, por lo tanto, el Valle de los Caídos como "El Valle de la Paz", como quería Manuela Carmena, convertirlo en un monumento de concordia y reconciliación nacional, como así lo pretendía la llamada Ley de Memoria Histórica de Zapatero, o transformarlo en un “Espacio de memoria”, que es la propuesta del juez Baltasar Garzón, aunque seguramente se traten todas ellas de iniciativas que persiguen la verdad, justicia y reparación, en realidad no hacen sino un flaco favor a la memoria de los vencidos. Una posición crítica y radical frente al Valle de los Caídos no pasa por su resemantización, porque la historia no precisa ser reescrita o renombrada, sino –y volvemos a Benjamin– ser articulada políticamente. "Articular el pasado históricamente no significa reconocerlo ‘tal y como propiamente ha sido’. Significa apoderarse de un recuerdo que relampaguea en el instante de un peligro", dejó escrito Walter Benjamin en sus Tesis de filosofía de la Historia. Menos crípticamente, articular la historia políticamente significa convocar, en este aquí y ahora, a los muertos, a las víctimas de la historia, para que con la fuerza de su recuerdo podamos transformar el presente, un presente en el que siguen habitando impunemente sus asesinos. Un presente que no solo niega, silencia y olvida a los muertos, sino en el que además se siguen sin anular las condenas que les impuso una dictadura ilegítima.
El franquismo les quitó la vida y la democracia explota –utiliza, institucionaliza, banaliza, neutraliza— su memoria. Como les sucedió a los mártires de Chicago. Como entendió Galeano cuando, al final de su cuento, tras la inútil exploración de Haymarket, se adentra en la mejor librería de la ciudad. "Y allí –escribe Galeano–, por pura casualidad, por pura casualidad, descubro un viejo cartel que está como esperándome, metido entre muchos otros carteles de cine y música rock. El cartel reproduce un proverbio de África: Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al cazador".
Hasta que la democracia no condene, pues, el franquismo, ninguna iniciativa, responda a la buena voluntad que responda, impedirá que el enemigo cese de vencer. Es por eso que una política de la memoria no se puede hacer solamente con buenas intenciones. Ni monumento de concordia ni de paz ni de reconciliación. El Valle de los Caídos, símbolo de la barbarie, del fascismo español, construido por esclavos republicanos, no puede ir acompañado, en su resemantización, por palabras amables que terminen por desactivar la memoria de los vencidos. Por ello, para hacer justicia, para devolver la dignidad a quienes murieron defendiendo la democracia, para articular políticamente el pasado y hacer de verdad un ejercicio de memoria que no tergiverse la realidad histórica, habría que colocar, en el Valle de los Caídos, una placa que dijera: Esto es un documento de barbarie. Esta sería, en mi opinión, la mejor forma de recordar el pasado, de recordar lo que supuso el golpe de Estado, la Guerra Civil y la dictadura franquista: barbarie. De lo contrario, seguiríamos glorificando al cazador. Aceptando su sentido común, su construcción cultural. Porque el Valle de los Caídos no es otra cosa que un documento de cultura que construyó el franquismo para legitimar su poder. Por eso es tan acertado denominarlo "documento de barbarie", porque, y como decía Walter Benjamin una vez más, "no hay documento de cultura que no lo sea también de barbarie". Porque ya les quitaron la vida, no dejemos ahora que además exploten su memoria.
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David Becerra Mayor es doctor en Literatura Española por la Universidad Autónoma de Madrid y autor de La Guerra Civil como moda literaria (Clave Intelectual, 2015).
Publicado originalmente en ctxt.