Cualquiera que no sea autóctono con denominación de origen o pamplonés de toda la vida y contemple el espectáculo que tiene delante de sus ojos durante estos días que llaman sanfermineros, se preguntará quién era ese buen tipo llamado Fermín y al que se rinde un absoluto vasallaje festivo y religioso.
Para su sorpresa, se encontrará con la certeza de que la mayoría de la gente que aclama y venera a dicho santo no tiene idea de quién era, si nació de mujer o de endriago, si tiene partida de nacimiento contrastada o si puso alguna vez sus pies en la ciudad. En fin, terminará por preguntarse si no será una leyenda deleitosa o un apócrifo como la copa de un abedul.
Siendo esto materia admirable para una persona más o menos crítica, mayor estupor le causará descubrir que, tratándose de un santo, usufructuado por la Iglesia católica, sea un poder político, como el del Ayuntamiento, quien con mayor satisfacción dobla su espinazo ante una imagen que dicen que representa al santo. Pues este lector crítico sabe bien que se trata de una adhesión confesional que le está prohibida al Ayuntamiento por las leyes del Estado. Leyes que los políticos de dicha institución pública han jurado o prometido respetar, acatar y hacer cumplir, y que ni cumplen, ni acatan ni respetan.
Más bien sucede lo contrario. Paralelo al espectáculo que la ciudad le ofrece, también podrá contemplar el esfuerzo titánico del municipio para enfrentarse a esa modernidad que se empeña en introducir cierta racionalidad y equilibrio en costumbres y tradiciones religiosas, y que atentan contra el principio democrático de la pluralidad confesional de la sociedad en que aquellas pretenden hacerse hueco y devoción en la calle avasallando todo vestigio de pluralismo confesional.
Si escarba en el argumentario de estos ediles, terminará por saber que estos alegan que dicha modernidad es una lata, porque se inquieta demasiado por asuntos que no merecen tanta inquisición, pues la tradición religiosa se basa en la fe inofensiva del creyente y nada hay que temer, pues no tiene fundamento en la realidad. Del mismo modo que no la tiene la existencia del propio santo a quien le dedican todos los días de la semana sanferminera misas, octavas, vísperas, ofrendas y un repertorio confesional religioso variadísimo. Hasta los niños, adoctrinados por sus padres para su bien, piden su intercesión y la bendición de sus pañuelos fetiche en un acto fideísta, además de supersticioso.
¿Qué decir a todo ello? La verdad es que no cabe sino admirarse. Y reconocer el poder fascinante que tiene la nada, la fantasía, el relato apócrifo y la leyenda. ¿Y la mentira? No. La mentira bastardea la realidad y pierde su fuerza porque acaba desvelando su nula verosimilitud. La fantasía y el apócrifo están recubiertos de otra mermelada existencial.
Los creyentes del mundo se basan en la Nada consiguiendo, por paradójico que parezca, inventar relatos tan divertidos como los de la ciencia ficción. Esta gente tiene mucho mérito. Cortejadores habituales de la nada, se esperaría que fuesen discípulos del nihilismo. Pero no. Al contrario, se transforman en seres resolutivos, tanto que el fundamento de sus acciones lo asientan en dogmas, en principios categóricos, cuando no en verdades reveladas, y no, como sería lógico, en el escepticismo. Una transformación que a la modernidad racionalista e ilustrada le resulta incapaz de entender. Y eso que esta modernidad no ignora que aquello que no existe ha sido siempre lo más productivo para la creación artística. De hecho, gracias a que Dios no existe, han surgido además de teólogos, confesores y obispos, infinidad de sectas religiosas que pugnan por considerarse los únicos y verdaderos intérpretes de esa Nada.
San Fermín se inscribe en ese mismo territorio de la nada. Si hubiera existido como mandan los cánones del documento nacional de identidad, del padrón municipal y del pago de la contribución, hace tiempo que habríamos dejado de hablar de él. Y, por descontado, no tendríamos unas fiestas en su honor. Si las hay, fue porque no tuvo una existencia real. Pero no hay que alarmarse por saber que en los archivos de la ciudad no consta ni su huella dactilar, ni su reliquia. La constatación, más que una desgracia, es un alivio.
Porque esto es lo extraordinario. Haber construido sobre la nada más absoluta unas fiestas en nombre de alguien al que mente tan poco sospechosa de ateísmo o de anticlericalismo, como el historiador Goñi Gaztambide, señaló como personaje inventado, perteneciente a una tradición falsa, indemostrable, apócrifa, inexistente. A idéntica conclusión llegarían los investigadores J. M. Jimeno Jurío y Roldán Jimeno.
No hubo un sujeto existencial llamado Fermín y nunca fue torturado ni martirizado. Por lo que sus hipotéticas reliquias del trigémino jamás se depositaron en esta ciudad. Ocurre en muchos lugares. Existen infinidad de fiestas populares dedicadas a santos que nunca existieron. Y esa es la base de muchas tradiciones religiosas: el vacío, al que veneran de forma insólita los lugareños.
Lo que confirma lo que decíamos. La Nada puede convertirse en un generador poderoso de expectativas, ilusiones, creencias y demás alfalfa existencial. Invocar a un caballero inexistente como fundamento de unas actividades parecerá cosa de ilusos, pero es lo más habitual. De hecho, las tradiciones con más arraigo son aquellas que se basan en la fantasía y en el relato apócrifo. La pena es que exista una cuadrilla de explotadores que utilizan la buena fe de la gente para sacar provecho de unas fabulaciones increíbles.
Adquirir la marca san Fermín para institucionalizar unas fiestas cívicas y civiles tiene mérito, sabiendo que dicho santo es una entelequia inventada por una hagiografía tan truculenta como divertida. Preguntar, por tanto, a cualquier individuo que forma esa masa que inunda calles, fuentes y terrazas quién era este hombre llamado Fermín, de dónde era, cómo era, qué le gustaba más si el tinto o el clarete, el abadejo o el ternasco de la Cuenca, será una pérdida de tiempo, porque nadie sabrá responder.
Es realmente extraordinario. A un tipo que no existió, la corporación municipal de Pamplona le dedica misas, himnos, vísperas, procesiones y rezos. Un triunfo de la nada y del vacío en todo su esplendor ruidoso. Lo más curioso que nadie sabe si a este Fermín le gustaban los toros, pero, ya ven, todos los años se las ingenia para echar un capote a ese corredor despistado, evitando que un astado le deje la firma violenta de su ceguera en las tripas. Milagros así no los hace cualquier santo. Y, si de milagros hay que hablar, ninguno como el protagonizado por el Ayuntamiento actual, a quien le resulta más fácil creer en el capote del santo inexistente que en la pluralidad confesional democrática exigida por la constitución.
Víctor Moreno, José Ramón Urtasun, Fernando Mikelarena, Txema Aranaz,
miembros del Ateneo Basilio Lacort