Una vez fui a la tele a hablar de mi libro y me encontré con el Señor Consejero de Cultura. Antes de entrar al plató me pasaron a una salita de espera y ahí estaba Él. «¿Qué es esto, una encerrona?», recuerdo que pensé, porque el día anterior me habían llamado de un periódico para recabar mi opinión sobre un proyecto que habían impulsado desde su Consejería, y mi opinión no era muy favorable a ese proyecto, y así había aparecido en los papeles esa misma mañana.
—Hola –saludé deportivamente, a pesar de todo.
El Señor Consejero de Cultura, al oír aquel mundanal ruido, levantó los ojos del supermóvil al que los tenía pegados, y me miró durante una milésima de segundo por encima de las gafas de pasta, en sus dos acepciones.
—Hola –respondió Él, y después siguió otra vez apretando botones.
Da un poco de miedo ver a todo un Señor Consejero apretar botones: cada vez que lo hace puede estar tirando diminutas bombas atómicas. A mí, de hecho, me dio por ponerme paranoico y pensé que en ese mismo momento estaba borrándome del mapa cultural, vía cibernética.
Luego llegó un muchacho muy pizpireto, que debía de ser el Señor Jefe de Prensa del Señor Consejero de Cultura, con un juguete en la mano, un móvil atronador, en el que en ese momento se reproducía una canción que me resultaba muy familiar. Me sorprendió gratamente la jocosidad con que ellos dos miraban el vídeo, dándose codazos cómplices. No me imaginaba que un grupo como aquel pudiera gustarles.
—Juo, juo, pero mira a ese, si lleva faldas –se rió, no obstante, el Señor Jefe de Prensa.
—Juo, juo, pero qué pintas ¿Quiénes son? – preguntó después, el Señor Consejero de Cultura.
Y el Señor Jefe de Prensa dijo el nombre del grupo y también que «a estos los hemos metido en el programa ese de promoción de músicos».
—Para que luego se quejen –apuntilló el Señor Consejero de Cultura.
Yo me quedé de piedra. La letra de la canción que estaban escuchando ¡la había escrito yo! y lo que era peor, aquellos dos tipos no estaban recochineándose de mí. Me di cuenta inmediatamente de que en realidad no tenían ni idea de quién era ni qué hacía ahí. Yo era invisible para ellos. Yo nunca había aparecido en sus mapas.
Habrá qué ver qué sucede tras las elecciones del pasado 24M, pero tengo no sé si la opinión o la ilusión de que ese día ya sucedió algo, de que algunas cosas pueden empezar a cambiar, y de que a la política pueden o deben de empezar a llegar personas en lugar de marcianos, personas que obedezcan en lugar de mandar a quienes gobiernan (o, lo que es más grave, en lugar de tratarlos con desprecio, invisibilizarlos, mofarse de ellos…). Consejeros de Cultura, por ejemplo, que conocen a sus músicos, a sus escritores… Alcaldesas que han sido sacadas a rastras de un desahucio… Personas que nos hagan olvidarnos de todos aquellos políticos de vieja escuela que se consideran elegidos –en el peor de los sentidos– a perpetuidad y que en cuanto han notado que les han movido la silla, que creían tener atornillada al suelo, han comenzado a echar espumarajos apocalípticos y a mostrar su verdadero y preocupante rostro, antidemocrático y feroz. De momento, dos semanas después del 24-M, el mundo sigue girando.