Nosotros tenemos un modo peculiar para calificar a los criminales de guerra. Siempre está basado en un perdedor. Puede haber ganado batallas, estar considerado un héroe por una parte notable de su pueblo fanatizado, pero al final resulta que ha perdido la última pelea ante un enemigo más poderoso y todas las glorias de antaño se reducen a filfa. No es una cuestión moral ni ética, es algo que se dirime entre estar con los ganadores o con los que han perdido. Un ejemplo: ¿por qué Mussolini, de haber sobrevivido a la brutal ejecución, hubiera sido juzgado como “criminal de guerra”, y Francisco Franco Bahamonde, asesino ejemplar, murió en la cama?
¿Quién mató a más inocentes, Henry Kissinger o Milosevic? El carácter de criminal de guerra reside en su capacidad de eliminar civiles o soldados desarmados. Por supuesto, gente que ellos no ejecutan y que les libra del oprobio de contemplar a las víctimas. Se limitan, valga la expresión, a dar las órdenes que provocan la masacre.
Esta reflexión intempestiva me asaltó con la muerte ¡al fin! de Ariel Sharon. Llevaba ocho años en coma irreversible desde que el 4 de enero del 2006 un derrame cerebral lo dejó fuera de juego. Estaba entonces preparando la salida electoral de un nuevo partido, Kadima, creado por él en noviembre del 2005. Se había convertido en un político profesional que exhibía con descaro su condición de agricultor, porque tenía tierras y las administraba. Pero no era por eso por lo que era conocido como el bulldozer.
¡Ocho años en coma! Nosotros, que en general no nos enteramos de nada que no quieran hacernos saber los que controlan la información, desconocíamos que sus hijos eran los partidarios más fervientes de que a su padre no le desconectaran del aparato que le mantenía en vida. Un escándalo, porque gracias a ello esos retoños creciditos y avispados había conseguido suculentas estafas y comisiones que alcanzaban los 4,5 millones de dólares, según la justicia israelí. (¡No llegaban a Bárcenas, pero había “ambición de destino en lo universal”!). Su padre debía seguir en coma por más que los médicos del hospital lo consideraran un exceso. Sus hijos Gilad y Omri, dos perlas, se amparaban en la pasión filial y hasta sostenían que movía los dedos cuando le visitaban. En fin, que hasta la Kneset, el Parlamento israelí, consideró en agosto del 2011 que el asunto bordeaba la estafa familiar y se negó a seguir pagando los 296.000 euros que costaba al año el mantenimiento del fiambre. Si querían seguir con el chollo familiar, que asumieran los gastos.
Porque un criminal de guerra es humano, no es un monstruo, como le gustaría a la gente creer para sentirse a gusto y complacida. Ariel Sharon era una leyenda, pero ya se sabe que las leyendas no son lo mismo para quien las fabrica que para quien las sufre. Una esposa muerta en accidente de automóvil –para llenar el hueco se casó con la hermana–, un hijo se descerrajó un tiro jugando, dicen, con la armería que su padre atesoraba en casa. Pero lo importante está en la trayectoria.
Ariel Sharon es un criminal de guerra desde sus primeras actuaciones como militar, ya en 1953, por más que los árabes aseguren que la cosa ya venía de antes. Conviene decirlo porque en general no se señala, cuando en 1947 las Naciones Unidas proponen dos países, uno judío y otro palestino; entonces no se trataba de sionistas frente a musulmanes, porque prácticamente todos, de un lado y de otro, eran ateos convictos. El fundamentalismo vino luego. En 1953 la Unidad 101, dirigida por Sharon, ejecuta la masacre de civiles en Qibya (Jordania). Él ya venía de su colaboración con Menahem Begin, el racista fanático para buena parte de los socialistas que poblaban el nuevo Estado, porque había sido capaz de volar el hotel King David de Jerusalén y llenarlo de muertos y heridos. Ahora los herederos aseguran que llamó a la dirección del hotel y a las autoridades, entonces británicas, y que no le hicieron caso. Exactamente el mismo argumento que usó ETA para justificar la voladura de Hipercor en Barcelona. Quien pone un explosivo es para que explote, no para que lo desactiven.
Ya sé que es insólito escribirlo así y decirlo tan claro, pero es la verdad. El terrorismo en Palestina nació con los grupos judíos antes de desposeer de sus tierras a los árabes. Así de claro y de rotundo. Lo que vino luego es otra historia larga y sangrienta de la que Ariel Sharon nunca se apartó. Fue el llamado pacificador de Gaza en 1971, con muchas matanzas y escaso resultado práctico; no asesinó a los suficientes para que aquello dejara de existir como territorio palestino. Luego se dedicó a la política y la agricultura, así dicen sus biógrafos, porque los éxitos militares en Israel son como los de los antiguos romanos; consienten el derecho al poder político. La ciudadanía quiere ver a los césares en su Parlamento. Dan seguridad en una sociedad acomplejada por el miedo y orgullosa de su superioridad racial: son los únicos que tienen bombas atómicas y se encrespan ante la posibilidad de que alguien ose imitarlos. Controlan los medios de comunicación de una manera tan absoluta que uno se intimida ante la posibilidad de escribir del país más racista del planeta después que cayó el apartheid sudafricano. Visite usted Gaza y lo comprobará o anímese a soportar un interrogatorio de despedida en el aeropuerto de Tel Aviv.
La invasión de Líbano, obra magistral de Ariel Sharon en su condición de ministro de Defensa, fue una catástrofe, para Israel y para todo lo que encontraron por el camino. Era el verano de 1982, pero sus restos criminales alcanzaron a septiembre con las matanzas de Sabra y Chatila, algo sin otro parangón que los crímenes fascistas de los años cuarenta. La conciencia trágica de Israel. Incitar y avalar a los falangistas libaneses para que mataran a mujeres y niños y ancianos, los que quedaban cuando los militares se habían ido.
Hubo una ridícula investigación sobre este crimen de guerra y hasta lo condenaron con la boca pequeña, pero siguió ahí el bulldozer, implacable en su racismo de que un palestino apenas si valía el costo de una bala, en una medida similar al actual ministro de Defensa israelí, Moshe Yaalon, para quien los intentos negociadores del secretario de Estado norteamericano, John Kerry, no valen ni el costo del papel en el que están escritos, y además para mayor humillación de la supuesta primera potencia del mundo, aprueban 1.800 viviendas nuevas en territorios ocupados. Una burla que consienten porque para ganar elecciones en EE.UU. son imprescindibles los lobbies judíos y el mayor terror de un candidato es ser tachado de enemigo del Estado de Israel, un título que le puede a usted joder la vida. (A mí me ocurrió en Praga cuando un tipo aseado y normal se convirtió en energúmeno porque le habían dicho que yo era enemigo del Estado de Israel, ¡o sea que imagínese lo que será en Oklahoma!).
Ariel Sharon osó la provocación más inaudita que un sionista militante, criminal de guerra con pedigrí, había hecho nunca. En función de su poder, omnímodo como un jefe de escuadra fascista, visitó la explanada de las Mezquitas de Jerusalén, rodeado de decenas de guardaespaldas matarifes. Allí comenzó la segunda intifada palestina. A partir de una humillación a todo un pueblo que llevaba como podía la ocupación israelí. Desbordó el vaso y esa parte fascista de la sociedad israelí, evocadora del apartheid sudafricano, se sintió satisfecha hasta que la cosa llegó a un punto que significaba la guerra entre una gente con armas de indignación y otros con la sofisticación armamentística del paraguas de los Estados Unidos de América.
Ha muerto un criminal de guerra. Victorioso a duras penas, pero sin juzgar, como ocurre con los que abonan el conflicto y se aprovechan de él. Si se fijan en los criminales de guerra de la segunda mitad del siglo XX detectarán una singularidad: los jueces que los condenan tienen en su haber patriótico más crímenes que aquellos a quienes juzgan.
Fuente: La Vanguardia