Martínez Caspe, María Soledad: Conflictos sociales en Navarra (1875-1895), Pamiela, Pamplona, 2011, 389 páginas, ISBN: 978-84-7681-694-3
Interesante libro de Martínez Caspe cuyos orígenes si sitúan en su tesis doctoral, titulada Movimientos y conflictos sociales en Navarra durante el periodo de la Restauración, 1875-1895 y defendida en la Universidad Pública de Navarra en 2005. La autora se suma así a ese elenco de historiadores navarros que vienen renovando la historiografía de esa Comunidad en las últimas décadas con trabajos francamente de gran calidad. En este sentido, aunque no estamos ante una obra especialmente novedosa, lo cierto es que ésta constituye la aportación más completa hecha hasta la fecha de la conflictividad social y política en la Navarra de la Restauración, tratando de superar esa imagen pacífica del último cuarto del siglo XIX que se defendió hasta no hace tanto tiempo. Una imagen que trataba de contraponerse a las turbulencias políticas, económicas y sociales propias de la crisis de la Restauración y de la consolidación del liberalismo durante la etapa isabelina. Desde luego, en comparación con todas esas décadas posiblemente la Restauración fuese vista como una etapa mucho más tranquila y pacífica, aunque estudios en profundidad del periodo vienen a demostrar que existió una conflictividad social en absoluto desdeñable. De hecho, buena parte de la vida cotidiana de esos años estuvo marcada por la conflictividad social, a veces no exenta de violencia, tal como se aprecia en las páginas de este volumen. En realidad, esto es algo que ya fue puesto de manifiesto hace muchos años por Carmelo Romero para Soria y más tarde por Carmen Frías para el Alto Aragón o Salvador Cruz Artacho para Granada en un libro que tuvo un importante impacto en su día. Incluso, en la propia historiografía navarra algunos trabajos de Ángel García-Sanz Marcotegui y de César Layana también han puesto de relieve esta realidad.
Con este planteamiento inicial la autora trata de reconstruir la conflictividad social existente en Navarra tras la dureza de la Segunda Guerra Carlista. Evidentemente, algunos conflictos venían de atrás y, de hecho, hay una primera parte dentro de la obra dedicada a los antecedentes de tal conflictividad, en la que Martínez Caspe se centra fundamentalmente en el periodo bélico, buceando en las bases sociales y en las consecuencias de la guerra, tratando de identificar los apoyos que tanto carlistas como liberales tuvieron en la región. No por ser algo bastante conocido, sobre todo, a partir de la tesis de Julio Aróstegui para Álava, dejar de ser interesante esta parte del libro, aunque, sin duda, la gran aportación de su obra radica en el análisis de la conflictividad social entre 1875 y 1895 llevado a cabo en la segunda parte, mucho más extensa y basada en una amplia consulta documental de primera mano, lo que da bastante solidez a la obra. De hecho, se analiza un amplio catálogo de conflictos a partir de ejemplos extraídos de las distintas localidades de Navarra. Conflictos derivados de la estructura de la propiedad de la tierra, de la oposición popular a las quintas, conflictos de tipo fiscal y de carácter electoral y político y, por supuesto, aquellos que tuvieron que ver con la cuestión foral se suceden a lo largo del libro, dándonos una idea fiel de que la vida cotidiana de muchos de los navarros de la época estuvo salpicada por un no desdeñable número de dificultades.
Evidentemente, no todos estos conflictos apuntados y analizados por la autora tuvieron la misma relevancia y ni siquiera el mismo impacto no ya sólo sobre los navarros, sino sobre las distintas capas sociales de la sociedad navarra de la época. Aunque sí todos ellos contribuyen a romper con la imagen de una sociedad de la Restauración sumida en una paz motivada por la desmovilización política, fruto de la oligarquía y del caciquismo. La realidad cotidiana de la sociedad navarra, como seguramente de la sociedad española en general, presenta unas características bien distintas. En una sociedad predominantemente agraria, como la navarra de entonces, la tierra se convirtió en la causa fundamental, directa o indirectamente, de la conflictividad social de todo el periodo. La tierra como bien escaso y concentrado en pocas manos a consecuencia, sobre todo, de la privatización experimentada a lo largo del siglo XIX con las desamortizaciones bajo la égida de la revolución liberal. La continua privatización de los comunales privó a las comunidades campesinas de un complemento esencial para sus economías. Al pasar a manos privadas, los nuevos dueños trataron de aumentar sus ingresos en el marco de una nueva dinámica económica marcada por la expansión del capitalismo, haciendo que un número numeroso de campesinos se convirtiese en proletarios agrarios. Al desigual reparto de la propiedad de la tierra pronto se sumaron las coyunturas críticas de la posguerra y de años posteriores, así como un sistema político que en poco les favorecía. Esta situación provocó el conocido como conflicto corralicero, en el cual muchos vecinos de los pueblos afectados por la desamortización reclamaron las corralizas privatizadas. Por supuesto, en un régimen liberal que abogaba por la seguridad jurídica de la propiedad, estas reclamaciones estaban abocadas al fracaso, por lo que el conflicto estuvo servido, más aún si tenemos en cuenta que a medida que fue avanzando el siglo XIX toda la economía europea occidental se vio afectada por la Gran Depresión, manifestación que en el campo se caracterizó por la entrada masiva de productos procedentes de los países nuevos a precios más competitivos. Con todo, y pese a que las formas del conflicto fueron variadas, se dio un predominio de las expresiones individuales, siendo las grandes algaradas o motines muy escasas. Eso no quiere decir que no tuvieran su importancia, ya que, como señala el profesor Emilio Majuelo en el prólogo, dichas manifestaciones fueron “poco a poco madurando y conformando el potente movimiento comunero que vino después” (p. 10) y que con la proclamación de la Segunda República optaría por las fuerzas republicanas y socialista con la esperanza de conseguir la tan ansiada reforma agraria.
Como se ha dicho, a estos conflictos relacionados con la tierra, considerados los más importantes, se añadieron otros vinculados a las quintas o a la fiscalidad, por ejemplo. Unos conflictos todos ellos atravesados, no lo olvidemos, por lo foral, que enseguida introdujo matices a tener en cuenta en toda la conflictividad popular que aquí se estudia. Como bien ejemplifica Martínez Caspe, los fueros se evocaban en las protestas, en los motines y en otras manifestaciones públicas apelando a una justicia tradicional perdida que garantizaba un cierto orden natural frente a ese liberalismo que lo destruía todo. Lo cierto es que quienes apelaban a las bondades del fuero mitificaban su contenido, pero les servía de banderín de enganche frente al nuevo orden implantado por la revolución liberal. Por el contrario, para las elites dominantes, los fueros fueron la garantía de su situación privilegiada, habida cuenta de que las competencias económico-administrativas de Navarra radicaban en los fueros, siendo éstos la clave para comprender la articulación del sistema de poder durante la Restauración. Un poder ostentado por esas mismas elites triunfantes de la revolución liberal y del nuevo capitalismo. Controlando los mecanismos del poder pudieron hacer frente a la conflictividad popular de la época, a esas denominadas “formas cotidianas de resistencia” que proliferaron por suelo navarro durante las décadas finales del siglo XIX, sin que supusieran, al menos por el momento, un verdadero peligro para el sistema establecido.
De lo comentado hasta aquí se deduce, por consiguiente, que estamos ante un libro que supone una aportación interesante para la historia social y política de la Navarra del siglo XIX. Una obra muy documentada en la que la autora ha llevado a cabo una extraordinaria labor de búsqueda de materiales muchos de ellos inéditos que contribuyen a ilustrar perfectamente lo que fue la auténtica realidad de muchos navarros de la época y que pone en entredicho esa falsa imagen de tranquilidad de la Restauración. Hubo conflictos, sí, aunque no lo suficientemente graves como para poner el sistema patas arriba. Posiblemente la elite política y social navarra de la época no viese comprometida su situación de privilegio en ningún momento. Lo que no quiere decir que esa conflictividad cayese en saco roto, pues en el medio plazo serviría para alimentar un movimiento comunero que tuvo especial protagonismo en los años treinta, aunque ésa es ya otra historia.