En enero de este año, murió el escritor Carlos Pujol, autor de infinidad de traducciones, ensayos, libros de poemas y novelas. Mientras vivió, la prensa especializada en literatura apenas reparó en su producción, que es abundante y de una calidad insobornable a cualquier tentación amarillista. Cualquier texto de Pujol, que el lector tome en sus manos, asombra por su perfección literaria clásica, fruto directo de una elaborada exactitud y sencillez expresiva y conceptual.
Y, sin embargo, Carlos Pujol pasará a la historia como un escritor invisible, inexistente, no sólo para las masas –que esto ya es imperativo categórico de una sociedad que mayormente no lee a ciertos autores-, sino para, paradójicamente, los propios críticos que, una vez muerto, sólo se acordaron de él para despacharlo con cuatro tópicos.
Pujol era un escritor del que no se podía hablar más que de su escritura. Lo que siempre representa una merma para el crítico fulero, quien, para hablar de un escritor, necesita elementos espurios que nada tienen que ver con la escritura. Pujol no llevó jamás “vida literaria”, expresión que le producía sarpullidos. Ni se caracterizó escribiendo artículos hagiográficos con tinta china sobre celebridades de la farándula o temas de gran “transcendencia política”. Nunca metió ruido con esos asuntos.
Como a un escritor sólo se le da carta de naturaleza hablando de sus libros, no extrañará que Pujol pasara por este mundo de locos y de ladrones sin pena ni gloria. Raro será el escritor de hoy que triunfe por méritos exclusivamente literarios. La mayoría de ellos alimenta su imagen con intervenciones públicas ajenas al sintagma y a la metáfora.
De la pésima salud institucional cultural de este país, hablaría el hecho de que Pujol, dedicado toda la vida a traducir escritores franceses e ingleses –entre ellos Voltaire, Stendhal y Shakespeare-, no recibiera jamás ningún Premio a la Traducción. Ni con carácter retroactivo.
Así que, no se sabe si como fruto de la mala conciencia, de una falta de tacto o de inteligencia, se recurrirá al comodín detestable, presentando a Carlos Pujol como un escritor clandestino. O, como dijo alguien, “un sabio clandestino”.
Seguro que sí. Seguro que era sabio y clandestino. Y seguro que disfrutaba con la clandestinidad, con pasar desapercibido sin que nadie lo conociera, excepto en su casa y en la editorial Planeta, donde trabajaba. Y, por supuesto, odiaba que se hablase bien de sus libros delante de él y de los suyos. Como era clandestino, sólo quería que lo dejaran en paz agazapado en su zulo. Y que nadie se acordase de él. Y que sus libros no se vendieran, ni que los leyera nadie. ¡Patrañas!
No existen escritores clandestinos motu proprio, a no ser que huyan de la justicia por haber cometido algún crimen tipificado en el código penal. Los escritores clandestinos lo son por fuerza mayor. Los crea la propia sociedad, por prescripción facultativa del mercado, por una perversa regularidad literaria mal entendida, pero muy bien planificada. Los escritores clandestinos no nacen por generación espontánea. Es un estatus que llega por la falta de consideración social por parte de quienes, mandarines ellos, ordenan y mandan en el cotarro literario.
¿Qué tiene que hacer un escritor para dejar de ser clandestino?
Lo más habitual es responder que reírle las gracias al mercado. Pero no está tan clara la relación. Hay escritores que, por lo que trasciende a la luz pública, nunca se han caracterizado por ser contrarios a toda esa peña de malandrines de sujetos que distribuyen el pastel de lo que produce la literatura: críticos infames al servicio de editoriales, profesores de universidad que escriben en periódicos para hablar bien de sus amigos, directores de suplementos literarios, jurados de distintos premios sobre los que gira el planeta de la fama de muchos escritores… De ahí, por tanto, que sean celebrados públicamente, y no sean engullidos por las termitas de la clandestinidad.
Pero, como suele decirse, en el pecado de la gula llevan la penitencia. Circula la sospecha de que los escritores famosos de hoy no representan ninguna alternativa de pensamiento y de crítica. Que el pensamiento literario y crítico, avalado por toda esta cofradía de instalados, vive en sus horas más bajas. Nada de lo que dicen y escriben ofrece algo que no hayan dicho y escrito hace más de treinta años. Más aún. Estos mismos novelistas, jaleados por esta crítica, nunca se convirtieron en objeto de persecución o de censura por ir más allá de las fronteras que el bien común y la moral dominante establecían antes, durante y después de la transición. Al contrario, sus voces se han concitado una y otra vez para justificar decisiones políticas injustas, en nombre de un “imperialismo de la libertad”, horrible oxímoron, y que algunos han elevado a categoría y norma de conducta del Estado de Derecho.
Si esto es así, cabría preguntarse, entonces, ¿qué sentido tiene escribir hoy si lo que se escribe no se dirige contra la línea de flotación de lo real establecido? Que la literatura que escribe esta tropa deje intacta la estructura social y política en la que se vive, significaría que aquella ha perdido una de sus más apreciadas valencias: desentrañar el mal donde se dice que está el bien, y señalar el bien donde se dice que anida el mal. Que la literatura de los Marías, Muñoz Molina, Vicent y la de todos los siervos de la gleba que beben del mismo manantial no cuestionan la realidad dada, es oráculo que se anunció hace años, y nada permite sostener que existan hechos que lo contradigan. Leerlos es como consumir a diario panceta revenida.
Nadie es quién para decirle a mengano que escriba sobre una realidad determinada. Pero resulta sospechoso que existan temáticas convertidas en plataformas ideológicas y literarias para condenar selectivamente una parcela de la realidad, y otras, en cambio, no sean objeto siquiera de una hipótesis explicativa distinta al canon habitual.
Es cierto que existen escritores –desde luego, no fue el caso de Pujol-, que se han radicalizado ante la sociedad literaria, porque ésta los ha ninguneado convirtiéndolos en escritores invisibles o clandestinos. Y, también, es verdad que, caso de haber formado parte selecta de dicha sociedad, se expresarían de otro modo; incluso, mirarían de soslayo ante ciertos problemas y asuntos de la vida.
Una situación que incita a no caer en la ingenuidad. Pues este radicalismo, sea a favor del establishment literario como en su contra, puede tener orígenes distintos. Casi todos impuros, ya que no surgen de un planteamiento estrictamente literario, sino del abdomen del escritor.
A fin de cuentas, ¿hay algún escritor, clandestino o no, que ame la literatura por encima de todas las cosas de este mundo?
Sobre el autor del artículo: Victor Moreno