Hace menos de dos años que saqué la primera de las dos fotografías. Corresponde a la fachada de la Casa de España, en La Paz. La ley de Memoria Histórica estaba ya vigente, pero el repulsivo escudo franquista acababa de ser restaurado a todo lujo, con ayudas oficiales se supone. Imagino por qué lo han cambiado, aunque poco importa, porque hoy he tenido ocasión de comprobar que su interior alberga, me temo, a la misma España de siempre, idéntica a sí misma en su zafiedad.
No debería haber ido porque, desde antes de poner los pies en el edificio, sabía que lo más fácil es que pasara lo que ha pasado; pero si lo he hecho ha sido porque una hispanista rusa me dijo el otro día que ahí podían darme información sobre Francisco Lluch Urbano, el militar republicano español que acabó colaborando con la policía secreta del MNR (1953) y muriendo en solitario en La Paz, en un hotel, después de estado casado con una “movimientista”, a quien todavía apodan La Pistolera, y de haber participado en una operación franquista de vuelta de exiliados: Operación España (1969).
La persona con la que tenía que hablar no había llegado, así que he sido invitado a esperar en la calle, cuando en la sala de la Biblioteca/Secretaria había sillas y sillones vacíos.
He esperado en buen rato en la acera, junto a unas cholas malhumoradas que también estaban siendo tenidas a raya, pero como en los mismos locales se abren los del flamante Centro Cultural Español, he aprovechado para entrar a informarme de sus actividades, de diseny siempre, que me ha dado la impresión de que son de pura propaganda política, pagada con el dinero de todos los contribuyentes, más que de difusión de la cultura española, que siempre puede esperar a mejor ocasión.
Lo mismo, no he conseguido saber quién dirige, gracias a alguna canonjía político-administrativa, ese pesebre de lujo en el que sestear a base de dádivas y favores debidos. El limosneo agradecido de manera servil es políticamente muy rentable: hay que intentar vencer la antipatía nacional a base de limosnas. En cuanto he empezado a preguntar, una secretaria, a quien se veía que había llegado a estropear el chat o su ociosa navegación por internet, me ha remetido al programador. Se nota enseguida cuando alguien en una oficina pública (y esa lo es en la medida que dependa de la Embajada de España) está jugueteando y le importunas. El chat en horario laboral es sagrado, sobre todo si está pagado con tus impuestos.
Al tipo que ha aparecido como “programador” le he pedido información sobre las actividades del Centro Cultural Español, presentado a bombo y platillo hace unos días por el embajador de España (diario La Razón). Y el programador me ha dicho de mala gana algo asombroso:
–Estamos censurados.
–¿Cómo dice? ¿Censurados?
–Sí, que tenemos prohibido dar información –ha dicho cortante y ahí ha acabado mi visita al Centro Cultural Español.
Había una exposición de Isabel Muñoz, titulada La Bestia, que me hubiese gustado ver, pero aunque era horario laborable, no he podido verla, tal vez por eso mismo: janiwa, ni modo, porque no. Me han pedido mi nombre y dirección como un trámite para echarme. Les he escrito con paciencia los datos que me pedían. Cuando abría la puerta de vidrio (y diseny) para irme, he visto por el rabillo del ojo cómo tiraban la tarjeta a la papelera.
Así que he regresado a la biblioteca de la Casa de España, a ver si había llegado la persona que buscaba y, como no lo había hecho o eso me han dicho, descaradamente le he preguntado a la secretaría a ver si no podía esperar sentado y no en la calle. De mala gana me ha dicho que sí. Hablar de desatención es poco. Una banderita española reinaba, no sé si fláccida o a media asta, sobre le disco duro del ordenador en el que la secretaria, una sinquehacer, jugueteaba de lo lindo. Un tufo a gasofa llegaba desde la calle y ahogaba, cosa que no parecía preocuparle a la Inmaculada Concepción que presidía la zahúrda junto a la enciclopedia Espasa y la fláccida banderita. Me he puesto a pensar en que bajo la presidencia de la bandera rojigualda (y de la patrona de la Infantería) hay cosas que no cambian y que esa programación del Centro Cultural Español pasará por el amiguismo descarado, las listas negras, las invitaciones a personas política y socialmente idóneas, y que, en tu caso, poco importan las muchas páginas que hayas escrito sobre Bolivia, importan otras cosas.
En esa cencerrada estaba cuando ha acertado a entrar un hombre mayor, bien trajeado, que he tomado por la persona que buscaba; él me ha tomado vete a saber por quién. No era, se trataba de un boliviano a quien estaban mamando enviándolo de Poncio a Pilatos, de la biblioteca del Centro Cultural a la de la Casa de España, situadas a escasos siete metros una de la otra. Lo que fuera, con tal de no prestarle atención ni ayudarle en sus pesquisas. Se lo estaban peloteando. Este señor Saucedo Negrete que me ha desplegado sus rancias genealogías españolas, buscaba no sé qué libros de historia de la editorial Crítica. Nada complicado de consultar. Pero los libros de la Casa eran “para españoles”, los del Centro no sé porque ni siquiera me han dicho que hubiese una biblioteca abierta. Me he acercado a las estanterías, cosa que no le ha gustado a la sinquehacer. Por lo visto no soy lo suficientemente español como para ver los libros de las estanterías cerradas. A qué se puede dedicar esta gente, es para mí un misterio. La llegada de un tipo mal encarado, vestido con una americana de pana azul oscuro, nos ha puesto en la calle. Me he ido, agradeciéndoles la acogida, porque he pensado que allí estaba de más, más de sobra que nunca y que la vida y milagros de Francisco Lluch puede esperar.
Me he acordado de Eugenio Noel y de las amargas consideraciones que confió a su diario de 1924 acerca de sus relaciones con los representantes españoles en los países americanos por los que pasaba y me he consolado tomando un cafetito en el Café de La Paz, el frecuentado por Klaus Barbie y ahora mismo por su secretario, ese espectro que es Álvaro de Castro, es decir, volviendo a lo mío, a mi mundo. Me he dado cuenta de que he cometido el error de ir a donde no debía. No hay que ir por las buenas a ningún lado. Debería estar acostumbrado al trato que hasta ahora he recibido de esas instituciones, pero no lo estoy y olvido fácilmente que de los centros culturales españoles en el extranjero o de los centros a secas, hay que huir a la carrera o permanecer lo más alejado posible, y solo acudir a ellos si, por desgracia, no queda más remedio.
Miguel Sánchez-Ostiz. Casa y centro cultural de España en la Paz
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