Reconozco que el asunto de la identidad –sea individual o colectiva- es cuestión que no me quita el insomnio. Me resulta irrelevante. No le doy ninguna importancia en mi vida. Soy ampurdanés. ¿Y? Soy vizcaíno. ¿Y?
Son saberes irrelevantes. No te ahorran ningún problema existencial. Peor aún. Te los crean. Tener las cosas claras en torno a la identidad personal o colectiva no te da un plus de nada. Saber cuáles son las causas de un problema no te impide sufrirlos en carne propia.
Intentar definir qué cosa tan enorme sea la identidad personal, y ya no digamos la colectiva, es tarea en la que han sucumbido la mayoría de los tramoyistas intelectuales que lo han intentado. Hay quienes, clarividentes, sostienen que la identidad comienza a bosquejarse en la escuela. Bueno. Supongo que las historias personales de cada uno serán tan diversas como las del protagonista de La isla del tesoro, que empezó a saber quién era cuando conoció al capitán John Silver, que no era, precisamente, un dechado ético.
¿Cuál es mi identidad personal? Nunca la he tenido clara. A ningún nivel. De hecho, esa laguna cognitiva me ha dado muchas satisfacciones, porque en ningún momento me he visto obligado a casarme con nadie. Algunas veces, me ha parecido estupendo depender de otras personas y de otras opiniones –seguro que sería porque las encontraba mejores que las mías-, y, en otras, he adoptado por una autonomía e independencia a prueba de trajes gratis.
Ignoro cuál es el momento clave de mi vida en que descubrí quién era. La verdad es que todavía sigo considerando que dentro de mí mismo hay unos cuantos yoes que me hacen más que difícil, imposible, la unificación territorial de mi yo.
Lo que sí puedo asegurar es que eso de la identidad colectiva jamás he sabido lo que era. En la adolescencia, menos. En cuanto a la idea de pertenencia a una cultura y a una lengua, reconozco que, tampoco, me llevé ningún tipo de sobresalto intelectual por semejante descubrimiento, porque tampoco supe cuál era la cultura de mi pueblo. Jamás consideré que mi pueblo fuese culto, lo que no me impedía saber que algunas personas sí se me aparecían como cultas.
En cuanto a la lengua, no creo que en toda mi vida haya considerado que sea un elemento decisivo en la configuración identitaria de mi persona. Hablo y escribo en lengua española por casualidad. No tiene ningún mérito. Y tampoco se lo doy. Me parece otra de las irrelevancias que me ha tocado en la vida.
Considerar lo euskaldun como manera única e irrepetible de entender la vida es una estupidez. Lo mismo puede asegurar un español, un tibetano, un pacense o un murciano. De hecho eso es lo que decía el primer artículo del Catecismo de la Unión Patriótica de Primo de Rivera, escrito por Iradier, sobre lo de ser español. A mí, todas estas categorías, que tienen pretensiones universales y son, sin más, términos de corral, me dejan impertérrito. No me conmueven lo más mínimo.
También se dice que la aportación vasca a la humanidad es el euskara. A la humanidad le importa un camelo. La humanidad es una abstracción. No existe. Y le importa un carajo que el euskara como el tahamalú sean o no patrimonio o matrimonio de dicha señora. Hablar de la humanidad es como hablar de la constelación de Orión. La humanidad no se conmueve por nada. ¿Por qué? Porque no tiene carta de naturaleza existencial. Concitarla es puro idealismo. Si es patrimonio, lo será de la comunidad de quienes así lo consideran y lo tienen como tal. Así que dejemos a la humanidad en su cueva platónica correspondiente. Y ello sin descontar que lo mismo que un euskaldún podrán decir los españoles con su lengua. Y los franceses, los ingleses y los yupirotes.
Todas las definiciones de cualquier realidad que no sea matemática están sometidas al titubeo, a la grandilocuencia, cuando no a la estupidez. Así que no estaría de más atarse los machos de la sindéresis y comenzar a dominar los modalizadores adverbiales cuando pretendemos decir la frase más bonita del mundo. Tan bonita como carente de sentido.
También he leído alguna vez que “la persona individual no ha existido nunca”. La verdad es que uno no gana para amortizar ciertos sustos. Esta sí que no me la esperaba. Supongo que Hume y Locke si se han enterado de esta opinión, se habrán revuelto en sus propias tumbas. Y ya no digamos Nietzsche. Yo consideraba que lo único existente era la persona individual, concreta y en pelo cañón. Y que lo que realmente existían eran los derechos individuales. Y que los derechos colectivos siempre pertenecían a una partitura interpretada por algún recurrente flautista de Hamelín. Si no somos individuos, ¿qué somos entonces? ¿Mónadas colectivas? ¡Anda ya!
¿Existe la identidad colectiva?
Existe para quien así la vive y así la siente. Pero existir, existir, pues, se trata de una entelequia bastante complicada de dilucidar.
Uno llega a entender sin muchos esguinces mentales que una nación no puede existir sin conciencia nacional. Pero me cuesta una tortícolis cerebral saber en qué consiste y en qué se concreta dicha conciencia. Y no nos hagamos muchas ilusiones con esto del concepto nación. Porque una tribu africana puede ser nación como lo pueda ser España o Euskadi. Porque, a fin y al cabo, conciencia nacional –o gremial, tribal, o paralelepípeda- es lo más fácil de adquirir si vives en un lugar determinado. La adquieres por ósmosis, y, a veces, la rechazas por higiene.
Pregunto: ¿Cuál es la sustancia clave de la identidad colectiva? Por muchas vueltas que le doy al asunto no se lo encuentro. Me cuesta hallarlo en un lugar físico y determinado. Así que Llego a la conclusión de que la identidad colectiva se nutre de lo que Hegel y los románticos denominaban el espíritu nacional, es decir, un petardo metafísico Es el famoso Volkgeist, un concepto no empírico. No verificable. En definitiva, una destilación espiritosa. Una esencia que necesita de la fe para creer en ella. Como ocurre con Dios.
A nadie se le escapa que para estar en posesión de una identidad, sea personal o colectiva, es necesario tener memoria histórica y, por tanto, un currículo educativo que te lo meta en el cuerpo desde niño. Poco importará si los hechos aducidos sean ciertos o abducidos por las conveniencias del momento actual. Ninguna identidad colectiva podría perdurar sin ser consciente de que su existencia actual prolonga su existencia pasada, y que cuanto más remotos son sus recuerdos tanto más consolidada está su identidad nacional. Somos vascos con pedigrí, con denominación de origen, como los vinos. ¡Qué ilusión! Todo ello sin descontar la parafernalia de símbolos, modos de expresión, edificios antiguos, templos y tumbas, que se guardan como palimpsestos de un pasado más o menos remoto. Nadie que crea en la identidad colectiva negará que forma parte de la misma e ininterrumpida comunidad étnica que sus antepasados, como mínimo desde el Pleistoceno o del Cámbrico. Berdin da.
En cuanto a la lengua, poco que añadir. Sólo que será todo lo importante que se quiera para establecer ciudadanos vascos de primera y ciudadanos vascos de segunda. Pero se olvida que una nación puede haber perdido su lengua sin perder su identidad. Un triste ejemplo de ello son los irlandeses.
La identidad colectiva, cuando funciona como tal, se caracteriza, también, por un deseo manifiesto de anticipación hacia el futuro. Los grupos, que viven con intensidad esta identidad, se inquietan por lo que pueda ocurrir, intentan afianzar su existencia y se protegen de las posibles adversidades. Por ejemplo, los vascos siguen una guerra contra los españoles que uno no sabe si esto parece ya la Guerra de los Treinta Años o las Guerras Púnicas. ¡Qué cansancio propio de dinosaurio! Los sujetos con identidad colectiva corriéndoles por sus hematíes suelen pensar en términos de intereses venideros. El problema es evidente: la nación no suele anticipar su muerte; el individuo, sí.
Por lo demás, quienes apelan a la identidad colectiva la transfieren a lo que podría denominarse el cuerpo de la nación: territorio, paisaje, artefactos físicos. Nada como estos elementos para hacerles vivir tan intensa como espiritualmente su ilusionada pertenencia al mismo grupo. La celebración de conmemoraciones bajo la efigie o la estatua, que recuerda un hecho histórico, les conmueve mucho más que cualquier otra realidad. Seguro que es en estos eventos cuando se les acrecienta en progresión geométrica la identidad colectiva.
Lo más peligroso de la identidad colectiva es que produce movimientos ideológicos como setas de cardo. Y todos, sin excepción, se presentan como poseedores de la verdad. No sólo. También se ven adornados por una vehemente apelación a la legitimidad de sus derechos, en este caso, colectivos. Existen individuos que no saben imaginar un mundo sin que ellos estén presentes. Consideran que sin ellos la vida carece de sentido. Por supuesto, niegan absolutamente la casualidad en todo lo que sucede. Así no extrañará que consideren que el mundo les debe incluso la existencia.
Nadie podrá negar que por la defensa de la propia legitimidad, un individuo llega fácilmente a la conclusión de que debe consolidarla ampliando su poder. Históricamente, ya hemos comprobado que las naciones protegen su identidad mostrándose hostiles hacia otras naciones, mediante la conquista y la dominación. En este sentido, el modelo que representa España en relación con Euskadi y Cataluña son paradigmas de un sadismo estructural.
Y es que en la tendencia a confirmar la propia identidad mediante la expansión, es inevitable anular al otro, en plan personal o colectivo. No sé si la idea está en Lenin o en Nietzsche, o en Mortadelo y Filemón. Pero es real.