SABATINAS INTEMPESTIVAS
Si no pinchamos la burbuja cultural, no es por falta de ganas sino por falta de valor y de talento para sustituirla
¿Y si también estuviéramos metidos en una burbuja cultural? Diferente a la del ladrillo, porque implica a menos gente y no supone una desmesura financiera capaz de desestabilizar un país. Pero es importante, al menos para algunos, porque condiciona el presente y el futuro de generaciones, de sus élites, de los mandarines, de los que cortan el bacalao y luego se lo comen, y también de los que se alimentan de las sobras, que son muchos.
La burbuja de la cultura se parece tanto a las grandes galerías comerciales que se diría que son parientes. Viven de quienes compran y venden, pero sobre todo necesitan gente en movimiento. Una galería comercial sin paseantes –sin gente que mira, sin voyeurs– sería el preludio de su ruina. Lo más significativo de las burbujas es que uno no se entera de que vive en ellas hasta que explotan.
Empecé a pensar en esto sentado en una butaca del Liceu de Barcelona, impresionado por los esfuerzos de Jordi Savall por sacar adelante una ópera brillante y divertida, a la que le faltaba lo que no estaba en su mano darle: más ensayos, una escenografía decente, un vestuario adecuado, una luminotecnia digna…, en fin todas esas cosas que no dependen del artista sino de su circunstancia. Una ópera brillante; creada para que el público disfrute. Me estoy refiriendo a El gruñón bienhechor, obra del valenciano Vicente Martín y Soler, estrenada en Barcelona hace unos días y que recomiendo con entusiasmo cuando apenas le quedan dos días de representación.
Siento hacia Jordi Savall un respeto ilimitado. Los más sentidos elogios hacia su obra siempre los he leído en la prensa francesa, y gracias a ella he podido disfrutar de un par de antologías, dedicada una a la música de la época de los Borgia. La otra, Paraísos perdidos, un volumen soberbio de hechura y documentación, sobre el que empecé a preparar un artículo cuyo título pretendía resumir lo que sentía: “Una joya, es una joya”. No lo terminé y me arrepiento. Me admira Savall, no sólo por lo que hace sino por la capacidad para seguir haciéndolo en una sociedad que le importa un carajo lo que haga o deje de hacer. Falleció su mujer, Montserrat Figueras, notable cantante y musicóloga, y ni siquiera ese gesto caballeroso de convertir su desaparición en un homenaje a la cultura pasó de ser un acto casi privado. No penetró en la burbuja.
Aún guardo el libreto de otra obra de Martín y Soler, Vicente –confío que se conserve el nombre que usó toda la vida y no ese Vicent Martí i Soler, que me recuerdan al Ortega y Gasset castizo que hacía escribir en su editorial “Guillermo Dilthey”, pero que no osaba llamar “Manolo” a Kant. La ópera era Una cosa rara, que disfruté a comienzos de 1991 en el Liceu, y donde el propio Savall terminaba la presentación con una cita de La Fontaine que viene ahora como anillo al dedo: “La gracia, más hermosa aún que la belleza”. Ese Martín y Soler, salido de Valencia, que salta a Madrid, que cruza media Italia y se instala en Viena, vísperas de la Revolución Francesa, convertido en compositor de éxito. Las alucinantes memorias de Lorenzo da Ponte, el libretista de los grandes, nos ofrece relatos que ilustran sobre el mundo del arte entonces, sobre su dependencia de la servidumbre y el arribismo. Ahí nos habla de nuestro Martín y Soler, conocido como Martini lo Spagnolo, el compositor “entonces favorito de José”, el emperador.
Confieso que he disfrutado ante ese Gruñón bienhechor, o de “buen corazón”, como han traducido sin pensárselo mucho. Me emocionó la voluntad terca de Jordi Savall para sacar adelante a un autor olvidado, la magnífica actuación del aragonés Carlos Chausson, pero el conjunto resultaba de una pobreza llamativa que solemos justificar diciendo que la directora escénica es hija del gran Peter Brook, y los decorados de no sé quién, que me recordaron una película mediocre a la que una serie de felices casualidades convirtió en magnífica. Me estoy refiriendo a Johnny Guitar, de Nicholas Ray. Olvídense de eso, aquí estamos ante un homenaje, necesario y oportuno, al ideal ilustrado. El arte de jugar, sea al ajedrez o a las herencias, para terminar exhibiendo la necesidad de ser feliz, el único objetivo decente que tiene el ser humano y que es incompatible con hacer infelices a los que te rodean.
Pero mientras uno disfruta sentado en una butaca del Liceu le cabe pensar ¿qué demonios quedará de todo esto? La media de edad resulta inquietante, la ausencia de jóvenes, escandalosa, y sin embargo el Liceu es la institución cultural más importante que tiene Barcelona. No sólo porque no hay teatro al que asistan tal cantidad de espectadores, sino porque aúna tradición, modernidad y cultura, elementos nada fáciles de sumar. No es cosa baladí el que los grandes restaurantes de la burguesía catalana, que yo llegué a conocer, no hayan sobrevivido. Una sociedad que no conserva lo suyo está llamada a inventárselo; tarea de la que se encargan los historiadores sumisos, a vellón la línea.
No podemos decir que nuestro mundo se ha acabado, porque nosotros no tuvimos mundo propio, apenas si llegamos de refilón al que acabó en la catástrofe continuada de guerra y postguerra, pero al que la transición y el pujolismo dieron el golpe de descabello. Como ocurrió con los denostados toros y se disimuló ante los celebrados correbous. ¡Qué humillación para la dignidad ciudadana ese trágala de botarates!
Pero es verdad, disfrutando de una representación operística dieciochesca, en el Liceu, con la voluntad inconmovible de Jordi Savall y una orquesta falta de ensayos, y unos cantantes inseguros entregados al ímprobo trabajo del apuntador, que salvó la representación –deberían exhibir su nombre como elogio–, uno se pregunta si la burbuja cultural que nos envuelve no ha llegado el momento de pincharla, o al menos de ayudar a que estalle, para que de una vez estemos a la altura real de nuestra cultura, modesta y con pretensiones, como corresponde.
Freud, ya entrado en el último tramo de su vida, muy colgado de frustraciones y querencias, escribió El malestar en la cultura. Fue en 1930 y aún lo quedaba lo peor por sufrir; el exilio, el cáncer, y ese desprecio del perro, que él entendió como antesala de su muerte, un suicidio terapéutico bien llevado. Él hablaba con longitud de onda “en la cultura” y en el arte como “refugio fugaz”. Nosotros, más limitados a la contemporaneidad, debemos referirnos a lo evidente “de la cultura”. No es lo mismo, porque en él, un pesimista clásico, había un ansia de felicidad como máxima aspiración humana que quizá nosotros no sentimos. Lo nuestro sencillamente es sobrevivir en un mundo donde la burbuja cultural está a punto de estallar y que si no la pinchamos, no es por falta de ganas sino por algo más cruel, por falta de talento para sustituirla. Y también de valor, de audacia.
Cuando me enteré de que uno de los debates del próximo sarao cultural barcelonés sobre “la novela negra” tratará de por qué hay perros policías y no gatos, me acordé de la indignación que le entró a un puñado de intelectuales españoles allá por 1985, cuando el mundo no era ancho y ajeno sino pequeño y familiar. Entonces a una dama culta, que acaba de fallecer, Natalia Seseña, que ocupaba lugar muy principal en las fundaciones y los fondos para la cultura progresista de la época, se le ocurrió hacer una exposición de abanicos, para que los talentos literarios del momento pusieran unas líneas entre las varillas. Un recurso que conocieron Campoamor y Bécquer, y que gozaron las señoritas de antaño. Recuerdo la indignación de Rafael Sánchez Ferlosio ante aquel dislate intelectual. La cultura se anquilosaba, ni siquiera se desmoronaba, y nosotros soplábamos para que la burbuja no se cayera. Quizá ahí empezó a imaginarse un mundo que sólo existía en la voluntad de disfrutarlo. ¿Acaso es muy diferente a lo que planificaron los reyes del ladrillo antes de que se nos rompiera el espejo?