El hombre es locuaz por naturaleza e hijoputa por cultura. La distinción parece ofensiva para el género humano y sus instituciones educativas, pero no lo es. Todo lo contrario. Nadie nace hijoputa. Conseguirlo es fruto a partes iguales de algunas instituciones meritorias y de la voluntad de ciertos individuos.
Repárese en que escribo hijoputa y no hijo de puta. Como sugiero, lo primero es título de bajeza, ganado a pulso a lo largo de una vida. Lo segundo, qué les voy a contar que no sepan. Hijos de puta, por haberlos los hay en las mejores familias cristianas, pero son de estirpe natural, con denominación de origen, y con ellos no va la presente copla.
Quizás, muchos consideren que obtener el graduado de hijoputa es fácil, pero no lo crean. Tampoco piensen que lo digo por experiencia, que cabría, pero no cabe. No. La verdad es que la simple querencia no basta.
Llegar a serlo en política no está al alcance de cualquiera. Yo nunca pensé que Peces Barba alcanzara semejante cima de desarrollo intelectual y moral, más o menos decrépito. Pero lo ha logrado. Tardá dixit. A su edad. ¡Quién fuera a decirlo! El hombre lo buscó unas cuantas veces, pero hasta que no se metió contra los catalanes, no consiguió semejante titulación. Parece como si los catalanes, también los vascos, tuvieran un mecanismo especial para descubrir gente hijoputa en política. Es curioso. Basta con que un político farfulle sobre los vascos y catalanes que quieren ser solo vascos y catalanes, para conocer en qué nivel de hijoputismo se encuentra su desarrollo meníngeo.
El fenómeno no se ha estudiado todavía como forma natural de afrontar la problemática que implica la presencia de los otros, sobre todo si estos otros son “hunos”, es decir, pobres o unos desgraciados, o, valga el pleonasmo, nacionalistas radicales. Hay teóricos que se la cogen con papel de celofán y, en lugar de llamar a esta corrupción del discurso como hijoputismo radical, se enredan diciendo que la clase política se ha inventado una neolengua, que reduce “el polifacetismo y la complejidad del mundo a una jerga tecnocrática y opaca”. Para nada. Lo que hay lisa y llanamente es una impunidad verbal, que roza la sinvergüencería más abyecta.
Ignoro a cuántos jornaleros y aceituneros andaluces conoce Durán i Lleida, pero asegurar que “los agricultores andaluces reciben un PER para pasar toda la jornada en el bar del pueblo”, es, además, de ser una hipérbole insensata, un reflejo del estado de chulería verbal más o menos permanente en que este político impoluto se encuentra.
El hombre parece entender también de homosexualidad, pues salió en defensa de aquellos psiquiatras que se “ofrecían a curar homosexuales modificando su orientación sexual con fármacos o terapias reconductuales”. ¡Terapias reconductuales! Menudo eufemismo cabrón. Después de afirmar que “la homosexualidad no es una enfermedad”, Durán i Lleida sugirió que “la homosexualidad se puede curar”. Luego si se puede curar, será porque la considera una enfermedad, y seguro que bíblica, ¿no?
Para no ser menos, su jefe de filas y presidente de la Generalitat, Artur Mas, tampoco le va a la zaga. En un debate aseguró: “Estos niños sacrificados bajo el durísimo yugo de la inmersión lingüística en catalán sacan las mismas notas de castellano que los de Salamanca, de Valladolid, de Burgos y de Soria; y no le hablo ya de Sevilla, de Málaga, de Coruña, etcétera, porque allí hablan el castellano, efectivamente, pero a veces a algunos no se les entiende”. Mucho mejor haría Mas en cultivar su irrisorio sarcasmo riéndose de su castellano, que será muy articulado y ortopédico, pero lleno de anacolutos y solecismos.
Estas afrentas verbales no son exclusivas ni excluyentes de la derecha ni de la izquierda, aunque haya quienes, como el novelista Marías, consideren que es verruga típica y estructural de la derecha. Es verdad que superar las manifestaciones agropecuarias de Esteban González Pons es tarea complicada. El tipo es tan bueno diciéndolas que parece que su tara fuera de nacimiento. Afirmar que “no hay ningún español tan idiota que quiera la continuidad de lo que nos ha dado el PSOE durante este tiempo”, es una frase espléndida para encorajinar a quienes llevan toda la vida votando a los del rosal, tanto que han tardado bien poco en rasgarse la camiseta.
Pero los socialistas, algunos por lo menos, son los menos indicados para poner en su ciénaga correspondiente a G. Pons. Hace bien poco, Pedro Castro, socialista, y presidente de la federación de municipios, decía que “tonto de los cojones el que vota a la derecha”. Y Juan Barranco, candidato del PSOE en la comunidad de Madrid, sostenía sin que pusiera sus barbas a remojar que “no hay nada más tonto que un trabajador de derechas”.
Puestas así las cosas, parece claro que tanto monta el galgo de derechas, que el podenco socialista. Así que me preguntaría qué es lo que hemos hecho para sufrir tales signos de barbarie verbal. Cómo es posible que esta plaga de inmoralidad verbal se haya podido instalar con tanto cinismo en el mundo de la política en general y de la comunicación en particular.
Hay quien culpa al zapaterismo como causa inmediata de esta perturbada polarización entre los políticos. Ojalá lo fuera. Pero me temo que el origen de dicha enfermedad no parece que sea coyuntural. De hecho, sabiéndose por activa y por pasiva que Zapatero ha comprado los billetes para viajar a Babia definitivamente, el mal sigue habitando entre nosotros.
Así que alguien tendrá que estudiar con profundidad esta plaga infecta de políticos que han sustituido el razonamiento y la reflexión por el insulto y la injuria. Y ya es sabido que se empieza llamando a alguien judío, rojo y maricón, y se termina socarrándole el duodeno.
Con toda probabilidad este mal de la lengua que padecemos se corresponda con otro mal más pernicioso, el de la ética. Al uso corrupto del lenguaje casi siempre se le corresponde una corrupción de la voluntad y del comportamiento. Raro será el sujeto, sobre todo si es hijoputa, que, insultando del modo en que lo hace, no sea también, de hecho, un tipo sin escrúpulos morales a la hora de vestir trajes.
La lengua, no sólo desvela nuestro conocimiento de las palabras más insultantes del diccionario, sino, sobre todo, nuestro talante inmoral cuando las usamos de forma impune. No somos el lenguaje que hablamos, pero algunos casi.
Sobre el autor del artículo: Victor Moreno