Todos los años sucede lo mismo.
De ahí que me haga las mismas preguntas: ¿por qué no me dejarán en paz? ¿Por qué no dejarán de darme tanta importancia? ¿Realmente me conocen para hablar de mí de la manera en que lo hacen a todas horas y en todos los lugares del mundo?
No sé si son muy conscientes de sus palabras, pero me gustaría advertir de que, otorgándome la importancia que me dan, me culpan, sin quererlo, supongo, de casi todas las cosas que pasan en este mundo.
Veamos. Para unos, la culpa de las muchas calamidades que cometen los seres humanos se debe a las cosas que leen en mis páginas. Las leen y al querer llevarlas a la práctica, la arman. Si no me leyeran, vivirían tan tranquilos y en ningún momento tendrían problemas de que si éste ha escrito esto y tienes la obligación de rebatir su opinión, porque, además es falsa, y lo es porque no es lo que tú piensas.
Para otros, en cambio, la culpa de todo se debe a que la mayoría de las personas no lee ni siquiera un prospecto de aspirinas. Si leyeran, serían cultas, conocerían los porqués de las decisiones, serían respetuosos con los demás, y educados en el más amplio de los sentidos. Pero como no leen ni a Corín Tellado, pues pasa lo que pasa: hablan a gritos, tiran las colillas de los cigarros en el primer sitio que pillan, meten un ruido en sus casas sin reparar en que hay vecinos más o menos delicados de oídos, y, por no saber, no saben ni el nombre de un premio Nobel español de literatura. Y así por el estilo.
La cosa es que, mírese como se mire, al final, da igual. Porque me lean o no, la culpa siempre la tengo yo: el libro. Así que bien se comprenderá que esté un poco mosqueado de tanto homenaje y de tanta palabra, más o menos exagerada.
Es que hasta hay gente, incluso lectora, que asegura que mi nombre está emparentado con la palabra libertad. Dicen que libertad tiene que derivar de la palabra libro, porque quienes leen mucho son más libres que quienes no leen ni a Mortadelo y Filemón.
Bueno. Que esto lo diga alguien que jamás me ha tenido en sus manos, pase, pero que lo diga gente que va por la vida alardeando de haberse leído a toda mi parentela, es un poco triste.
Así que, por esta vez, y aseguro que no servirá de precedente para otras ocasiones, diré de dónde procedo que es la mejor manera de señalar el camino más seguro para hacer mi alabanza o mi ultraje.
Mi madre se llama Biblos, y mi padre Líber. O sea, nada que ver con la palabra libertad.
Mi madre era griega. Biblos es la fibra interior de ciertas cañas, especialmente del papiro, del que tanto supieron mis amigos los egipcios.
Mi padre, en cambio, era latino. Líber es la membrana que tienen los árboles entre la corteza y la madera, en la cual se escribía antes de la invención del papel, según lo cuentan los escritores latinos Virgilio y Cicerón.
Mi familia es, desde luego, numerosa. Por parte de mi padre descienden librero, librería, libresco, libreta, libretista, librillo, librote, libracho y, también, libelo, descendiente de un sobrino de mi padre, libellus, librito, que aunque diminutivo de líber, suele tener muy mal genio. Tanto que quienes suelen escribirlos no los firman. Por si acaso.
Por la parte de mi madre, que como queda dicho era del linaje de Platón, emergió todo orgullosa la palabra biblioteca –lugar donde se guardan mis familiares-; bibliotecario –persona que estaba al frente de la biblioteca- y, también, según Plinio el Viejo, salió la palabra bibliopola, que era el mercader de libros. Una especie de vivales que se dedicaba a hacer negocio con todo tipo de papeles.
¿Más palabras derivadas de mi linaje griego? Muchas más. Pero sólo recordaré una que a mí me gusta mucho: Bibliofagia (de biblio, libro y phagoo, comer), que es la costumbre de comer libros o documentos manuscritos o impresos.
En tiempos no muy lejanos, llegaron a existir hasta clubes secretos que se preparaban auténticos banquetes con mis lomos y mis páginas, que imaginaban hojaldre purísimo. Aseguran que su gusto y las vitaminas que producían eran mucho más saludables que un chuletón de buey. ¿Por qué se los comían? La respuesta no es sencilla, pero se dice que lo era porque de esta manera, gastrosófica habría que decir, se apropiaban mejor de mi contenido, mucho mejor que si los leían. A saber. Pero ya se dice que de lo que se come se cría. Así que…
Y se piense que la bibliofagia haya desaparecido. Para nada. Actualmente, sigue practicándose de forma general, pero de un modo distinto, que para eso ha llegado el progreso.
Los bibliófagos de hoy no se comen el libro ni literal ni físicamente, pero se tragan lo que leen sin provecho alguno. Vamos que cuando leen no se enteran de nada.
Y la verdad: leer sin sentido no tiene mucho sentido. Cuando la gente lee de este modo, dicen de mí cosas que no se corresponden con la realidad de los sentidos, ya se sabe: la vista, el oído, el olfato, el gusto, el tacto y el sentido común.
Espero que, cuando tú me tengas en tus manos, me leas con los cinco sentidos. Seguro que, entonces, sabrás a qué sabe un libro de verdad.
Sobre el autor del artículo: Victor Moreno