Por Eduardo Laporte.
El escritor Miguel Sánchez-Ostiz (Pamplona, 1950) ha culminado un 2015 pletórico con la publicación de la segunda y definitiva entrega de su ambicioso proyecto de recuperación de la memoria histórica de Navarra. Un descomunal trabajo de documentación, sin renunciar a la voz literaria, que le ha dejado tiempo para una novela, Perorata del insensato −que rivaliza en destreza formal con su celebrada «Las pirañas»−, un dietario y un análisis en clave académica sobre la obra que inaugura esta fértil etapa: El Escarmiento. Imparable actividad literaria cocida en el valle del Baztán, al norte de Navarra, y en una editorial de provincias, Pamiela, en lo que tiene mucho de desafío a las voces que lo han querido sepultar literariamente.
Tiene fama de autor maldito, de escritor a contrapelo, «outsider», que diría él, y por tanto oscuro y hasta bronco. Pero quien le conoce en su faceta más cercana y cotidiana sabe que tras esa supuesta dificultad en el trato hay un espíritu jolgorioso y vitalista. Porque, como él mismo confiesa sin complejos, los días bajo la nube vienen sin avisar e impiden cualquier tipo de actividad, asuntos literarios incluidos. Pero luego están los otros días, los luminosos, los responsables de miles de páginas en un autor que atesora más de sesenta títulos publicados y que, «off the record», revela que tiene hasta catorce libros empezados.
Entrega vocacional
Su escritorio en su piso de Pamplona es tan abigarrado que la mirada no encuentra asidero en el que posarse. Libros a porrillo entre los que destacan textos de Baroja y una voluminosa edición de «Lord Jim», de Conrad; una maqueta de un navío dieciochesco que parece sacado de un libro de Tintín, figuras étnicas y, en un lugar presidencial, los títulos de cosecha propia, ordenados cronológicamente. Una entrega vocacional a la escritura que se inauguró en 1982 con una sobria edición de «Los papeles del ilusionista» publicada bajo los auspicios de una caja de ahorros local. Ahí ya estaban las claves de su obra posterior: una voz propia, de una intimidad radical, cultista, de un refinamiento que más adelante dejó paso a más registros hasta llegar a su obra más arriesgada y ambiciosa, «Las pirañas», que Seix-Barral publicó en 1992.
«En Bolivia dicen que soy "kencha". Que atraigo la mala suerte. Se ríen mucho conmigo y hacen bien porque en parte es verdad»
Antes, ya había puesto su nombre en el mapa literario con «La gran ilusión» (Premio Herralde 1989). Se refería, el título de la novela, al cine, no a las ilusiones de la vida que le mostrarían su cara y su cruz. Como cuando se le cerraron las puertas de la primera fila del mundo editorial y periodístico. Porque a partir del año 2000 se empezó a joder todo, cómo él mismo reconoce. La cancelación de un contrato sostenible en el tiempo. Una importante colaboración que se queda en nada. Y pasar luego por la madrileña calle Desengaño y sentir la conjura del destino en su contra y llevarse un ladrillo de tan pintoresca vía, sede de mujeres de mala vida y lugar de residencia del «apóstol» José Martí. El ladrillo sigue entero, granito puro, y el redactor de estas líneas lo manosea no como la prueba de una derrota; al revés: es la evidencia de una resistencia, la del escritor que lo aguanta todo y parece salir fortalecido.
Hay quien dice que, a finales de los ochenta, Miguel Sánchez-Ostiz era, simplemente, el escritor. El abandono de la abogacía como práctica ganapán dio paso a una entrega total a la carrera literaria a tiempo completo. Ese perfil que le gustaba a Umbral, quien por cierto no tragaba a Baroja, al contrario que Sánchez-Ostiz, autor de varias biografías sobre su figura y de ediciones de algunas de las últimas novelas rescatadas del autor vasco.
Acusaciones injustas
Llegaron los premios, el prestigio, la publicación en las editoriales más importantes de la ficción literaria española y, entrado el siglo XXI, una suerte de maldición literaria y apartamiento de la primera línea. ¿Fortuita? En su último dietario, A trancas y barrancas, Sánchez-Ostiz recuerda con acritud cómo cayó sobre él una de las peores acusaciones que te pueden hacer en la España democrática: que sostengas las tesis «abertzales» y, por tanto, las de ETA. Fue en el transcurso de la cena de los Premios Mariano Cavia, en 2004, y la infamia se propagó como un reguero de pólvora. Antes, ya le habían cruzado la cara en más de una ocasión algunas personas que se sintieron ofendidas por aparecer en sus libros en clave de personaje.
«En Bolivia dicen que soy kencha. Que atraigo la mala suerte. Se ríen mucho conmigo y hacen bien porque en parte es verdad». Y trae a colación cuando, en uno de sus primeros viajes a Bolivia, en 2004, lo metieron en un coche, burundanga mediante, y lo tiraron en un descampado casi una hora después, tras quitarle lo poco que llevaba. Fue en el centro de La Paz. Usaron una falsa placa policial y una pistola para recordarle que aquello iba en serio. O la vez que lo confundieron, también en Bolivia, con «un mafioso italiano» y fue detenido, en 2012, por miembros de la FELCN (Fuerza Especial de Lucha Contra el Narcotráfico). «Me tuvieron detenido más horas que las legales, no me dejaron llamar a mi abogado; les dije que quería hablar con el ministro de Minería, muy amigo mío, pero ni caso».
«El fracaso de un escritor es dejar de escribir, desertar, abandonarse… lo otro es falta de éxito. Algo que no depende de él»
De esas andanzas de «flâneur» extremo han quedado libros como «Cuaderno boliviano» (Alberdania, 2008) y más que vendrán, como uno sobre La Paz que Sánchez-Ostiz tiene casi concluido. Un derrotero inaugurado en 2005 con «La isla de Juan Fernández» (Ediciones B), aunque quizá sería más justo decir con «Peatón de Madrid» (Espasa, 2003), una joya de la literatura del paseo y la observación que con suerte se encuentra hoy en las ferias del libro antiguo y de ocasión. «Fue un libro silenciado. Como «La isla de Juan Fernández», que no se presentó en ningún lado», se queja en voz baja. «La calavera de Robinson», Cornejas de Bucarest…, como si no las hubiera escrito».
Tampoco corrió mejor suerte «Pío Baroja, a escena» (Espasa, 2006), un retrato casi en primerísimo primer plano del autor de «El árbol de la ciencia», que tampoco fue presentado, «ni en Madrid, ni en Pamplona, ni en ningún lado». Se preparó después un congreso, con fondos públicos, sobre Pío Baroja, en Pamplona, que contó con nombres de relumbrón, Mario Vargas Llosa entre otros, y una ausencia brillante: la de Miguel Sánchez-Ostiz. El simposio, que no habría agradado al propio Baroja, no llegó a celebrarse, pero el agravio lo tradujo nuestro hombre en un nuevo libro, sobre Baroja, cómo no, titulado Tiempos de tormenta, Pío Baroja, 1936-1940 (Pamiela, 2007), y que tampoco tuvo mayor eco. «Son casi 600 notas a pie de página, coño, y escritas en unas condiciones que no son las de un universitario». Una grafomanía, como la que confesaba que tenía Josep Pla, que se pone de manifiesto cuando le encargaron 20 folios para una conferencia sobre los 75 años del fin de la Guerra Civil y entregó 200. De ahí surgió La sombra del Escarmiento (1936-2014).
«En la Guerra Civil, en todos los lugares donde no hubo frentes, las listas de personas a eliminar estaban establecidas de antemano»
Durante años, este que escribe observó desde su ventana el mismo paisaje que contemplaba el autor de «Un infierno en el jardín» (Anagrama, 1995), pionero texto, por cierto, sobre la especulación inmobiliaria. Cosas de haber vivido en el mismo edificio, en el paseo Sarasate de Pamplona, con vistas al sombrío monte San Cristóbal, también conocido como Ezkaba. No sabía que aquel lugar acogía en su cima un museo de los horrores que sólo a través de la literatura y de la memoria histórica abriría sus puertas. Porque el 22 de mayo de 1938 tuvo lugar una de las evasiones carcelarias más dramáticas de la Historia, con presos mayoritariamente republicanos, recluidos en el fuerte de San Cristóbal reconstruido en penal y bajo control franquista. Se fugaron 795 reclusos en caótica desbandada, de los que fueron fusilados 187. Tres de ellos lograron cruzar la frontera a Francia.
Eduardo Laporte: ¿Cuándo conoció las truculentas historias de ese monte tan familiar?
Miguel Sánchez-Ostiz: Desde crío. Me dijeron que [a los fusilados tras la fuga] les habían encontrado caracoles en la tripa y eso se me quedó grabado. También se me quedó grabada otra expresión: que los cazaron como a conejos.
E. L.: ¿Era algo de lo que se hablaba en casa?
M. S-O.: Sí
E. L.: ¿Cree que es una tema, las represalias del bando vencedor en Navarra, representativo de lo que pasó en el resto de España y que seguía huérfano por estos pagos?
M. S-O.: Sí, sí. Faltaba contar esos episodios con documentación. Son hechos históricos que había que abordar minuciosamente, que es lo que yo he intentado en El Escarmiento y en El Botín.
E. L.: A propósito de El Escarmiento, el crítico Rafael Narbona habla en un artículo de «talento narrativo» al emplear un personaje que va buscando documentación para su propia novela «sin cansar al lector», y añade que la conjunción de lo ficticio y lo literario produce un efecto paradójico, «pues los acontecimientos adquieren un relieve casi insoportable». ¿Está de acuerdo?
M. S-O.: Había que contarlo de alguna manera…
E. L.: ¿Le gusta la etiqueta de «novela ensayística» que se ha empleado para El Escarmiento?
M. S-O.: Si fuera alguien con nombre, diría que es un género híbrido, pero como no lo tengo, pues no lo digo, porque lo mismo te abuchean.
E. L.: «Género híbrido» no suena nada pomposo…
M. S-O.: Bueno, este es un género que es mezcla de ensayo, mezcla de crónica, mezcla de novela…
Insiste el escritor en que hablar de la Guerra Civil, y de la represión posterior, no es hacerlo de «cosas del pasado». Él también se enteró, siendo niño, de que la Historia reciente guarda sorpresas no siempre agradables. Como cuando aquel descubrimiento infantil en Obanos, Navarra, escenario de la memoria sentimental que luego trasladó a «No existe tal lugar»: una casa, contigua al caserón familiar, que había estado cerrada desde 1936. Excitados por la curiosidad infantil, él y unos amigos se colaron dentro y ahí se encontraron el tiempo detenido y el vacío de unas biografías que quedaron truncadas. «Fue así como me enteré de los fusilamientos, de las sacas, de que en los pueblos había pavor. Habían sacado gente de allí para matarla, y la casa se quedó tal cual, para siempre».
«En Pamplona, me dijeron que a los fusilados les habían encontrado caracoles en la tripa y eso se me quedó grabado»
Una casa puede quedar congelada, pero la Historia, con mayúsculas, continúa. Y se siguen destrozando placas de un mural que homenajea a republicanos muertos en la Batalla del Ebro. «Si la Guerra Civil fuera cosa del pasado, esto no sucedería; pero sucede, con tanta frecuencia que se ha hecho rutina». Lo dice en A trancas y barrancas, en la entrada del 13 de febrero de 2014, cuando recuerda cómo, hoy, se ponen trabas a la apertura de fosas, se dificulta o impide el acceso a archivos, se atacan de manera impune monumentos y se alientan homenajes a los golpistas.
Correrías por el casco viejo de Pamplona
«En todos los lugares donde no hubo frentes de guerra, habida cuenta que la represión estaba planificada de antemano por los sublevados, las listas de personas a eliminar estaban establecidas de antemano. Hay documentación, todo estaba previsto, como que dejaron muertos en las cunetas para generar instrucciones. Son cosas que vienen de lejos, de lejísimos; la idea de escarmentar al enemigo viene de la concepción romana de la guerra, de los españoles en América…»
En su opinión, los primeros días de sublevación sirvieron de «ensayo general» para los posteriores compases de la guerra espoleada por Franco y sus correligionarios, perfectamente adheridos a su causa en el proclive territorio navarro. «Mola se encontró con una conspiración en marcha, por no decir dos, una en los cuarteles y otra fuera de ellos.»
Cambia de tercio Miguel Sánchez-Ostiz, para ponerse jocoso. Habla de su vecino, «hijo de un conspirador», con el que, confiesa por lo bajini, se lleva muy bien. Ha compartido con él correrías por el casco viejo de Pamplona, y eso une. «Casi importa más que tienes algo que compartir, por poco que sea, que lo que te divide.»
Ese vecino hipertímido, hiperculto, admirador de autores tan poco de moda como el falangista Ángel María Pascual (Pamplona, 1911-1947), dejó paso a alguien capaz de hacer suya esa máxima de Santa Teresa, vivir de buena gana, que da título a su «blog». El porqué de ese afán vitalista del escritor lo podríamos encontrar en el título de otro de sus dietarios: «Sin tiempo que perder» (Alberdania, 2009).
Eso es lo que ha intentado con sus estancias en Baztán, cuyo buen trato con sus gentes se encarga de dejar claro en su último diario: «Parcos en palabras serán, pero tienen formas eficaces de decirte que eres bien acogido». De hecho, como señala en esta entrevista, entre risas, su entorno habitual dice de él que está «más loco con agua con que con vino».
«La idea de escarmentar al enemigo viene de la concepción romana de la guerra, de los españoles en América»
Prueba de ese espíritu que no renuncia al gamberro que no tiene dentro es la novela que en un principio se llamó «La momia» y que luego se quedó en Perorata del insensato (Pamiela, 2015), en la que un pintor que ha ido de manicomio en manicomio lleva a cabo un monólogo efervescente, con la lucidez del delirio y el desgarro verborreico de quien se abraza a la momia de la monja que lo cuidó. Reconoce que la escribió a modo de, digamos, procrastinación positiva, para no encarar la redacción de El Botín, y de paso le salió una apuesta formal, estilística, de lenguaje vivaz y explosivo comparable al de «Las pirañas».
Aciertos y errores
Pero detrás de la verborrea chisporroteante está la caricatura propia, el análisis en carne viva de los aciertos y los errores, sobre todo los errores: «Insensato, sí, muá, ni, ay, que sí, que me quejo, me quejo, mea culpa por tanto, mea culpa, y por eso mismo me afirmo, ay, y largo por muamém, por irremediable, por irreconciliable, por inadaptado, por amnésico, por desahuciado y hasta por bohemio».
Un derroche literario que al lector cómplice le provocará alguna que otra risotada contagiosa. «A mí lo que me ha salvado es el humor», reconoce Miguel Sánchez-Ostiz. Y el humor se conserva, pese a los días bajo la nube, cuando se mantiene la fe en lo que uno hace. Lo dice en una de las páginas de A trancas y barrancas, que vienen al pelo como corolario de este artículo: «El fracaso de un escritor es dejar de escribir, desertar, abandonarse… lo otro es falta de éxito. Algo que no depende de él». Dicho en otras palabras, si hay razones, y ganas, para escribir, la vida tiene algo, o mucho, de exitosa.