Este libro es una radiografía o escáner del comportamiento de las instituciones públicas en relación con lo que establece la constitución en su artículo 16.3. Este artículo, que trata de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, contempla dos afirmaciones en su apartado 3.
Primera: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Segunda: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.
Por la primera, se establece que el Estado español, y, por tanto, todas las instituciones públicas en que se sostiene, deben caracterizarse por su no confesionalidad religiosa, neutralidad o, para decirlo de un modo contundente, por una laicidad institucional.
Por la segunda, se contempla que el Estado, a pesar de ser neutral en materia confesional, tendrá en cuenta las creencias religiosas de la sociedad, manteniendo relaciones de cooperación con la Iglesia católica y el resto de las confesiones religiosa.
En la práctica, y esto es lo que confirma mi escáner particular de la realidad española durante esta última década, lo que ha existido es una dejación alarmante de la primera parte de ese artículo, y una utilización sectaria y discriminatoria de su parte segunda.
De hecho, el principio de no confesionalidad no existe en la práctica siendo solapado o ninguneado, precisamente, por la segunda parte del articulado. Tanto es así que el respeto a esas creencias religiosas de la sociedad española se ha convertido en el principio rector que ha guiado al Estado y a sus instituciones públicas a la hora de solventar el difícil problema de la libertad religiosa, sobre la que no existe todavía una ley que la regule.
Esto supone es que en la práctica sobra una de las dos partes de dicho artículo. O se opta por la laicidad o no confesionalidad del Estado, lo que significaría un respeto absoluto al pluralismo confesional de la sociedad, o se opta por seguir mimando la particular manera que tiene la iglesia católica de hacer que su religión se imponga en todos los ámbitos.
El problema de respetar las creencias religiosas de la sociedad por encima de las leyes es obvio. Ello se agrava, porque lo que llamamos tradición religiosa es, en España, puro y duro nacionalcatolicismo, es fascismo de la fe característico de los obispos tipo Rouco Varela.
Lo acabamos de ver en la ofrenda a Santa María la Real de Navarra entera por parte de la presidenta del gobierno foral. Un acto que se remonta a septiembre de 1946, en plena efervescencia franquista, pero que, si se me apura a concretar más su precedente cronológico, habría que decir que se trata de una tradición fascista, pues es en agosto de 1936, cuando, a propuesta del golpista Eladio Esparza, se hizo la misma ofrenda de Pamplona en una macroprocesión, y donde se pediría a la Virgen la protección de Navarra en unos momentos tan graves.
Conviene rendirse a la evidencia. Lo que de verdad ha funcionado en este país, desde que se estableció la constitución en 1978, es ese principio de cooperación con la Iglesia católica, o lo que es lo mismo, el poder civil sometido a los Acuerdos del Gobierno con la Santa Sede, y que por mucho lifting que se hagan seguirán siendo el botín de guerra con que el franquismo pagó a la Iglesia por su fidelidad en la santa Cruzada.
La no confesionalidad del Estado no ha tenido ningún desarrollo legal en su puesta de largo. No existe ningún decreto que regule el espíritu aconfesional de las instituciones públicas. De este modo, los poderes públicos –sean alcaldes o diputados, ministros o presidentes de gobierno- tienen vía libre para anteponer sus creencias religiosas a las leyes democráticas que deberían regular su comportamiento.
Por el contrario, la cooperación con la Iglesia católica cuenta con unos Acuerdos con la Santa Sede, imponiendo así sus criterios en cualquier ámbito de la esfera pública: enseñanza, escuelas y universidades públicas, sanidad, ejército, cementerios, ayuntamientos, institución monárquica, o lo que esta sea, y partidos políticos, incapaces de librarse de dicha influencia.
La presencia de lo religioso confesional católico con carácter exclusivo y excluyente es omnipresente. Hay curas en los hospitales, en los cementerios, en el ejército, en las capillas universitarias y en los campos de fútbol. Hay procesiones religiosas con presencia del poder municipal en todos los pueblos y ciudades. No hay fiesta de pueblo o ciudad donde no se contemple una misa solemne acompañada por los ediles del pueblo. No hay edificio público que ya se construya o ya se renueve que no reciba el correspondiente hisopazo del cura del lugar. La presencia de la clase política en estos actos contradice completamente el carácter no confesional del Estado y es un atentado contra el pluralismo ideológico y confesional que debe regir su comportamiento.
Las autoridades políticas de este país han permitido que sea la tradición la que rija su comportamiento institucional, y no el principio de no confesionalidad que marca la propia constitución.
El comportamiento de los representantes públicos –sean alcaldes, ediles, diputados, parlamentarios de todas clases-, deja mucho que desear. Les cuesta separar la dimensión individual y la dimensión simbólica que representan por sus cargos. Si dicen que representan a todos los ciudadanos de un pueblo o de una ciudad y asisten a una procesión católica, están contraviniendo dicho principio de representatividad. O representan a todos, o a ninguno.
Lo bueno que tiene la no confesionalidad es que hace que todos los partidos políticos sean igual de nefastos a la hora de cumplir sus exigencias. Si exceptuamos a IU, el resto de los partidos son clónicos perdidos. Nos reímos de las flatulencias teológicas supersticiosas de Fátima Báñez, de Ana Botella, de Esperanza Aguirre, del ministro Fernández, y de Yolanda Barcina, pero cuando participan en estos jumelages religiosos piden a quien haga falta, incluido el lucero del alba, las mismas gracias que esta cuadrilla de meapilas integrales.
La situación revela un deterioro serio de la democracia, porque horada uno de sus principios fundamentales: el respeto al pluralismo de la ciudadanía. Cuando se anteponen las propias creencias, sobre todo cuando tienen un poso inverificable como son las de carácter religioso, a los principios democráticos que rigen la vida civil, que siempre serán plurales, nada bueno hay que esperar. Cuando un político consagra su pueblo o su ciudad, una provincia o una nación, a una virgen o a una víscera divina, hay que echarse a temblar. Porque, además de manifestar que se posee un coeficiente irracional sobresaliente, el político de turno está sustituyendo el todo, que representa la sociedad, por la parte particular que él representa como individuo. Estamos ante una usurpación y un delito que habría que castigar con el cese fulminante en el cargo de quien lo perpetrase.
Quienes hacen estos saltos acrobáticos de la parte al todo, es gente totalitaria, y no escatimará medios para reducir la riqueza de la pluralidad a la tristeza de la uniformidad y homogeneidad política, cultural y social. Es gente que, incluso, alardeando de creencias religiosas no reparan en la existencia de Un Dios conviviendo con Tres personas distintas.
Cuando se antepone la tradición religiosa a las leyes democráticas con que nos hemos dotado para la convivencia plural y diversa, significa que algo serio no funciona en el sistema.